Una hora, tan sólo había pasado una hora desde que Aisha se había encerrado en la habitación para ponerse el vestido que la llevaría a romper todas las reglas que le impusieron a lo largo de su vida. El reflejo en el espejo estaba muy lejos de parecerse a la chica que solo había nacido para servir. La sirvienta que pasó la mayor parte de su invisible existencia con la cabeza gacha, pues esa era su obligación o de lo contrario terminaría encontrando la muerte. Ella tuvo que mantener la vista en el suelo durante años recordando cada segundo que aquel era su lugar. Siempre por debajo de los demás, de aquellos que nacieron en cunas de oro, literalmente. Leo sujetaba con una copa mirando la puerta de habitación de Aisha con expectación. Llevaba años sin sentirse tan atraído por una muchacha