CAPÍTULO UNO
“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”
Ceres sentía el canto de la multitud con la misma claridad que el ruido seco del latido de su corazón. Levantó su espada en agradecimiento, agarrándola con fuerza al hacerlo para examinar la piel. No le importaba que quizás supieran su nombre desde hacía solo unos instantes. Le bastaba que lo conocieran y que resonara en su interior, de manera que podía sentirlo casi como una fuerza física.
Al otro lado del Stade, mirándola, su contrincante, un combatiente enorme, caminaba de un lado a otro por la arena. Ceres tragó saliva al verlo, mientras el miedo crecía en su interior por mucho que quisiera reprimirlo. Sabía que esta podría muy bien ser la última lucha de su vida.
El combatiente daba vueltas de un lado a otro como un león enjaulado, blandiendo su espada en el aire dibujando arcos que parecían estar diseñados para exhibir sus protuberantes músculos. Con su coraza y su casco con visera parecía que hubiera sido esculpido en piedra. A Ceres le costaba creer que fuera solo de carne y hueso.
Ceres cerró los ojos y se armó de valor.
Puedes hacerlo, se dijo a sí misma. Puede que no ganes, pero debes enfrentarte a él con valor. Si tienes que morir, muere con honor.
Un toque de trompeta sonó en los oídos de Ceres, que se oyó por encima incluso del aullido de la multitud. Llenó la arena y, de repente, su contrincante se lanzó al ataque.
Era más rápido de lo que ella pensaba que un hombre tan grande podría serlo, llegó hasta ella antes de que tuviera ocasión de reaccionar. Lo único que Ceres pudo hacer para esquivarlo fue levantar el polvo mientras se apartaba del camino del guerrero.
El combatiente blandió su espada con las dos manos y Ceres se agachó, sintiendo la ráfaga de aire al pasar. Parecía estar derribando algo a hachazos, como un carnicero empuñando su cuchillo y cuando ella giró y paró el golpe, el impacto del metal contra el metal resonó en sus brazos. No pensaba que fuera posible que un guerrero pudiera ser así de fuerte.
Se alejó dando círculos y su contrincante la siguió con una desalentadora inevitabilidad.
Ceres escuchaba cómo su nombre se mezclaba con los gritos y los abucheos de la multitud. Se obligaba a concentrarse; mantenía los ojos fijos en su contrincante e intentaba recordar sus entrenamientos, pensando en todas las cosas que podían pasar a continuación. Intentó dar cuchilladas y después hizo rodar su muñeca para bloquear con su espada.
Pero el combatiente apenas refunfuñó cuando la espada le cortó un trozo de antebrazo.
Sonrió como si le hubiera gustado.
“Pagarás por esto”, la alertó. Su acento era marcado, de alguno de los rincones lejanos del Imperio.
De nuevo estaba sobre ella, obligándola a bloquear y esquivar y ella sabía que no podía arriesgarse a un choque frontal, no con alguien así de fuerte.
Ceres sintió que el suelo cedía bajo su pie derecho, una sensación de vacío donde debería haber un apoyo sólido. Bajó la vista y vio que la arena se vertía en un hoyo que había allá abajo. Por un instante, su pie colgó en el vacío y ella movía su espada a ciegas mientras luchaba por mantener el equilibrio.
El bloqueo del combatiente fue casi despectivo. Por un instante, Ceres estuvo segura de que iba a morir porque no había manera de detener completamente el golpe de vuelta. Sintió la sacudida del golpe contra su espada. Sin embargo, eso hizo que redujera la velocidad al impactar contra su armadura. Su coraza presionó su carne con una fuerza violenta mientras que, al detenerse, ella sintió un dolor ardiente cuando la espada pasó rápidamente por su clavícula.
Tropezó hacia atrás y, al hacerlo, vio que se abrían más hoyos por el suelo de la arena, como bocas de bestias hambrientas. Y entonces, desesperada, tuvo una idea: quizás podría usarlos a su favor.
Ceres rodeaba los bordes de los hoyos, con la esperanza de retrasar el momento en el que él se acercara.
“¡Ceres!” llamó Paulo.
Se giró y su armero arrojó una lanza corta en su dirección. La vara dio un golpe seco en su resbaladiza mano, la madera tenía un tacto áspero. La lanza era más corta que las que se hubieran usado en una batalla real, pero aún así era lo suficientemente larga para abrirse camino con su punta en forma de hoja a través de los hoyos.
“Te cortaré a rodajas una a una”, prometió el combatiente, acercándose lentamente.
Ceres pensó que con un combatiente tan fuerte lo mejor sería agotarlo. ¿Cuánto tiempo podría aguantar luchando alguien tan enorme? Ceres sentía que sus músculos ya le ardían y que el sudor caía por su cara. ¿Se sentiría igual de mal el combatiente al que se enfrentaba?
Era imposible de saber con certeza, pero era lo que le daba más esperanza. Así que ella esquivaba y golpeaba, usando la longitud de la lanza lo mejor que podía. Consiguió escurrirse entre las defensas del gigante guerrero pero, sin embargo, su espada tan solo conseguía repiquetear en su armadura.
El combatiente levantó polvo hacia los ojos de Ceres, pero esta se giró a tiempo. Se dio la vuelta de nuevo e hizo movimientos circulares con la espada por lo bajo, hacia sus desprotegidas piernas. Él esquivó aquel barrido de un salto, pero ella consiguió hacerle otro corte en el antebrazo al retirar la espada.
Ceres golpeaba por arriba y por abajo ahora, apuntando hacia las extremidades de su oponente. Aquel hombre grande esquivaba y paraba los golpes, intentando encontrar el modo de hacer algo más que tanteos, pero Ceres continuaba moviéndose. Apuntó hacia su cara, con la esperanza de por lo menos desviar su atención.
El combatiente cogió la lanza. La agarró detrás de su cabeza, tirándola hacia delante mientras daba un paso al lado. Ceres tuvo que soltarla, porque no quería arriesgarse a que aquel hombretón tirara de ella hacia su espada. Su contrincante partió la lanza en su rodilla con la misma facilidad con la que hubiera roto una ramita.
La multitud rugió.
Ceres sintió un sudor frío en la espalda. Por un instante, visualizó a aquel gigante rompiendo su cuerpo con la misma facilidad. Tragó saliva al pensarlo y preparó de nuevo su espada.
Agarraba la empuñadura con ambas manos cuando vinieron los siguientes golpes, pues era el único modo de absorber algo del poder de los ataques del combatiente. Aún así, era increíblemente difícil. A cada golpe parecía que ella era una campana golpeada por un martillo. Con cada uno de ellos parecía que un movimiento sísmico corría por sus brazos.
Ceres ya se sentía cansada por el ataque. Cada respiración le costaba, como si respirara a la fuerza. No tenía sentido intentar contraatacar ahora o hacer otra cosa que no fuera retroceder y esperar.
Y entonces sucedió. Lentamente, Ceres sintió que el poder brotaba dentro de ella. Vino con un calor, como las primeras brasas de una quema de maleza. Se quedó en la boca de su estómago, a la espera, y Ceres fue a por él.
La energía la inundaba. El mundo iba a menor velocidad, a paso de tortuga, y ella sintió de repente que tenía todo el tiempo del mundo para parar el siguiente ataque.
También tenía toda la fuerza. Lo bloqueó con facilidad y, a continuación, blandió su espada e hizo un corte en el brazo del combatiente en una nebulosa de luz y velocidad.
“¡Ceres! ¡Ceres!” rugió la multitud.
Ella vio cómo la ira del combatiente crecía a medida que el cántico de la multitud continuaba. Ella podía entender el por qué. Se suponía que debían cantar el nombre de él, proclamar su victoria y disfrutar la muerte de ella.
Él gritó y embistió hacia delante. Ceres esperó mientras se atrevió, obligándose a quedarse quieta hasta que él casi la alcanzó.
Entonces se dejó caer. Sintió el susurro de su espada pasando por encima de su cabeza, seguido de la áspera arena cuando sus rodillas tocaron el suelo. Se lanzó hacia delante, balanceando su espada en un arco que golpeó las piernas del combatiente al pasar.
Él tropezó de cara al suelo y la espada se le cayó de la mano.
La multitud enloqueció.
Ella lo observaba desde arriba, mirando al horrible daño que su espada había hecho en sus piernas. Por un instante, se preguntó si podría conseguir ponerse de pie incluso así, pero él se desplomó hacia atrás, girándose sobre su espalda y levantando una mano como si suplicara piedad. Ceres retrocedió y miró hacia la realeza que decidiría si el hombre que tenía enfrente viviría o moriría. En cualquier caso, decidió ella, no mataría a un guerrero indefenso.
Se escuchó otro toque de trompeta.
A continuación se escuchó un rugido mientras se abrían las puertas de hierro en el lateral de la arena y el tono fue suficiente para que un escalofrío recorriera a Ceres. En aquel instante, sintió que no era más que una presa, algo que debía cazarse, algo que tenía que correr. Osó alzar la vista hacia el cercado de la realeza, sabiendo que aquello debía ser intencionado. La lucha había terminado. Ella había ganado. Sin embargo, aquello no era suficiente. Entendió que iban a matarla de un modo u otro. No dejarían que saliera del Stade con vida.
Una criatura, más grande que un humano y cubierta por un pelo enmarañado, entró con un pesado movimiento. Unos colmillos sobresalían de su cara, parecida a la de un oso, mientras unas protuberancias espinosas lo hacían a lo largo de la espalda de la criatura. En los pies tenía unas garras tan largas como puñales. Ceres no sabía qué era, pero no le hacía falta para saber que sería mortífera.
La criatura con aspecto de oso se puso sobre sus cuatro patas y corrió hacia delante, mientras Ceres preparaba su espada.
Primero llegó hasta el combatiente caído y Ceres hubiera apartado la vista si se hubiera atrevido. El hombre gritó cuando esta se abalanzó sobre él, pero no hubo modo de salir rodando de su camino. Aquellas garras gigantes se clavaron hacia abajo y Ceres escuchó el crujido de su coraza al ceder. La bestia rugía mientras atacaba salvajemente a su antiguo contrincante.
Cuando alzó la vista, sus dientes estaban cubiertos de sangre. Miró hacia Ceres, le enseñó los dientes y embistió.
Apenas le dio tiempo de apartarse a un lado, mientras daba cuchilladas a su paso. La criatura soltó un grito de dolor.
Sin embargo, el mismo impulso arrancó la espada de sus manos, con la sensación de que podría arrancarle el brazo si no la soltaba. Observó horrorizada cómo su espada iba dando vueltas por la arena hasta ir a parar a uno de los hoyos.
La bestia continuaba avanzando y Ceres, frenética, bajó la vista hacia el lugar donde los dos trozos de la lanza rota estaban sobre la arena. Se lanzó hacia ellos, agarró uno de los trozos y rodó en un solo movimiento.
Mientras ella se levantaba sobre una rodilla, la criatura ya estaba atacando. Se dijo a sí misma que no podía correr. Esta era su única oportunidad.
Iba disparada hacia ella, el peso y la velocidad de aquella cosa hicieron que Ceres se pusiera de pie. No había tiempo para pensar, no había tiempo para tener tiempo. Ella atacaba con el trozo roto de su lanza, dando golpes una y otra vez con él mientras se le acercaban las garras de la bestia con aspecto de oso.
Su fuerza era terrible, demasiada para igualarla. Ceres sintió que sus costillas podían estallar por su presión, la coraza que llevaba crujía bajo la fuerza de la criatura. Sentía sus garras como un rastrillo sobre su espalda y sus piernas, la agonía la abrasaba por dentro.
Su pellejo era demasiado grueso. Ceres le daba más y más golpes, pero sentía que la punta de su lanza apenas penetraba su carne mientras la criatura la atacaba y sus garras rasgaban todos los trozos de piel que estuvieran al descubierto.
Ceres cerró los ojos. Con todas sus fuerzas, fue en busca del poder que tenía dentro, sin saber incluso si funcionaría.
Se sintió sobrecargada con una bola de poder. Entonces lanzó toda su fuerza hacia la lanza, arrojándola sobre el espacio donde ella esperaba que estuviera el corazón de la criatura.
La bestia chilló a la vez que retrocedía para apartarse de ella.
La multitud bramó.
Ceres, con el escozor que le provocaba el dolor de sus rasguños, salió como pudo de debajo de ella y se puso frágilmente de pie. Bajó la mirada hacia la bestia, que tenía la lanza clavada en el corazón, a la vez que daba vueltas y gimoteaba, haciendo un ruido que parecía demasiado pequeño para algo tan grande.
Entonces se puso rígida y murió.
“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”
El Stade se llenó de ovaciones nuevamente. Allá donde Ceres mirara, había gente aclamando su nombre. La nobleza y pueblo llano por igual parecían estar unidos por el canto, perdidos en aquel momento de su victoria.
“¡Ceres! ¡Ceres! ¡Ceres!”
Se empapó de ello. Era imposible que la sensación de adulación no la atrapara. Todo su cuerpo parecía vibrar con el canto que la rodeaba y ella extendió los brazos como para recibirlo todo. Se dio la vuelta dibujando lentamente un círculo, observando los rostros de aquellos que un día antes no habían ni oído hablar de ella, pero que ahora la trataban como si fuera la única persona del mundo que importara.
Ceres estaba tan prendida por aquel momento que apenas ya sentía el dolor de las heridas que había sufrido. Ahora le dolía el hombro y lo tocó con una mano. Al retirarla estaba empapada, aunque su sangre todavía era de un rojo vivo a la luz del sol.
Ceres miró fijamente aquella mancha durante varios segundos. La multitud todavía cantaba su nombre, pero el latir de su corazón en sus oídos de repente parecía mucho más fuerte. Alzó la vista hacia la multitud y le llevó un instante darse cuenta de que lo estaba haciendo sobre sus rodillas. No recordaba haber caído sobre ellas.
Por el rabillo del ojo, Ceres vio que Paulo se acercaba a toda prisa, pero parecía muy lejano, como si no tuviera nada que ver con ella. La sangre goteaba desde sus dedos hasta la arena, oscureciendo allá donde tocaba. Nunca se había sentido tan desubicada, tan mareada.
Y la última cosa de la que fue consciente fue que ya estaba cayendo de cara, hacia el suelo de la arena y sentía que sería incapaz de volverse a mover.