Media hora más tarde, ya se había secado los ojos y tenía la cabeza más clara. Se
había dado cuenta de que necesitaba llorar. Había ido guardando demasiadas cosas en su
interior, sentimientos, confusión, dolor y rabia. Tenía que sacarlo. Pero ya no había
tiempo para las emociones. Tenía que mantener la cabeza fría y fija en el objetivo.
Colin había ido al despacho a sonsacarles a Anthony y a Benedict lo que pudiera.
Había coincidido con Daphne en que seguramente Anthony le pediría a Benedict que
actuara de testigo. Su trabajo era conseguir que le dijeran dónde iba a celebrarse el
duelo. Daphne no tenía ninguna duda que Colin lo conseguiría. Siempre había sido
capaz de sonsacarle cualquier cosa a quien había querido.
Daphne se puso el traje de montar más viejo y cómodo que tenía. No tenía ni idea
de cómo iba a salir la mañana, pero lo último que quería era tropezar con lazos y
encajes.
Alguien llamó a la puerta y, antes de que pudiera llegar al pomo, Colin entró. Él
también se había quitado el traje de fiesta.
— ¿Te lo han dicho? —preguntó Daphne, impaciente.
Colin asintió.
—No tenemos mucho tiempo. Supongo que querrás llegar antes que nadie, ¿no?
—Si Simon llega antes que Anthony, a lo mejor puedo convencerlo de que se case
conmigo antes de que nadie desenfunde las armas.
Colin suspiró.
—Daff —dijo—. ¿Te has planteado la posibilidad de que, a lo mejor, no lo
consigues?
Daphne tragó saliva.
—Intento no pensar en eso.
—Pero...
Daphne lo interrumpió.
—Si lo pienso —dijo, preocupada—, me desconcentro; pierdo los nervios y no
puedo hacer eso. Por Simon, no puedo hacerlo.
—Espero que sepa lo que vales —dijo Colin—. Porque si no lo sabe, yo mismo le
dispararé.
—Será mejor que nos vayamos —dijo ella.
Colin asintió y se fueron.
Simon fue por Broad Walk hasta el rincón más remoto y lejano de Regent’s Park.
Anthony le había propuesto arreglar sus asuntos lejos de Mayfair, y a él le había
parecido bien. El sol aún no había salido, claro, y era muy poco probable que se
encontraran a nadie por la calle pero, aún así, no había ninguna razón para batirse en
duelo en Hyde Park.
No es que a Simon le preocupara que los duelos fueran ilegales. Después de todo,
no estaría allí para pagar las consecuencias.
Sin embargo, no era una manera agradable de morir. Pero tampoco veía
demasiadas alternativas. Había profanado el cuerpo de una dama con la que no podía
casarse, y ahora debía pagar por ello. Simon sabía lo que podía pasar antes de besar a
Daphne.
Mientras se dirigía hacia el lugar indicado, vio que Anthony y Benedict ya habían
desmontado y lo estaban esperando. El aire les agitaba el pelo y lo miraban con una
expresión adusta.
Casi tan adusta como el corazón de Simon.
Detuvo el caballo a pocos metros de los hermanos Bridgerton y desmontó.
— ¿Dónde está tu testigo? —preguntó Benedict.
—No me preocupé de traer uno —dijo Simon.
— ¡Pero tienes que tener un testigo! Sin testigo, un duelo no es un duelo.
Simon se encogió de hombros.
—No me pareció necesario. Habéis traído las pistolas. Confío en vosotros.
Anthony se acercó a él.
—No quiero hacer esto —dijo.
—No tienes otra opción.
—Pero tú sí —dijo Anthony, impaciente—. Podrías casarte con ella. A lo mejor no
la quieres, pero sé que la aprecias mucho. ¿Por qué no lo haces?
Simon se planteó explicárselo todo; las razones por las que había jurado que
nunca se casaría ni tendría hijos. Pero no lo entendería. Los Bridgerton no, porque para
ellos la familia sólo era algo bueno y verdadero. No conocían las palabras crueles y los
sueños rotos. No conocían el horroroso sentimiento del rechazo.
Entonces se le ocurrió decir algo cruel que hiciera enfurecer a Anthony y Benedict
para acabar con todo aquello lo antes posible. Sin embargo, eso implicaría despreciar a
Daphne, y eso sí que no podía hacerlo.
De modo que, al final, miró a Anthony Bridgerton, el hombre que había sido su
amigo desde los primeros años en Eton, y le dijo:
—Sólo quiero que sepas que no es por Daphne. Tu hermana es la mujer más
maravillosa que jamás he conocido.
Y después, con un breve asentimiento hacia Anthony y Benedict, cogió una de las
pistolas de la caja que Benedict había dejado en el suelo y empezó a caminar hacia el
otro lado.
— ¡Eeeeeespeeeeeeraaaaaad!
Simon se giró. ¡Dios santo, era Daphne!
Estaba abalanzada sobre la yegua y se acercaba al trote hasta donde estaban ellos.
Por un breve momento, Simon se olvidó de la rabia que sentía porque había
interrumpido el duelo y se quedo maravillado por lo espléndida que estaba en la silla de
montar.
Sin embargo, cuando detuvo el caballo delante de él y desmontó, se puso muy
furioso.
— ¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le preguntó.
— ¡Salvándote la vida! —Lo miró con los ojos encendidos de rabia y Simon se
dio cuenta de que nunca la había visto tan enfadada.
Casi tan enfadada como él.
—Daphne, eres una inconsciente. ¿No te das cuenta de lo peligroso que ha sido
aparecer así? —Sin darse cuenta de lo que hacía, la cogió por los hombros y empezó a
temblar—. Uno de los dos podría haberte disparado.
—Oh, por favor —dijo ella, quitándole importancia—. Si ni siquiera habíais
llegado a vuestras posiciones.
Tenía razón, pero Simon estaba demasiado furioso para dársela.
—Y venir aquí a estas horas —gritó—. Deberías ser más prudente.
—Soy prudente —respondió ella—. Colin me ha acompañado.
— ¿Colin? —Simon empezó a buscar en todas las direcciones al pequeño de los
Bridgerton—. ¡Voy a matarlo!
— ¿Antes o después de que Anthony te atraviese el pecho con una bala?
—Antes, te juro que antes —dijo Simon—. ¿Dónde está? ¡Bridgerton!
Tres cabezas se giraron hacia él.
Simon empezó a caminar hacia ellos, con odio en los ojos.
—El idiota.
—Creo —dijo Anthony, levantando la barbilla hacia Colin—, que se refiere a ti.
Colin lo miró, desafiante.
— ¿Y qué se suponía que tenía que hacer? ¿Dejarla en casa ahogándose en
lágrimas?
— ¡Sí! —dijeron los tres hombres a la vez.
— ¡Simon! —gritó Daphne, corriendo detrás de él—. ¡Vuelve aquí!
Simon miró a Benedict.
—Llévatela de aquí.
Benedict parecía indeciso.
—Hazlo —le ordenó Anthony.
Benedict no se movió, sólo miraba de un lado a otro; a sus hermanos, a su
hermana y al hombre que la había deshonrado.
—Por el amor de Dios —dijo Anthony.
—Daphne se merece defenderse —dijo Benedict, y se cruzó de brazos.
— ¿Qué diablos os pasa a vosotros dos? —gritó Anthony, refiriéndose a sus dos
hermanos menores.
—Simon —dijo Daphne, casi ahogada después de la carrera por el campo—.
Tienes que escucharme.
Simon intentó ignorar los tirones que le daba en la manga.
—Daphne, déjalo. No puedes hacer nada.
Daphne miró suplicante a sus hermanos. Colin y Benedict estaban con ella, pero
no podían hacer nada para ayudarla. Sin embargo, Anthony todavía parecía un perro
enrabiado.
Al final, hizo lo único que se le ocurrió para retrasar el duelo. Le dio un puñetazo
a Simon.
En el ojo bueno.
Simon gritaba de dolor mientras retrocedía.
— ¿Por qué has hecho eso?
—Tírate al suelo, tonto —le dijo ella en voz baja. Si estaba en el suelo, Anthony
no sería capaz de dispararle.
— ¡No voy a tirarme al suelo! —Dijo Simon, tapándose el ojo—. Derribado por
una mujer. Intolerable.
—Hombres —gruñó ella—. Todos unos idiotas. —Se giró hacia sus hermanos,
que la miraban con idénticas caras de sorpresa—. ¿Qué estáis mirando? —dijo.
Colin empezó a aplaudir.
Anthony le dio un codazo en el costado.
— ¿Sería posible que pudiera hablar un momento con el duque? —dijo, casi
susurrando.
Colin y Benedict asintieron y se alejaron. Anthony no se movió.
Daphne lo miró.
—Te pegaré a ti también.
Y lo habría hecho, pero Benedict volvió y casi le desencajó el brazo a su hermano
del tirón que le dio.
Daphne miró a Simon, que se estaba tapando el ojo con una mano, como si así
pudiera hacer desaparecer el dolor.
—No puedo creerme que me golpearas —dijo él.
Daphne miró a sus hermanos para asegurarse de que no los oían.
—En ese momento, me ha parecido una buena idea.
—No sé qué esperabas conseguir —dijo él.
—Pensaba que sería bastante obvio.
Simon suspiró y, en ese instante, parecía cansado, triste y mucho mayor.
—Ya te he dicho que no puedo casarme contigo.
—Tienes que hacerlo.
Las palabras de Daphne sonaron tan desesperadas que Simon la miró, asustado.
— ¿Qué quieres decir? —dijo, haciendo gala de un gran control en momentos
desesperados.
—Quiero decir que nos han visto.
— ¿Quién?
—Macclesfield.
Simon se relajó visiblemente.
—No dirá nada.
— ¡Pero había más gente! —Se mordió el labio. No era una mentira. Podría haber
habido más. De hecho, posiblemente hubiera más gente.
— ¿Quién?
—No lo sé —admitió ella—. Pero me han llegado rumores. Y mañana lo sabrá
todo Londres.
Simon soltó tantas palabras malsonantes seguidas que Daphne retrocedió un paso.
—Si no te casas conmigo —dijo ella en voz baja—, estaré perdida.
—Eso no es cierto —dijo él, aunque sin demasiada convicción.
—Es cierto, y tú lo sabes. —Se obligó a mirarlo. Todo su futuro, ¡Y la vida de él!,
estaba en juego en ese momento. No podía fallar—. Nadie me querrá. Me enviarán a
algún rincón perdido del país...
—Sabes que tu madre nunca haría eso.
—Pero nunca me casaré. —Dio un paso adelante, obligándolo a sentirla cerca—.
Seré para siempre un objeto de segunda mano. Nunca tendré un marido, nunca tendré
hijos...
— ¡Basta! —Gritó Simon—. Por el amor de Dios, basta.
Anthony, Benedict y Colin empezaron a correr hacia ellos cuando escucharon el
grito, pero la mirada helada de Daphne los detuvo.
— ¿Por qué no puedes casarte conmigo? —le preguntó suavemente—. Sé que me
quieres. ¿Qué te pasa?
Simon escondió la cara entre las manos y empezó a apretarse la frente con los
dedos. Le dolía la cabeza. Y Daphne..., Dios, no dejaba de acercarse más y más. Daphne
levantó la mano y le acarició el hombro, la mejilla. Simon no lo resistiría. No iba a
resistirlo.
—Simon —le imploró—, sálvame.
Y allí estuvo perdido.