Por la mañana, como me prometió Herman, dos de sus guardias me trajeron las cosas. Los chicos, era muy difíciles de llamarlos así, porque ambos eran hombres de un aspecto muy impresionante. Uno de ellos tenía unos treinta años, un pelirrojo de ojos azules que no me gustaba, por su mirada un poco indiscreta. El segundo hombre parecía tener unos cuarenta, o cuarenta y cinco años, con el pelo cortado a ras y con los ojos castaños, que me recordaba a mi primer entrenador del orfanato, Sam. Su postura firme indicaba que podría haber sido militar. - Buenas días, señorita Marín, - el mayor se dirigió a mí, colocando bolsas y cajas en la cama. - El señor Davydov me pidió que le dijera, que no se preocupara y quedara con lo que deseara. Todas estas cosas son para usted. - Y esto también es para