—Todas eran mujeres excepto uno y, aunque todos han expresado públicamente
que se alegran por mi felicidad, claramente intentaban adivinar las probabilidades que
había de que no acabáramos juntos.
—Supongo que les has dicho a todos que estoy desesperadamente enamorado de
ti, ¿verdad?
Daphne sintió una sacudida en su interior.
—Sí —mintió, ofreciéndole una sonrisa tremendamente dulce—. Al fin y al cabo,
tengo que mantener una reputación.
Simon se rió.
—Y dime, ¿quién fue el único hombre que te interrogó?
Daphne se puso seria.
—En realidad, era otro duque. Un hombre mayor de lo más extraño que dice que
era un buen amigo de tu padre.
Los músculos de la cara de Simon se tensaron de inmediato.
Daphne se encogió de hombros y no se percató del cambio en la expresión de
Simon.
—Me empezó a decir lo «buen duque» que era tu padre. —Daphne se rió mientras
intentaba imitar la voz del hombre—. No tenía ni idea que los duques teníais que salir
en defensa de los demás. Bueno, tampoco queremos que un duque incompetente
desmerezca su título, ¿no?
Simon no dijo nada.
Daphne empezó a darse golpecitos con un dedo en la mejilla mientras pensaba.
— ¿Sabes? Nunca te he oído mencionar a tu padre.
—Eso es porque no me gusta hablar de él —dijo Simon, muy seco.
Ella parpadeó, preocupada.
— ¿Te pasa algo?
—No —dijo él, con la voz cortada.
—Oh. —Daphne se dio cuenta de que se estaba mordiendo el labio inferior y se
obligó a parar—. Entonces, no lo mencionaré.
—He dicho que no me pasa nada.
Daphne se mantuvo imperturbable.
—Claro.
Se produjo un largo e incómodo silencio. Daphne se entretuvo con la tela del
vestido antes de decir:
—Las flores que lady Trowbridge ha usado para decorar la casa son preciosas, ¿no
te parece?
Simon siguió con la mirada las rosas rosas y blancas que Daphne estaba tocando.
—Sí.
—Me pregunto si las cultivará ella.
—No tengo ni idea.
Otro incómodo silencio.
—Los rosales son muy difíciles de cuidar.
Esta vez, la respuesta se limitó a un sonido gutural.
Daphne se aclaró la garganta y entonces, cuando Simon ni siquiera la miraba,
preguntó:
— ¿Has probado la limonada?
—No bebo limonada.
—Bueno, pues yo sí —respondió ella, muy seca, porque ya había soportado
bastante—. Y tengo sed. Así que, si me disculpas, voy a buscar un vaso de refresco y te dejo aquí con tu mal humor. Estoy segura de que encontrarás a alguien más divertido
que yo.
Se giró para marcharse, pero no pudo dar ni un paso porque sintió una fuerte
mano que la agarraba por el brazo. Bajo la vista, momentáneamente fascinada por la
visión de la mano enguantada de Simon apoyada en la seda anaranjada de su vestido. La
miró fijamente, casi deseando que se moviera, que le recorriera el brazo hasta la parte
desnuda del codo.
Sin embargo, Simon no iba a hacerlo. Sólo hacía esas cosas en sueños.
—Daphne, por favor —dijo—. Mírame.
Hablaba en voz baja y con una intensidad que la hizo estremecer.
Se giro y, cuando sus ojos se encontraron, Simon dijo:
—Por favor, acepta mis disculpas.
Ella asintió.
Sin embargo, Simon sentía la necesidad de explicarse más.
—Yo no...— Tosió un poco para aclararse la garganta—. No me llevaba bien con
mi padre. Y no... No me gusta hablar de él.
Daphne lo miró fascinada. Nunca lo había visto tan inseguro.
Simon suspiró, irritado. Daphne pensó que era muy extraño, pero parecía que
estaba irritado consigo mismo.
—Cuando lo has mencionado...—Agitó la cabeza, como si quisiera cambiar el
rumbo de la conversación—. Se me graba en la memoria. No puedo dejar de pensar en
él. Me-me-me pone muy furioso.
—Lo siento —dijo ella, consciente que su rostro reflejaría su confusión. Pensaba
que debía decir algo más, pero no sabía las palabras que tenía que usar.
—Contigo no —dijo él, rápidamente y cuando sus pálidos ojos azules se centraron
en ella, parecieron más relajados. Su cara también se relajó un poco, sobre todo las
líneas que se le habían acentuado alrededor de la boca. Tragó saliva—. Me enfado
conmigo mismo.
—Y, al parecer, también con tu padre —dijo ella, suavemente.
Él no dijo nada. Daphne no esperaba que lo hiciera. Simon todavía la tenía cogida
del brazo, así que ella le cubrió la mano con la suya.
— ¿Te gustaría salir a tomar el aire? —le preguntó—. Parece que lo necesitas.
Él asintió.
—Tú quédate. Si sales conmigo a la terraza, Anthony me cortará la cabeza.
—Anthony puede decir misa —dijo Daphne, irritada—. Estoy harta de su
vigilancia constante.
—Sólo intenta ser un buen hermano.
— ¿De qué lado estás?
Ignorando esa pregunta, Simon dijo:
—Está bien. Pero sólo un paseo. Con Anthony puedo, pero si acuden todos tus
hermanos, soy hombre muerto.
A unos cuantos metros, había una puerta que daba a la terraza. Daphne la señaló y
la mano de Simon descendió por su brazo hasta llegar al codo.
—Además, posiblemente haya decenas de parejas en la terraza —dijo ella—. Así
que no podrá decir nada.
Sin embargo, antes de que pudieran salir, oyeron una voz masculina a su espalda:
— ¡Hastings!
Simon se detuvo y se giró, triste de lo familiarizado que estaba con el nombre de
su padre. Dentro de poco, pensaría en él como su propio nombre.
Sin saber por qué, aquella idea lo disgustaba.
Un señor mayor con un bastón se les acercó.
—Es el duque del que te he hablado —dijo Daphne—. Middlethorpe, creo.
Simon solo asintió, porque no tenía ganas de hablar.
— ¡Hastings! —Exclamó el señor, dándole unos golpecitos en el brazo—.
Llevaba mucho tiempo deseando conocerte. Soy Middlethorpe. Era muy amigo de tu
padre.
Simon asintió, de un modo tan preciso que parecía un militar.
—Te echó de menos, ¿sabes? Durante tus viajes.
Simon sintió que la ira iba creciendo en su interior y aquello le paralizo la lengua.
Sabía, sin ningún tipo de duda, que si intentaba hablar, sonaría igual que cuando tenía
ocho años.
Y, por nada del mundo, quería avergonzarse así delante de Daphne.
Sin saber cómo, quizá porque nunca había tenido demasiados problemas con las
vocales, dijo:
—Oh.
Se alegró que su voz sonara seca y condescendiente.
Sin embargo, si el hombre se percató del rencor en su voz, lo pasó por alto.
—Estuve con él cuando murió—dijo Middlethorpe.
Simon no dijo nada.
Daphne, bendita sea, intervino en la conversación con un compasivo:
—Dios mío.
—Me pidió que te diera unos mensajes. En casa, tengo varias cartas.
—Quémelas.
Daphne se sorprendió y cogió a Middlethorpe por el brazo.
—Oh, no, no lo haga. A lo mejor no quiere leerlas ahora, pero seguro que en el
futuro cambiará de opinión.
Simon la atravesó con la mirada y se giró hacia Middlethorpe.
—He dicho que las queme.
—Yo... eh... —Middlethorpe parecía totalmente confundido. Debería saber que el
duque y su hijo no se llevaban bien, pero obviamente el difunto duque no le había
explicado la verdadera naturaleza de su relación. Miró a Daphne, reconociendo a una
posible aliada, y le dijo—. Aparte de las cartas, me dijo que le explicara varias cosas.
Podría decírselas ahora.
Sin embargo, Simon había soltado a Daphne y había salido a la terraza.
—Lo siento—le dijo Daphne a Middlethorpe, sintiendo la necesidad de disculpar
el atroz comportamiento de Simon—. Estoy segura de que no era su intención ser tan
brusco.
La expresión de Middlethorpe le confesó que él sabía que aquella había sido
exactamente su intención.
Sin embargo, Daphne dijo:
—Es un poco sensible cuando se trata de su padre.
Middlethorpe asintió.
—El duque ya me advirtió que reaccionaría así. Pero, mientras me lo decía se rió
y dijo algo del orgullo de los Basset. Debo confesar que no creí que lo dijera en serio.
Daphne miró nerviosa hacia la puerta.
—Al parecer, sí que lo hacía —dijo—. Será mejor que vaya con él.
Middlethorpe asintió.
—Por favor, no queme las cartas —dijo ella.
—Nunca se me habría ocurrido. Pero...
Daphne ya se iba hacia la terraza, pero se detuvo al ver que el hombre tenía algo
más que decir.
— ¿Qué sucede?
—Ya soy mayor y estoy enfermo —dijo él—. Los médicos dicen que no me queda
demasiado tiempo. ¿Podría dejarle a usted las cartas?
Daphne lo miró sorprendida y horrorizada. Sorprendida porque no podía creerse
que le confiara una correspondencia tan personal a una chica joven a la que apenas
conocía. Y horrorizada porque sabía que, si las aceptaba, Simon jamás la perdonaría.
—No lo sé —dijo, indecisa—. No estoy segura de ser la persona indicada.
Los ancianos ojos de Middlethorpe se arrugaron como los de alguien que sabe lo
que va a decir.
—Creo que usted es exactamente la persona más indicada —dijo—Además, creo
que sabrá encontrar el momento adecuado para dárselas. ¿Puedo hacérselas llegar a su
casa?
Daphne asintió. No sabía qué otra cosa hacer.
Middlethorpe levantó el bastón y señaló hacia la terraza.
—Será mejor que vaya con él.
Daphne lo miró, asintió y se fue. La terraza estaba iluminada por unos pocos
apliques en la pared, así que estaban casi en la penumbra y sólo vio a Simon ayudada
por la luz de la luna. Estaba de pie, muy enfadado, con los brazos cruzados sobre el
pecho. Estaba mirando el interminable prado que se extendía frente a la terraza, pero
Daphne tenía serias dudas de que viera más allá de su propia rabia.
Avanzó sigilosamente hacia él, agradeciendo la brisa fresca, porque dentro del
salón el calor era asfixiante. Escuchó algunas voces y supo que no estaban solos, sin
embargo no vio a nadie. Obviamente, los demás invitados habían preferido esconderse
en algún oscuro e íntimo rincón. O, a lo mejor, habían descendido por la escalera y
estaban sentados en los bancos que había debajo.
Mientras se acercaba a él, Daphne pensó que podría decir algo como «Has sido
muy maleducado con el duque» o «¿Por qué estás tan enfadado con tu padre?» pero, al
final, decidió que no era el momento de indagar en los sentimientos de Simon así que,
cuando llegó a su lado, se apoyó en la barandilla y dijo:
—Ojalá pudiera ver las estrellas.
Simon la miró, primero con sorpresa y después con curiosidad.
—En Londres no se ven nunca —continuó ella, hablando en voz baja—. Las luces
de la ciudad son demasiado brillantes o la niebla ya está muy baja. O, a veces, el aire
está demasiado contaminado para ver a través de él. —Se encogió de hombros y miró al
cielo, que estaba tapado—. Esperaba poder verlas aquí pero, por desgracia, las nubes no
quieren colaborar.
Se quedaron callados un buen rato. Entonces, Simon se aclaró la garganta y dijo:
— ¿Sabías que las estrellas son completamente distintas en el hemisferio sur?
Daphne no se había dado cuenta de lo tensa que estaba hasta que sintió que, ante
esa pregunta, su cuerpo se relajaba. Simon estaba intentando retomar la noche donde la
habían dejado, y ella estaba encantada. Lo miró, burlona, y dijo:
—Estás bromeando.
—No. Míralo en un libro de astronomía.
—Hmmm.
—Y lo más interesante —continuó Simon, cada vez más relajado—, es que,
aunque no sea un experto en astronomía, y no lo soy....
—Y, obviamente —lo interrumpió Daphne, con una sonrisa—, yo tampoco.
Simon la cogió de la mano y sonrió, y Daphne respiró satisfecha de ver que sus
ojos habían recuperado la alegría. Entonces, la satisfacción se convirtió en algo más
intenso: felicidad. Felicidad porque había sido ella la que había borrado las sombras de
sus ojos. Quería disiparlas para siempre.
Si Simon la dejara...
—Verías la diferencia —dijo él—. Y eso es lo más extraño. Nunca me preocupé
por aprender las constelaciones pero, cuando estaba en África miraba al cielo y la noche
era tan clara. Nunca había visto un cielo así.
Daphne lo observaba, fascinada.
—Miraba al cielo —dijo él, agitando la cabeza—, y era raro.
— ¿Cómo puede ser raro el cielo?
Él se encogió de hombros y levantó una mano.
—No lo sé. Pero lo era. Las estrellas no estaban en su sito.
—Supongo que me gustaría ver el cielo desde el hemisferio sur —dijo Daphne,
melancólica—. Si fuera una mujer exótica y atrevida, el tipo de mujer sobre la que los
hombres escriben poesía, supongo que me gustaría viajar.
—Ya, eres el tipo de mujer sobre la que los hombres escriben poesía —le recordó
Simon, en un tono sarcástico—. Lo que pasa es que era una poesía muy mala.
Daphne se rió.
—No te rías de mí. Fue muy emocionante. Mi primer día con seis pretendientes en
casa y Neville Binsby me escribió una poesía.
—Siete pretendientes —dijo él—, incluyéndome a mí.
—Siete incluyéndote a ti. Pero tú no cuentas.
—Me matas —bromeó él, imitando a Colin—. Cómo me matas.
—Quizá deberías plantearte empezar una carrera en el teatro.
—Quizá no —respondió.
Daphne sonrió.
—Quizá no. Pero lo que iba a decirte es que, aunque soy una chica inglesa de lo
más aburrida, no tengo ningún deseo de ir a ningún sitio. Aquí soy feliz.
Simon agitó la cabeza y una extraña luz, casi eléctrica, le iluminó los ojos.
—No eres aburrida. Y —redujo la voz a un suspiro emocional—, me alegro que
seas feliz. No he conocido a demasiadas personas realmente felices.
Daphne lo miró y, lentamente, se dio cuenta de que Simon se había acercado a
ella. Dudaba que él se hubiera dado cuenta, pero su cuerpo tendía a acercarse al de ella,
y Daphne descubrió que no podía apartar la mirada de él.
— ¿Simon? —susurró.
—Aquí hay gente —dijo él, con la voz ahogada.
Daphne se giró hacia las esquinas de la terraza. Las voces que se oían antes habían
desaparecido, pero también podía ser que les estuvieran escuchando.
Delante de sus ojos, el jardín la estaba llamando. Si estuvieran en Londres, no
podrían ir más allá de la terraza, porque no habría sitio, pero lady Trowbridge se
enorgullecía de ser diferente y siempre ofrecía el baile anual en su segunda residencia
en Hampstead Heath. Estaba relativamente cerca de Mayfair, pero podría haber sido
perfectamente otro mundo. Elegantes casas rodeadas de grandes extensiones verdes y,
en el jardín de lady Trowbridge, había muchos árboles y flores, arbustos y setos...
Muchos rincones oscuros donde una pareja podía perderse.
Daphne sintió que algo salvaje se apoderaba de ella.
—Demos un paseo por el jardín —dijo, suavemente.
—No podemos.
—Tenemos que hacerlo.
—No podemos.
La desesperación en la voz de Simon le dijo todo lo que necesitaba saber. La
quería. La deseaba. Estaba loco por ella.
Daphne tuvo la sensación de que su corazón había empezado a cantar La flauta
mágica y daba saltos de alegría.
Y pensó: ¿Y si lo besaba? ¿Qué pasaría si se adentraran en el jardín, levantara la
cara y dejara que sus labios tocaran los de ella? ¿Vería él lo mucho que lo quería? ¿Vería
lo mucho que podría llegar a quererla? Y a lo mejor, sólo a lo mejor, vería lo feliz que lo
haría.
Entonces quizás dejaría de hablar de lo decidido que estaba a no pasar por la
vicaría.
—Voy a dar un paseo por el jardín —dijo ella—. Si quieres, puedes
acompañarme.
Mientras se alejaba, lentamente para que él pudiera seguirla, lo escuchó maldecir
desde lo más profundo de su alma, y luego escuchó sus pasos detrás de ella.
—Daphne, esto es una locura —dijo Simon, pero la voz ronca delataba que más
que convencerla a ella, intentaba convencerse a sí mismo.
Ella no dijo nada, sólo siguió adentrándose en las profundidades del jardín.
—Por el amor de Dios, Daphne, ¿Quieres escucharme? —La cogió con fuerza por
la muñeca y la obligó a mirarlo—. Le hice una promesa a tu hermano —dijo, salvaje—.
Me hice una promesa a mí mismo.
Ella esbozó la sonrisa de la mujer que se sabe deseada.
—Entonces, márchate.
—Sabes que no puedo hacerlo. No puedo dejarte sola en el jardín. Alguien podría
intentar sobrepasarse.
Daphne se encogió de hombros e intentó soltarse de su mano.
Sin embargo, los dedos de Simon la apretaron todavía más.
Así, aunque ella sabía que no era su intención, no opuso resistencia y se dejo
llevar por el tirón, acercándose a él hasta que entre los dos sólo quedó un palmo.
La respiración de Simon se aceleró.
—No lo hagas, Daphne.
Ella intentó decir algo ocurrente, algo seductor. Sin embargo, la valentía le falló
en el último momento. Nunca la habían besado y ahora que había invitado a Simon a
que fuera el primero, no sabía qué hacer.
La mano de Simon se aflojó un poco pero enseguida volvió a cerrarse con fuerza
sobre su muñeca, llevándola consigo detrás de un gran seto.
Susurró su nombre, le acarició la mejilla.
Daphne abrió los ojos y separó los labios.
Y, al final, fue inevitable.