Huí yo también, corrí hacia la ciudad, y la sangre no volvió a circularme por las venas hasta que pisé las calles y encontré a gente rezagada. Fui a llamar a un hotel donde me conocían. Me sacudí la ropa para quitarme el polvo de encima y conté que había perdido mi manojo de llaves, que contenía también la llave del huerto donde dormían mis sirvientes, en una casa aislada, tras la valla de alambre que protegía la fruta y la verdura de la visita de los merodeadores. Una vez en la cama, la que me concedieron, me acurruqué hasta las orejas, pero no pude dormir, y esperé que se hiciera de día sin dejar de escuchar el violento latido de mi corazón. Había dejado orden de avisar a mi gente al alba y, a las siete de la mañana, mi ayuda de cámara llamó a la puerta. Su rostro estaba descompuesto.