CAPÍTULO I 1889-1

2009 Words
CAPÍTULO I 1889LADY Loretta Court palmoteó en el cuello de su caballo antes de desmontar. –Se portó muy bien hoy, Ben– comentó al palafrenero que esperaba para llevarse al animal a la caballeriza. –A él le gusta siempre que lo monte usted, milady– sonrió Ben. Ella correspondió a su sonrisa, antes de subir la escalinata para entrar en el amplio vestíbulo. Acababa de llegar a lo alto de la escalera interior, cuando un lacayo salió apresuradamente del pasillo para decirle: –Su señoría quiere hablar con usted, milady. Dijo que acudiera a su estudio en cuanto volviera. Loretta lanzó un leve suspiro. Había estado cabalgando durante dos horas y deseaba quitarse la ropa de montar y tomar un baño. Pero si su padre la llamaba, no podía hacer otra cosa sino obedecer. Bajó por la escalera que acababa de subir y entregó al lacayo tanto sus guantes de montar, como el pequeño fuete que nunca usaba. Después, con gesto casi desafiante, se quitó también su sombrero de montar y se lo entregó. Luego de acomodarse un poco el cabello, cruzó a toda prisa el vestíbulo y caminó por el ancho corredor que conducía al estudio de su padre. Se preguntó qué podía querer y pensó que si era algo relacionado con su costumbre de ir a montar sin compañía alguna, lo cual disgustaba sobremanera a su padre, debía prepararse para un largo sermón y le sería, muy difícil escapar de él por un buen lapso. Loretta amaba a su padre, pero desde que éste enviudara se había vuelto en extremo dictatorial y, como tantos hombres decrépitos, casi nunca escuchaba a los demás. Como desempeñaba el puesto de Representante de la Corona en el Condado, tenía muchas ocupaciones, aunque nunca estaba demasiado ocupado para su única hija. Al mismo tiempo, tenía ideas muy rígidas respecto a la conducta correcta y que Loretta encontraba abrumadoras y obsoletas. Abrió la puerta del estudio y entró con cierto temor. Al mismo tiempo se le ocurrió, como le sucedía siempre, que aquella era una hermosa habitación. Admiraba, mucho más que su padre, los cuadros de caballos que decoraban las paredes. El Duque, quien de joven había sido uno de los más apuestos caballeros al servicio de la Reina Victoria, estaba en realidad de excelente humor, cuando levantó la mirada del escritorio sobre el cual se encontraba escribiendo. – Había una gran pila de papeles frente a él, porque aunque tenía un secretario, el lema del Duque era; “Si quieres algo bien hecho, ¡hazlo tú mismo!” Esto daba por resultado que tuviera que encargarse, de manera innecesaria, de una gran cantidad de trabajo de papeleo. Sonrió, sin embargo, al ver a Loretta y pensó, como lo hiciera tantas veces antes, que había sido muy afortunado de tener una hija tan encantadora. El que lo fuera resultaba natural y no podía esperarse menos, cuando la madre de ella había sido, sin discusión, una de las mujeres más hermosas de su tiempo. –¿Querías verme, papá? –Sí, Loretta, tengo algo importante que decirte. Pensé que habría sido un error hablar de ello anoche; estaba yo cansado, al volver de las carreras, además de que quería que durmieras tranquila... Había una expresión de inquietud en los ojos de Loretta cuando preguntó: –¿Deseabas decirme algo papá y no pudiste hacerlo anoche? El Duque se puso de pie y caminó a través de la habitación para detenerse frente a la chimenea, magníficamente tallada, sobre la cual colgaba un espléndido cuadro de Sartorius. –Cuando estuve ayer en Epsom– empezó a decir–, vi a mi viejo amigo francés, el Duque de Sauerdun. Debido a que su padre estaba hablando con pomposa lentitud, Loretta se sintió segura de que su charla le tomaría mucho tiempo, así que se sentó en uno de los sillones. Ella había oído a su padre hablar con frecuencia del Duque y sabía que, aunque fueran de diferentes nacionalidades, los dos viejos caballeros tenían en común su pasión por los caballos de carreras. Poseían, además, muy buenos ejemplares que participaban en carreras tanto en Francia como en Inglaterra y con frecuencia competían entre ellos. –¿Lograste vencer ayer al caballo del Duque ?– preguntó Loretta. –¡En realidad, Minotauro llegó a la meta con medio cuerpo de ventaja sobre el caballo de Sauerdun!– repuso el Duque con satisfacción. –Me alegra saberlo papá. Debes sentirte muy complacido. –Después de que terminó la carrera– continuó su padre, como si ella no hubiera hablado–,Sauerdun y yo tomamos juntos una copa y él hizo una sugerencia que no se me había ocurrido a mí antes, pero que encontré en extremo satisfactoria. –¿Cuál, papá? Lady Loretta pensaba que su padre tardaba mucho en ir al meollo del asunto y ella estaba ansiosa de escapar ya hacia su habitación. –He estado pensando desde hace algún tiempo, Loretta– contestó el Duque–, con quién debías casarte. La sugerencia hecha por el Duque de que sea con su hijo me parece una solución muy satisfactoria. Loretta se incorporó como si algo la hubiera picado. Todo su cuerpo se puso en tensión. –¿Qué... estás diciendo... papá?– preguntó–. ¡No sé de qué... estás hablando! –Estoy hablando, querida mía, de tu matrimonio. Me dará mucho placer entregarte al Marqués de Sauerdun quien, a la muerte de su padre, heredará un magnífico Chateau en el Valle del Loira, así como grandes propiedades en Normandía, de donde los Sauerdun son originarios. – –¡Pero... papá!– exclamó Loretta–. ¡No puedes hablar en serio! ¿Cómo podrías arreglar mi matrimonio con un hombre al que jamás he visto? ¡Y me prometiste que tendría una temporada social en Londres! –¡Lo sé! ¡Lo sé!– aceptó el Duque con cierta irritación–. Sin embargo, con toda franqueza, queridita, esta oportunidad es demasiado sugestiva para perderla. Loretta se puso de, pie. Era esbelta y de regular estatura. Aunque su padre se elevaba muy por encima de ella, se enfrentó a él desafiante. –¡No tengo intenciones, digas lo que digas, de casarme con alguien a quien no amo! –¿Amarlo?– gruñó el Duque–. El amor vendrá después del matrimonio. Lo que tú tienes que hacer, como mi única hija, es casarte con el hombre adecuado... con una posición aceptable en la vida y que yo haya escogido para ti. –Pero, papá... yo soy quien va a casarse con él... ¡no tú! –Ya lo sé– exclamó el Duque enfadado–, pero si crees que voy a permitir que te cases con algún mequetrefe, impresionado por tu condición social, o que piense que como yo no tengo hijo varón, tú heredarás una fortuna, estás muy equivocada. –Por favor, papá, a los únicos hombres a los cuales conozco por el momento son los que viven en el Condado y a quienes he conocido toda mi vida. Y, debido a que mamá murió, nunca he ido a fiestas, a bailes, o a algún otro lugar donde podría conocer al hombre que podría ser mi futuro esposo. –Aun si hubieras asistido a bailes– contestó el Duque–, no podrías haber conocido a nadie más idóneo para serlo que el Marqués de Sauerdun. –Puede ser muy adecuado desde un punto de vista social, pero ¿cómo puedo saber si me hará feliz como esposo, si nunca lo he visto? –¡Por supuesto que lo verás! Yo le dije a Sauerdun que trajera a su hijo, para hospedarse en Madrescourt, antes de la Carrera Real de Ascot. Al Duque le pareció muy buena idea. El compromiso de ustedes puede ser anunciado antes que termine la temporada. –¡Oh, papá, tú ya lo estás arreglando todo! No me estás dando oportunidad de decidir por mí misma si quiero o no casarme con el Marqués... o si me disgusta tanto así, que me negaré en forma definitiva a ser su esposa. –¿Negarte? ¿Qué quieres decir con eso de... negarte?– rugió el Duque–. ¡Nunca había oído yo tontería mayor! En Francia, como tú bien lo sabes, Loretta, todos los matrimonios son concertados. El Duque tiene mucha razón, y su hijo no cometería un error por segunda vez. –¿Por segunda vez? ¿Qué quieres decir con eso, papá? –El Marqués se casó cuando era muy joven. En apariencia, según me contó Sauerdun, se enamoró de una jovencita que conoció en París. Hizo una pausa antes de continuar: –Ella procedía de una buena familia y no había razón para que el Duque no consintiera en el matrimonio. ¡Se realizó y resultó desastroso! Los jóvenes no se entendieron, no hubo señales de un heredero y entonces, por fortuna para el Marqués, la muchacha tuvo un accidente en un carruaje y murió a consecuencia de las heridas que recibió en él. Antes de que su hija pudiera hablar, el Duque añadió: –Esta vez Sauerdun no quiere correr riesgos. ¡Ha seleccionado a la esposa de su hijo con sumo cuidado! Y como supo lo atractiva que eres y, tomando en cuenta que eres mi hija, ha decidido que el matrimonio tendrá lugar tan pronto como sea posible, una vez que ustedes se hayan conocido y comprometido. –¡No lo haré, papá! Sé con exactitud lo que estás diciendo... que no tengo absolutamente ninguna alternativa, que no puedo decidir si quiero o no casarme con el Marqués. El vendrá aquí, y para cuando él llegue tú habrás explicado a todos nuestros parientes el motivo de su visita. Su voz se elevó al agregar: –Una vez que hayas dicho que vamos a casarnos, será imposible para mí no aceptar su proposición... ¡si es que él mismo la hace! Cuando Loretta terminó de hablar, el Duque explotó en uno de sus ataques de furia. Toda la familia, al igual que la servidumbre de la casa, lo conocía muy bien y debido a que era un hombre voluminoso y resultaba impresionante cuando se enfadaba, Loretta se puso más y más pálida, mientras él le dirigía sus reproches a gritos. La llamó ingrata, desconsiderada, egoísta, insensible; dijo que lo estaba alterando con toda deliberación, cuando sabía muy bien lo solo y desesperado que se sentía desde la muerte de su esposa. La acusó de no tener sentimientos de forma tal que, a pesar de haber decidido no dejarse alterar por él, hizo que sus ojos de llenaran de lágrimas. Cuando quiso hablar, su padre se negó a escucharla. –¡Te casarás con Sauerdun, aunque tenga que llevarte a rastras al altar! No quiero oír más tonterías de que quieres enamorarte, o de que pienses que sabes mejor que yo lo que te conviene. Me obedecerás, Loretta, ¿me oyes? ¡Me obedecerás y esa es mi última palabra sobre este asunto! Loretta no pudo soportar más tiempo sus gritos. Con un leve sollozo se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas cuando cruzó el vestíbulo y subió por la escalera en dirección de su dormitorio. Cuando llegó a él, cerró la puerta con brusquedad tras ella, se despojó de la chaqueta de montar, se sentó en la cama y ocultó la cara entre las manos. –¿Qué voy a hacer? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué voy a hacer?– se preguntó. Desde que había empezado a leer historias de amor, y disfrutó obras como “Romeo y Julieta”, comprendió que éstas hacían que su corazón latiera con más fuerza, y soñaba con el día en que pudiera enamorarse. Estaba segura de que algún día iba a encontrar al hombre de sus sueños. Conforme se convertía en mujer se tornaba más y más real esa idea de tal modo que aunque él fuera intangible, estaba siempre junto a ella. Sus pensamientos ya estaban enlazados y en el curso del tiempo materializarían como un hombre real, con el cual viviría siempre feliz. Era un cuento de hadas infantil, pero al mismo tiempo, a medida que pasaban los años, se volvió de tal modo parte de la vida de Loretta, que jamás pasaba un día o una noche, sin que pensara en su amor y lo viviera en su mente. El hombre de sus sueños estaba siempre presente, subiendo el Himalaya, navegando por el Amazonas, naufragando en una isla desierta, perseguidos por bandidos o por alguna tribu árabe. Él siempre la salvaba y era consciente de que, debido a que estaban juntos, no tenía nada que temer. En secreto, Loretta pensaba que cuando pasara el luto que guardaba a su madre y fuera a Londres, el hombre de sus sueños la estaría esperando allí. Tal vez en alguno de los grandes bailes ofrecidos por las anfitrionas más famosas, que eran amigas de su padre. O quizá lo conocería en el baile que le sería ofrecido en la casa que la familia poseía en Park Lane.
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