-TRONO Y DESTINO-

1674 Words
El fuego crepitaba en la chimenea de la taberna de Albagard, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra, afuera, la noche helada envolvía al Reino en un silencio gélido, pero dentro de aquel refugio, las voces reían, las copas chocaban y la música de un laúd llenaba el aire con una melodía alegre, en una mesa de madera tallada con cicatrices del tiempo, Ethan alzó su copa, riendo junto a sus compañeros, soldados, cortesanos y mercaderes compartían historias de hazañas, apuestas y amores fugaces. —¡Por los que aún seguimos de pie! —brindó un guardia real con las mejillas encendidas por la bebida. Las jarras se encontraron en un sonoro brindis, pero Ethan apenas bebió, dejando que el hidromiel se deslizara en su copa sin mucha prisa. —No te había visto tan animado en mucho tiempo —comentó un noble con una sonrisa astuta—. ¿Acaso la guerra ya está ganada y no nos hemos enterado? Las carcajadas resonaron, pero el caballero solo sonrió, con esa calma enigmática que lo caracterizaba. —No es la guerra lo que lo tiene distraído — murmuró uno de los soldados -He visto esa mirada antes… ¡es la mirada de un hombre que ama en silencio!- La burla provocó risas, palmadas y brindis, el caballero se unió, pero en su pecho ardía una herida invisible, nadie sabía, su amor no era para tabernas ruidosas; tenía el aroma de los jardines del castillo, el eco de risas de infancia, la dulzura de una voz que llamaba su nombre. Su amor tenía un nombre: Adelaide. En ese presiso instante, el carruaje de los Raventhorn cruzaba lentamente el puente hacia Valdronia, envuelto en un silencio inquietante, la luna iluminaba las torres de la fortaleza, cuyos muros parecían susurrar secretos antiguos, los Reyes de Albagard se miraron con tensión: aquella invitación no era cortesía, sino una exigencia disfrazada. Al llegar, las puertas se abrieron con un crujido, en lo alto de las escaleras, el Duque aguardaba con un jubón n***o bordado en plata y una sonrisa calculada en el rostro. —Majestades, qué honor recibirlos a tan importante convocatoria. - Los Reyes y la princesa descendieron del carruaje con la compostura digna de la corona, el aire olía a vino especiado y a cera derretida, señales inequívocas de un banquete en marcha, pero lo que no esperaban era lo que encontraron al cruzar las puertas del salón principal: En lugar de una simple conversación privada, como se había dado a entender en la carta de invitación, un baile estaba en pleno desarrollo. El Rey Theodric frunció el ceño. -No mencionaste que habría un baile, Larkin-. El anfitrión hizo un gesto despreocupado con la mano, su sonrisa nunca desapareciendo. -¿Y por qué no? Una visita de la realeza debe ser celebrada con la elegancia que merece, además, quería presentarles a… algunos amigos.- Entonces los Reyes repararon en los asistentes: no eran los nobles habituales. Rostros desconocidos, atuendos refinados pero ajenos a las tradiciones del reino—broches con símbolos extraños, telas oscuras, miradas inquisitivas que examinaban cada gesto real. La Reina sintió un escalofrío y, con voz apenas audible, murmuró a su esposo: - ¿Quiénes son estas personas? - El Duque pareció captar la pregunta y, con un brillo en los ojos, respondió antes de que el Rey pudiera hablar. -Hombres y mujeres de tierras lejanas, Majestades, son potenciales aliados… en estos tiempos inciertos- Evidentemente, este no era un baile de bienvenida, era una advertencia. Los Reyes no estaban simplemente en una celebración, estaban rodeados de extraños, en un territorio que no les pertenecía, bajo la voluntad de un hombre que tenía demasiado que ganar y demasiado poder entre las sombras. Finalizada la cena y con la noche ya avanzada, el baile inesperado dio inicio, Larkin, caminó con paso firme hasta la princesa Adelaide y, sin titubear, tomó su mano, guiándola a la pista de baile, en sus labios se dibujaba una sonrisa cortés, pero sus ojos ocultaban intenciones más oscuras, para él, aquella festividad no era más que una jugada política cuidadosamente calculada. Una vez en la pista, el Duque se inclinó levemente hacia ella y, con una voz apenas audible para los demás, susurró en su oído: -Esperaba verte con el vestido y las joyas que te regalé- Adelaide intentó mantener la compostura, pero el peso firme de la mano del Duque en su cintura la hizo estremecer, su rostro palideció, y su pulso se aceleró, con cada giro de la danza, él la acercaba más a su cuerpo. Trató de apartar la mirada, pero el Duque la observaba fijamente con su expresión oscilando entre el asombro y la posesión, de pronto, sus manos se encontraron en un contacto prolongado, y la princesa, conocedora del lenguaje político de los bailes, reaccionó con astucia, realizó un giro inesperado, obligándolo a soltarla momentáneamente; y así, con la gracia de una danza bien ensayada, ella le dijo que no… sin pronunciar jamás la palabra. El Duque captó el mensaje con la claridad de una daga desenvainada, ella había rechazando su cortejo de manera sutil pero firme y mientras el salón celebraba sin advertirlo, él sintió el corte, frente a todos, aquella princesa altiva lo había rechazado, y no olvidaría ese desaire… y ella, tarde o temprano, pagaría por ello. Desde su lugar, la Reina Adela observó con creciente inquietud cómo el Duque recorría con la mirada cada detalle de su hija, su corazón se llenó de temor, y en silencio rogó al cielo que Adelaide no terminara atrapada en los designios de su enemigo. Los Reyes, incómodos ante la descarada conducta del Duque, se mantuvieron de pie al borde del salón, rehusándose a participar del baile, su silencio era una clara señal de presión: esperaban que el Duque revelara de una vez sus verdaderas intenciones diplomáticas, pero él, con una sonrisa indescifrable y una copa en mano, se limitó a alzarla en dirección a la princesa. —¿Acaso no merece la flor más bella de Albagard una noche de alegría? —dijo con voz melosa, sin apartar la mirada de Adelaide -Esta velada es para disfrutar, no para discutir tratados- Adelaide, rígida junto a su madre, bajó la mirada con disgusto y dio un paso atrás, como si su sola presencia junto al Duque le incomodara profundamente, el gesto, aunque sutil, fue más elocuente que cualquier palabra. Un murmullo contenido recorrió el salón, varias miradas se cruzaron entre los nobles presentes, algunos con asombro, otros con franca desaprobación, el Duque, aún con la copa en alto, apretó la mandíbula con fuerza; su sonrisa se mantuvo por puro orgullo, pero sus ojos se enturbiaron de irritación. Entonces, sin pronunciar una sola palabra, los Reyes giraron con dignidad y abandonaron el salón, llevándose consigo a su hija, dejaron al Duque solo en la pista, con su juego bruscamente interrumpido, el orgullo herido, con un movimiento brusco, dejó la copa sobre la mesa más cercana, el cristal resonando con un chasquido seco, luego hizo un leve ademán hacia uno de sus hombres, que se apresuró a acercarse, nadie oyó lo que murmuró, pero bastó para que el emisario desapareciera entre las sombras, y el Duque, de nuevo solo, volviera a mirar el salón con una calma demasiado perfecta. Días después a las afueras del Reino de Albagard un carruaje solemne anunciaba la llegada del Duque de Valdronia, su capa de terciopelo oscuro ondeaba tras él, con su andar arrogante, se detuvo a unos pasos del trono real y, con una inclinación apenas perceptible, habló. —Majestades —su voz resonó en la vasta estancia, impregnada de una cortesía forzada—, vengo a ofrecer una solución a los tiempos inciertos que nos aquejan. —¿Solución? — espetó el Rey con desdén —Dímelo Duque. pero escatima los rodeos, sé bien que tus soluciones, encierran tu propio beneficio.- El Duque sonrió, imperturbable. —Siempre tan sagaz, Majestad, evidentemente, tu hija debe convertirse en mi esposa, nuestra unión no solo pondrá fin a cualquier disputa entre nuestros dominios, sino que garantizará la estabilidad de Albagard, es lo más sensato... y lo más conveniente para todos- La Reina Adela sintió que su corazón se encogía en el pecho, sus ojos buscaron los del Rey, rogándole en silencio que no perdiera la compostura, pero él ya se había puesto de pie, los nudillos blancos por la fuerza con la que aferraba los brazos del trono. —¿Vienes a mi corte a exigir la mano de mi hija como si fuera una moneda de cambio? Bramó, su furia era apenas contenida, su voz retumbaba en los muros de piedra. El Duque no se inmutó, su sonrisa se ensanchó con una insolencia calculada. —Oh, Majestad, no es una exigencia… lo llamaría una oferta generosa, sin esta unión, tu ejército no resistirá una guerra contra el mío, rechazarme solo traerá sangre, y dudo que alguno de nosotros quiera eso...- El silencio que siguió fue denso, la Reina apretó los labios, sombría; el Rey, con el rostro enrojecido, respiraba con dificultad, sabía que el Duque tenía razón: su ejército, por valiente que fuera, no bastaba sin apoyo extranjero, en ese instante, sintió el peso de su fracaso como monarca y como padre, por fuera se mantenía firme, pero por dentro, la desesperación lo devoraba. Larkin, al notar su vacilación, inclinó la cabeza con fingida compasión y lanzó el golpe final. -Desde este instante empieza a correr el tiempo- continuó, su tono goteando veneno – quince días, Theodric, si acepas, tu hija será mi esposa y Albagard permanecerá en pie, pero si me rechazas... vendré por ella de todos modos, y vuestro reino yacerá en cenizas sin duda te matare y tu esposa y tus pequeños gemelos serán mis prisioneros- Se inclinó en una burla de reverencia y, sin prisa, giró sobre sus talones. Sus botas resonaron contra el mármol al abandonar la sala, dejando tras de sí una sombra de amenaza que se aferró a los corazones de los Reyes.
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