—Y por el amor de Dios, Maximiliano, compórtate —le dijo por milésima vez Jorge a Max en su videollamada matutina.
Max le dio un sorbo a la taza de café que le habían traído en la bandeja de desayuno los del servicio a la habitación, e hizo una mueca.
—¡Puaj! ¡Aquí no saben preparar el café con leche! —se quejó Max, que como típico colombiano, era muy exigente a la hora de probar café —. Jorgito, ¿sabes si aquí en Manchester hay algún local de Bustamante Coffee? —quiso saber, refiriéndose a la famosa marca de café colombiano que hacía años había logrado expandirse a Europa —. Vi uno en el aeropuerto de Londres, pero me costó lo que cuesta un celular en Colombia, ya sé por qué esa pinche familia burguesa es tan millonaria...
—Te estoy hablando en serio, Max —le insistió Jorge, y el centrocampista rodó los ojos.
Ese día sería la presentación oficial de Max como el nuevo jugador del Lions F.C., y Jorge le estaba recordando por milésima vez que debía comportarse como ese jugador humilde y agradable que había sido alguna vez, y no cagarla desde el primer día.
—Hablé ayer con el presidente Williams —continuó Jorge, mientras Max intentaba arreglar en algo ese horrendo café que le habían servido —, supongo que él hablará contigo más tarde en su oficina, pero le da pena tocar contigo cierto tema, así que me ha pedido el favor a mí.
—Habla rápido Jorge, que debo alistarme para verme presentable ante los medios.
—Nada de coquetearle a la entrenadora Sammy —dijo Jorge, y Max soltó una risotada.
—Amo a Roger Williams, incluyendo ese buen sentido del humor que tanto lo ha caracterizado, tan típico de los británicos —se rindió con el café, y optó por beber un jugo en lata que tenía en la pequeña neverilla del mini bar —. Él en serio es muy tonto si cree que todos se mueren por su hija. Es la típica inglesa rubia con cara de estreñida y...—estuvo a punto de decir que parecía una tabla, como la mayoría de europeas, pero recordó que Sammy había heredado el físico del estereotipo de la colombiana perfecta de su madre —tiene un carácter de mierda, también típico de las chicas de por acá.
—Solo es una amigable advertencia, se la hizo al resto de jugadores también —agregó Jorge, y Max asintió.
—Pues no tendrá que preocuparse por mí, que se preocupe por esos pubertos con acné en el culo —dijo Max, haciendo una mueca al recordar que la mayoría de sus nuevos compañeros de equipo estaban aún en edad escolar —. Menuda suerte la mía, pasé de jugar con colegas de mi edad ganadores de Champions, a jugar con mocosos que lo único que han ganado son sus exámenes de la escuela, y apuesto que ni eso.
—Tu no terminaste la escuela...—le recordó Jorge, y aun desde la videollamada que por ratos se entrecortaba, pudo ver la mirada amenazante de Max, y cambió de tema —, en fin, compórtate, ¿sí? Nada de tener choques con tus compañeros, ni mucho menos con la entrenadora, que ya sabes el carácter que tiene, entonces no la provoques.
“Si la provoco, será de otra forma”, estuvo a punto de decir Max, pero sacudió la cabeza, alejando ese inapropiado pensamiento de su subconsciente. Por supuesto que él no había querido pecar de pensamiento, pero su cerebro de hombre neandertal a veces le jugaba malas pasadas.
Aunque, a decir verdad, Max veía interesante eso de aventurarse a tratar de domar a una tigresa como ella. Y no supo por qué rayos se sintió celoso del director médico del Real Manchester.
—Pobrecito el novio de ella, aguantarse a esa pesadilla rubia no debe ser nada fácil —comentó Max, terminando con su desayuno.
—Ok, dejo que termines de desayunar, y espero que no cometas alguna cagada ahorita en todo el protocolo de la firma del contrato y en la rueda de prensa.
—¿Tan poquito confías en mí, Jorgito?
—Desde que insultaste al mismísimo presidente de la FIFA, sí.
—Él fue el que me insultó primero —se defendió Max, y el manager entornó los ojos.
—Solo prométeme que no la vas a cagar.
—Ya te lo he prometido como 50 veces en la última semana.
—Entonces espero que lo cumplas —insistió Jorge, ahora mirándolo con sus mejores ojos de perrito suplicante —. Esta es la única oportunidad que tienes de recuperar tu carrera —se pasó las manos repetidamente por la cabeza rapada, dando a entender que estaba estresado —. Sé que crees que es imposible lograrlo en un equipo de segunda división, con una nómina en su mayoría adolescente, pero ten algo de fe, ¿sí? La misma fe que tuviste cuando creíste que por crecer en un barrio marginal de la costa caribe no lograrías llegar a ninguna parte, más que vender los pescados que pescabas en el muelle.
Max detestaba que le recordaran esa parte de su pasado, cuando para ayudar a su madre a pagar las cuentas tenía que ir al muelle de Riohacha después de clases a pescar; algunos de esos pescados no los vendía todos, sino que se los llevaba a casa porque era lo único con lo que podían comer en esos días en que a su madre no le iba bien con la venta de las empanadas en la calle.
Esa era la realidad de muchas personas en Colombia, a pesar de que el gobierno quería hacer ver otra cosa por los medios de comunicación.
Familias como la de Max tenían que vivir del diario, y si no vendían algo en un día, no tenían para comer al día siguiente.
Se miró las palmas de las manos, en donde tenía los callos y algunas cicatrices que le recordaban los muchos años que duró en el muelle pescando. No había tenido ni siquiera dinero para comprarse unos guantes que protegieran su piel de las heridas que causaba el nylon de pesca.
Pero esas heridas no eran tan graves como la herida interna que tenía porque, en una noche en que no había logrado pescar nada y que en toda esa semana su madre no había podido trabajar porque se había enfermado, él tuvo que verse obligado a aceptarle la propuesta a un extranjero que se paseaba a esas horas por esa costa de...de tener sexo con él a cambio de unos dólares.
Max solo tenía 15 años cuando ocurrió eso, y aunque él solo esperaba que fuera simplemente sexo con ese tipo y ciao que te vi, se encontró con la sorpresa de que había tres hombres más en la habitación del hotel al que lo llevó ese gigantón gringo, y aunque intentó negarse a dejarse hacer algo por ellos, lo obligaron.
Sí, Max había sido violado por cuatro hombres, y cuando intentó denunciarlos en la estación de policía, lo único que hicieron los agentes fue reírse y decirle que los hombres no podían ser víctimas de violación, cuando claramente vieron que él estaba sangrando por todos lados.
Nadie más aparte de esos policías incompetentes sabía lo que le pasó a Max. Él no había querido hacerle ese daño a su madre y a su hermana de decirles lo que él había sufrido y con lo que aun hoy seguía cargando.
De ahí que a veces se sintiera tan roto, pero él sabía que eso no era excusa para comportarse a veces como una mierda.
Él sabía que tenía que cambiar para bien, recuperar su carrera, porque después de todo, él sentía que el fútbol era su único escape para no pensar en su turbio pasado.
Se terminó de alistar, y se paró frente al espejo de cuerpo completo para contemplar qué tal se veía en su traje de Giorgio Armani hecho a la medida.
Le gustaba seguir el estilo de su abogado, Fernando Orejuela. Un idiota de su misma edad que nació en cuna de oro y que le caía como una patada en la canilla, pero debía admitir que era bueno en su trabajo, porque lo salvó de ir preso por evasión de impuestos.
Sí, Max había tenido que evadir impuestos el último año precisamente por no estar recibiendo lo mismo que recibía antes cuando era una figura del fútbol mundial, y su hermana le había recomendado a ese abogado con el que la muy perra se acostó al día siguiente de conocerlo en un diplomado de derecho penal de la universidad de Medellín.
A Max le caía mal ese tipo porque le robó a su última novia, pero era un buen abogado, eso debía reconocerlo. Y uno bien torcido, porque encontraba la manera “legal” de que todos sus clientes evadieran impuestos.
En fin, abogados...
Unos minutos después, Max se montó en la camioneta que le envió el club para transportarlo al campo de entrenamiento, y tal y como se lo esperó, muchos camarógrafos estaban agolpados en la entrada de la ciudad deportiva del Lions, y los flashes hicieron que él tuviera que ponerse sus lentes oscuros de Vogue.
Bueno, aunque sea todavía hacía que los medios enloquecieran por él, aunque fuera para intentar captar algo polémico que pudieran subir en primera plana.
Respiró hondo, sintiéndose nervioso.
Sí. El más hijo de puta entre todos los futbolistas estaba nervioso, sin saber exactamente por qué.
****
Sammy creyó que no volvería a estar en una rueda de prensa sino en un buen tiempo, tal vez cuando ya iniciaran formalmente la temporada y que, como era lo acostumbrado, debiera dar cortas declaraciones ante los medios después de algún partido.
Pero no sabía que su padre le iba a hacer asistir a la rueda de prensa que habría por la firma del contrato de Maxi Bonilla.
Y ahora estaba vestida elegantemente, con pantalones y chaqueta, porque se suponía que así se vestían los entrenadores. Atrás habían quedado esos tiempos cuando los directores técnicos se vestían igual que sus jugadores en la cancha.
Incluso ahora el protocolo era que los jugadores se vistieran elegantemente fuera de la cancha, en cualquier viaje o acto oficial del club.
—Mamá, basta —se quejó Sammy, mientras su madre le hacía los últimos retoques a su maquillaje en la oficina.
Sammy había dejado que su madre le pusiera pestañas postizas después de un año sin haberlas usado.
Antes del accidente, Sammy había sido igual de obsesionada que su madre con eso del maquillaje, al menos en actos oficiales; e incluso en algunos partidos se había puesto pestañas postizas para verse más agradable ante las cámaras y que el sudor no la hiciera ver tan fea.
—Solo te falta el labial —dijo Maribel, sacando de su cosmetiquera un labial rojo mate de Chanel.
—¡No me voy a pintorretear así! —le dijo Sammy en español.
Siempre que madre e hija discutían, lo hacían en español, y quien las escuchaba soltaba la risa, porque a pesar de que Sammy había nacido y crecido en Inglaterra, tenía el acento de su madre, pero solo cuando hablaba en su idioma.
—Te veías como tu padre en la anterior rueda de prensa, dame el gusto de hoy verte como yo —insistió Maribel, acercándole más el labial.
—Ni siquiera sé por qué estás aquí —dijo Sammy de mala gana, aceptando a regañadientes que su madre le pintara los labios con ese color tan llamativo.
—¿No es obvio? Un paisano firma contrato con el club de mi esposo, es mi deber patrio darle la bienvenida —dijo Maribel, no ocultando en su sonrisa la emoción que le daba conocer a Maxi Bonilla, porque como cualquier colombiana, había gritado los goles que él había hecho en el pasado mundial y en las distintas ediciones de la Copa América —. Y tú también compórtate con él, acuérdate que tienes sangre colombiana, y entre colombianos nos ayudamos, máxime estando en el extranjero, no debe ser fácil para él llegar a este frío país sin nadie en quien apoyarse.
Sammy rodó los ojos, y su madre la miró amenazantemente, porque si algo detestaba Maribel y cualquier mamá, era que le entornaran los ojos.
—Bonilla ya llegó —dijo Roger, entrando a la oficina de Sammy —¡Wow! ¡Qué cambio! Te pareces a tu madre cuando te maquillas, cariño.
Sammy hizo una mueca y se miró en su espejo de mano Chanel. Ciertamente se veía hermosa, porque aparte del maquillaje, su madre le había peinado muy bien la larga y dorada melena, y le había hecho unas ondas en las puntas.
Maribel esperó a que su esposo saliera, para susurrarle a su hija al oído:
—Así es como desarmarás a Bonilla y no te hará la vida imposible.
Sammy bufó y se aguantó soltar una risotada.
Pero Maribel no pudo tener más razón, porque cuando Sammy llegó a la sala en donde sería la firma del contrato, las fotos protocolarias y la rueda de prensa, y su mirada se encontró con la de Max, él sintió un deseo visceral que nunca había sentido por ninguna mujer, que lo quemó desde muy dentro hasta salir por el más diminuto de sus poros.
Esta mujer será mi perdición. Pensó Max, mientras se acercaba a saludar a los Williams.