Capítulo I-1

2014 Words
CAPÍTULO I Al muelle de Dover se encontraba en el más completo caos. Tres barcos descargaban mercancía al mismo tiempo y una larga fila de navíos esperaba su turno. Parecía imposible descargar siquiera un alfiler más en el suelo de Inglaterra. En una abigarrada confusión se encontraban armas, cajas con municiones y pertrechos, baúles, fardos, arneses y Sillas de montar junto con los caballos, aún mareados y temblando por los terrores de la travesía por mar, conducidos por mozos que parecían estar en las mismas condiciones. De los barcos descendían en camillas hombres heridos, algunos a punto de expirar, y otros soldados sin brazos o sin piernas, ayudados por ordenanzas que se encontraban en un estado casi semejante. Más allá, se veían soldados de caballería que habían perdido sus armas y sus alforjas y sargentos que gritaban órdenes que nadie escuchaba. «Si esto es la paz», pensó el Coronel Romney Wood, mientras descendía por los desvencijados tablones, «por lo menos la guerra estaba mejor organizada». Aunque se dijo que no era más que sentimentalismo, no pudo evitar sentirse embargado por una gran emoción al pensar que regresaba a su país después de seis largos arios de guerra en territorio enemigo. Al igual que la mayoría de los hombres del ejército británico esperaba que después de Waterloo y del exilio de Napoleón en Santa Elena podría regresar a su hogar; pero en opinión del Duque de Wellington, el Ejército de Ocupación era esencial para la paz de Europa. Al principio, el Coronel Wood pensó que la insistencia de su Comandante en Jefe era infundada, especialmente después de la capitulación de París. Pero Wellington no quería interferir con el gobierno civil francés. Como siempre, después de una batalla, estaba ocupado en proteger a los civiles de los excesos de los militares. A los prusianos les parecía natural tomar represalias y, después de la victoria en la batalla de Waterloo, se hizo evidente la diferencia entre los ingleses y sus aliados. Romney Wood había tratado de evitar mezclarse en cuestiones de política, pero el Duque de Wellington lo apreciaba porque sabía que era un hombre excepcional y, sin lugar a dudas, uno de sus mejores oficiales. Por consiguiente, el Coronel Wood no sólo tenía que cuidar a sus tropas, sino que Wellington constantemente lo enviaba para lidiar con las dificultades, que aparecían como espectros que empañaban el brillo de la victoria. —¡Demonios!— le decían casi a diario los oficiales más jóvenes al Coronel Wood—. ¿Por qué peleamos, sino para derrotar a Napoleón y poder regresar a casa? No podían explicarse la insistencia del Duque en mantener una fuerza de ocupación y estaban de acuerdo con los franceses en que alimentar a ciento cincuenta mil hombres requeriría de un milagro de organización. El Duque había mandado llamar a Romney Wood. —Quieren que envíe, sin dilación, a treinta mil hombres de regreso. —He oído decir, su señoría, que esa era la cifra que se había decidido. —¡Decidido!— había repetido el Duque con petulancia—. ¡Yo soy el que decide! —Por supuesto — asintió Romney Wood. —He reducido el ejército de ciento cincuenta mil ochocientos hombres a ciento cincuenta mil— gruñó el Duque. Romney Wood no contestó nada. Sabía que los políticos de ambos países no considerarían suficiente esa reducción. En enero de 1817 el Duque le había informado a la conferencia permanente de cuatro embajadores: —Debo confesar que he cambiado de opinión y propondré una reducción de treinta mil hombres a partir del primero de abril. La mayoría de la gente estuvo de acuerdo en que era un primer paso en la dirección correcta, pero madame de Staél y un buen número de atractivas mujeres estaban usando todos los encantos de su repertorio para lograr el final de la ocupación. Mas las esperanzas se desvanecieron cuando los gabinetes cambiaban continuamente de opinión. El Duque de Wellington le mostró al Coronel Wood una carta del Conde de Bathurst que decía: “La impaciencia popular de Francia para librarse de los extranjeros no me inspira el correspondiente deseo de marcharme”. Romney Wood había reído. —Sé exactamente cómo se siente, Su Señoría. Pero, al mismo tiempo, sería una equivocación extender demasiado nuestra estancia, hasta el punto que se convierta en retirada. El Duque había asentido. Él sabía, lo mismo que Romney Wood, que la hostilidad entre los oficiales franceses y británicos era un problema creciente. Pero ahora, por fin, después de muchas dificultades, un gran número del ejército británico había regresado a su suelo nativo. Romney Wood pensó mientras cruzaba el Canal, que los últimos tres años no habían sido particularmente agradables. Sin lugar a dudas, había tenido momentos placenteros, especialmente en París, donde, desde el punto de vista social, la vida había vuelto a la normalidad con mucha más rapidez de lo que hubiera podido esperarse. Sin embargo, él se había repetido una y otra vez que le desagradaban las intrigas y se sentía más en su elemento en el campo de batalla que en las habitaciones privadas de una dama y prefería el rugido de las armas a los acordes de un vals. Al mismo tiempo, después de padecer privaciones y entablar desesperadas batallas en Portugal y Francia, había descubierto que no podía ignorar la cocina francesa ni olvidar a las hermosas mujeres de París, aunque las considerara con cierto cinismo. Pero lo que en realidad le perturbaba era que ahora dejaría de ser soldado. Había presentado los papeles para su retiro y se había despedido del Duque antes de partir de Francia. —Lo extrañaré— le dijo lacónicamente Wellington, pero con una sinceridad innegable. —Mi padre murió hace dos arios— había replicado— y, por consiguiente, es imprescindible que regrese a casa para atender mis asuntos. —¡Santo cielo!— exclamó el Comandante en Jefe—. ¡Había olvidado que ahora es lord Heywood! — No deseaba usar mi título mientras perteneciera al ejército, pero sé que su señoría comprenderá que, como soy hijo único, no hay nadie que se haga cargo de mis propiedades durante mi ausencia y la verdad es que no he puesto un pie en Inglaterra desde hace seis arios. El Duque no había objetado ante ese argumento, pero Romney Wood comprendió con tristeza cuánto extrañaría a sus compañeros de batalla y a las amistades que había hecho durante la guerra, que nunca serían las mismas en tiempos de paz. «¡He regresado a casa!», se dijo para consolarse mientras trataba de abrirse paso entre el desorden del muelle. Pero olvidó su sentimentalismo cuando fue violentamente empujado por un cargador. No había posibilidades de salir de Dover esa noche y únicamente por su alto rango, combinado con su actitud autoritaria y su excepcional gallardía, logró encontrar un cuarto donde dormir. A la mañana siguiente, los hombres de su regimiento le presentaron problemas que se vio obligado a resolver antes de partir. También tenía que celebrar una entrevista, para la cual le fue muy difícil encontrar, en medio de la confusión general, un lugar tranquilo, apropiado para sostener una conversación. Antes de partir de Francia, había decidido que no iría a Londres; sino que, al llegar a Inglaterra, cabalgaría hasta su hogar a través de la campiña y, por consiguiente, le había escrito a la firma encargada de administrar los asuntos de la familia pidiéndole que le enviara un representante a Dover. No imaginaba lo difícil que sería, no sólo encontrar al hombre que lo esperaba en el vestíbulo del hotel, el cual estaba tan lleno de oficiales que hasta se dificultaba respirar, sino conseguir una habitación donde pudieran hablar sin tener que gritar sobre cientos de voces. Finalmente, el gerente del hotel le ofreció su oficina privada, y cuando la puerta se cerró, parecía como si hubieran entrado en un oasis de quietud. —No tenía idea, cuando le pedí que viniera desde Londres, señor Crosswaith— le dijo lord Heywood al administrador—, que las condiciones en Dover serían caóticas. —Eso es comprensible, milord, dadas las circunstancias— replicó el señor Crosswaith. Era un hombre de edad avanzada, pequeño y enjuto, con cabellos blancos y lentes, y Romney Wood pensó sonriendo que lo hubiera reconocido como uno de sus administradores en cualquier lugar. —Antes que nada— señaló lord Heywood mientras el señor Crosswaith se sentaba, asiendo con fuerza su grueso portafolios—, deseo agradecerle las cartas que me escribió cuando estaba en Francia. Aunque debo decir, sin embargo, que las que recibí durante los últimos dieciocho meses eran muy deprimentes. — No me extraña, milord. A muchos hombres jóvenes como usted les sorprende la precaria situación que reina en Inglaterra al dejar el ejército. — He oído decir que la economía de la guerra sólo ha generado pobreza y sufrimiento— observó lord Heywood con aspereza. —Es cierto— convino el señor Crosswaith—, y no puedo ocultarle a su señoría que existe gran inquietud social y miseria por todo el país. Lord Heywood lo sabía por el Duque de Wellington, quien había hecho un viaje relámpago a Inglaterra. —Vivimos tiempos difíciles— prosiguió el señor Crosswaith—. Han colgado a campesinos hambrientos por saquear las tiendas de alimentos y grupos de obreros destruyen la maquinaria que los ha substituido en el trabajo, pero eso no resuelve nada. Por el momento, a lord Heywood sólo le preocupaban sus problemas personales. —Según tengo entendido por su última carta, señor Crosswaith, las finanzas de la familia Heywood están en bancarrota. —No me gusta usar esa palabra, milord, pero desgraciadamente los campesinos no pueden pagar sus rentas porque no ganan nada y a menos que su señoría tenga otra fuente de ingresos de la que yo no tengo notició será difícil decidir lo que debe hacerse en estos momentos. —¿Tan mala está la situación?— preguntó lord Heywood, aunque sabía la respuesta antes que el señor Crosswaith la dijera: —¡Peor si cabe! — Muy bien. Entonces decidamos qué puede venderse. — Sabía que su señoría haría esa pregunta y he hecho una lista de todos los bienes disponibles. Desgraciadamente, son muy pocos. Lord Heywood frunció el ceño. —¿Qué quiere decir con que “son pocos”? El señor Crosswaith tosió, como disculpándose. —Su Señoría debe estar enterado de que, de acuerdo con las disposiciones testamentarias de su abuelo, el tercer barón, es imposible vender los bienes familiares a menos que estén vivos, al mismo tiempo, tres herederos directos. —No estaba enterado de eso. —He traído los documentos para que su señoría los examine. —Me basta con su palabra, señor Crosswaith. Lo que me está diciendo es que no puedo vender la Casa Heywood en Londres ni La Abadía en el campo, ni nada, o casi nada, de lo que allí se encuentra. —Esa es exactamente la situación, milord. Era evidente que se sentía aliviado por no haber tenido que detallar él mismo la mala noticia. Lord Heywood tamborileó con los dedos sobre la mesa de juego que el gerente del hotel usaba como escritorio. Estaba manchada con tinta y con el alcohol que se había derramado sobre ella y rayada por los ásperos bordes de los utensilios de peltre que allí se asentaban, pero todo esto pasó inadvertido a lord Heywood. Estaba demasiado preocupado preguntándose cómo podría vivir sin ingresos, porque ésa era la noticia que le había traído el señor Crosswaith. Recordó que, cuando era niño, las propiedades de la familia Heywood en Buckinghamshire, donde creció, parecían florecientes. Los campesinos gozaban de prosperidad y los trabajadores se veían sonrientes y felices. En La Abadía, los establos estaban llenos de caballos y había media docena de lacayos en el vestíbulo. Un ejército de jardineros, mozos de establo, albañiles, carpinteros, guardabosques y cuidadores habían convertido a las propiedades de los Heywood en la envidia del país. Parecía mentira que toda esa riqueza se hubiera evaporado como el aire de un globo al reventarse. Se dijo, esperanzado, que eso era imposible y que, con toda seguridad, el señor Crosswaith estaba exagerando. —Le aseguro que he revisado con sumo cuidado, milord, todo lo que existe de valor en las dos residencias, así como en las demás posesiones, pero me temo que hay muy pocas cosas que su señoría pueda vender. —¿Y los árboles? —Los que servían se cortaron durante los primeros años de la guerra. Los que quedan, son demasiado viejos o demasiado tiernos y no sirven ni para construir casas ni como maderos para barcos. —¡Tiene que haber algo!— dijo lord Heywood y aunque trataba de contenerse, su voz revelaba su desesperación. Comprendía que él, en lo personal, también estaba endeudado. Era una suma bastante apreciable, porque su bolsillo había mermado considerablemente durante el último año.
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