El nacimiento de Simon Arthur Henry Fitzranulph Basset, conde de
Clyvedon, fue recibido con grandes celebraciones. Las campanas repicaron
durante horas, hubo champán para todos para festejar la llegada del recién nacido y todo
el pueblo de Clyvedon dejó sus labores para unirse a la fiesta organizada por el padre
del joven conde.
E
—Éste no es un niño cualquiera —le dijo el panadero al herrero.
Y no lo era porque Simon Arthur Henry Fitzranulph Basset no sería conde de
Clyvedon para siempre. El título era pura cortesía. Simon Arthur Henry Fitzranulph
Basset, el niño con más nombres de los que cualquier niño pudiera necesitar, era el
heredero de uno de los ducados más antiguos y ricos de Inglaterra. Y su padre, el duque
de Hastings, había estado esperando este momento durante años.
Mientras se paseaba con su hijo en brazos frente a la habitación de su mujer, al
duque no le cabía el corazón en el pecho de lo orgulloso que estaba. Pasados los
cuarenta años, había visto como a todos sus amigos duques y condes engendrar
herederos. Algunos habían tenido que ver nacer varias hijas antes de la llegada del
esperado varón pero, al final, todos se habían asegurado la línea sucesoria, que su
sangre perduraría en las próximas generaciones de la alta sociedad británica.
Pero el duque de Hastings no. A pesar de que su mujer había conseguido concebir
cinco hijos, sólo dos de esos embarazos llegaron a los nueve meses y, en ambos casos,
los niños nacieron sin vida. Después del quinto embarazo, que acabó al quinto mes con
un aborto en el que la madre perdió mucha sangre, todos los médicos comunicaron a los
duques que no era aconsejable volver a intentar concebir. La vida de la duquesa corría
peligro. Estaba demasiado débil y quizá, según los médicos, era demasiado mayor. El
duque tendría que irse haciendo a la idea de que el ducado de Hastings dejaría de
pertenecer a la familia Basset.
La duquesa, en cambio, Dios la bendiga, conocía perfectamente cuál era su papel
y, después de un período de recuperación de seis meses, abrió la puerta que comunicaba
los dos dormitorios, y el duque volvió a la búsqueda de un hijo.
Cinco meses después, la duquesa comunicó al duque que estaba embarazada. La
euforia del primer momento quedó empañada por la firme decisión del duque de que
nada, absolutamente nada, truncara este embarazo. A partir del mismo momento en que
la duquesa tuvo la primera falta, se vio obligada a guardar cama. Un médico acudía a
visitarla cada día y, hacia la mitad del embarazo, el duque localizó al mejor doctor de
Londres y le ofreció un dineral para que abandonara su consulta y se trasladara a
Clyvedon temporalmente.
Esta vez, el duque no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Tendría ese hijo y el
ducado quedaría en la familia Basset.
La duquesa empezó a tener dolores al octavo mes y las enfermeras le colocaron
almohadas debajo de la cadera. El doctor Stubbs les explicó que la gravedad haría que
el niño se mantuviera dentro. Al duque le pareció un argumento lógico y, cuando el
doctor se marchaba por las noches, colocaba otra almohada, dejándola formando un
ángulo de veinte grados. Y así permaneció durante un mes.
Y, por fin, llegó la hora de la verdad. Todos rezaban por el duque, que tanto
deseaba un heredero, y pocos se acordaron de la duquesa que, a medida que le había
crecido la barriga, había ido perdiendo peso hasta quedarse en los huesos. Nadie quería
ser demasiado optimista porque, al fin y al cabo, la duquesa ya había dado a luz y
enterrado a dos niños. Además, aunque todo saliera bien, podía perfectamente ser una
niña.
Cuando los gritos de la duquesa fueron más fuertes y frecuentes, el duque,
haciendo caso omiso de las quejas del doctor, la comadrona y la doncella de la duquesa,
entró en la habitación de su mujer. Todo estaba lleno de sangre, pero estaba decidido a
estar presente cuando se conociera el sexo del bebé.
Salió la cabeza, luego los hombros. Todos se inclinaron para ver el fruto de los
dolores y empujones de la duquesa y, entonces...
Y entonces el duque supo que Dios existía y que estaba con los Basset. Dejó que
la comadrona lo limpiara y luego cogió al niño en brazos y salió para enseñárselo a todo
el mundo.
— ¡Es un niño! —gritó—. ¡Un niño perfecto!
Y mientras los criados lo celebraran, el duque miró al pequeño conde y le dijo:
—Eres perfecto. Eres un Basset. Y eres mío.
Quería llevarlo fuera para que todos vieran que había tenido un varón sano y
fuerte, pero estaban a principios de abril y hacia un poco de frío así que, al final, accedió
a que la comadrona se lo llevara con la madre. El duque montó a lomos de un caballo
castrado y salió a celebrarlo, gritando a todo el que quisiera escucharle la buena noticia.
Mientras, la duquesa, que desde el parto no había dejado de sangrar, quedó
inconsciente y, al final, falleció.
El duque lo sintió mucho por su mujer. Lo sintió con toda el alma. No la había
querido, por supuesto, ni ella a él, pero habían mantenido una bonita amistad desde la
infancia. Del matrimonio, el duque sólo esperaba un hijo y heredero y, en ese aspecto,
su mujer había demostrado ser todo un ejemplo de conducta. Dio órdenes de que cada
semana hubiera flores frescas en su tumba, todo el año, y trasladaron su retrato del salón
al vestíbulo, a un lugar prominente encima de la escalera.
Y luego el duque se dedicó a la tarea de criar a su hijo.
Obviamente, el primer año no pudo hacer casi nada. El bebé era demasiado
pequeño para los libros de administración de las tierras y responsabilidades, así que lo
dejó al cuidado de la niñera y se fue a Londres, donde continuó con la vida que llevaba
antes de ser padre, salvo que ahora obligaba a todo el mundo, incluido el rey, a mirar el
retrato en miniatura que le había hecho a su hijo poco después de nacer.
Visitaba Clyvedon de vez en cuando y, para el segundo aniversario de Simon,
regresó con la intención de encargarse personalmente de la educación del conde. Le
había comprado un pony, una pistola para cuando fuera mayor y acudiera a la caza del
zorro y había contratado a maestros para que le enseñaran todo lo que un hombre puede
saber.
— ¡Es demasiado joven para todo esto! —exclamó la niñera Hopkins.
—Bobadas —respondió el duque de un modo condescendiente—. Obviamente, no
espero que se especialice en ninguna de estas materias en los próximos años, pero nunca
es demasiado temprano para iniciar la educación de un duque.
—No es un duque —dijo la niñera.
—Lo será.
Hastings le dio la espalda y se agachó junto a su hijo, que estaba construyendo un
castillo asimétrico con unos bloques en el suelo. El duque hacía meses que no iba a
Clyvedon y quedó encantado con lo mucho que Simon había crecido. Era un niño sano
y fuerte, de cabello castaño y ojos azules.
— ¿Qué estás construyendo, hijo?
Simon sonrió y señaló.
Hastings miró a la niñera Hopkins.
— ¿No habla?
Ella agitó la cabeza.
—Todavía no, señor.
El duque frunció el ceño.
—Tiene dos años. ¿No debería hablar ya?
—Algunos niños les cuestas más que a otros, señor. Pero está claro que es un
chico brillante.
—Claro que lo es. Es un Basset.
La niñera asintió. Siempre lo hacía cuando el duque hablaba de la supuesta
superioridad de los Basset.
—A lo mejor —sugirió—, no tiene nada que decir.
El duque no pareció demasiado convencido, pero le dio a Simon un soldado de
juguete, le acarició la cabeza y se fue a montar la nueva yegua que le había comprado a
lord Worth.
Sin embargo, dos años después no tuvo tanta paciencia.
— ¿Por qué no habla? —gritó.
—No lo sé —respondió la niñera, retorciendo las manos.
— ¿Qué le ha hecho?
— ¡Yo no le he hecho nada!
—Si hubiera hecho bien su trabajo, mi hijo —dijo, señalando a Simon con un
enfurecido dedo—, hablaría.
El niño, que estaba practicando con las letras en su pequeño escritorio, no se
perdía detalle de la conversación.
—Por el amor de Dios, tiene cuatro años —gruñó el duque—. Se supone que ya
debería hablar.
—Sabe escribir —se apresuró a decir la niñera Hopkins—. He criado a cinco
niños, y ninguno aprendió a escribir tan rápido como el señorito Simon.
—Si no puede hablar, va a necesitar escribir mucho —dijo, y añadió, dirigiéndose
al niño, con los ojos encendidos—. ¡Di algo, maldita sea!
Simon se echó hacia atrás, con los labios temblorosos.
— ¡Señor! — Exclamó la niñera—. Lo está asustando.
Hastings dio media vuelta para mirarla a la cara.
—A lo mejor es lo que necesita. A lo mejor necesita una buena dosis de disciplina.
Una buena zurra quizá sirva para hacerle hablar.
Cogió el cepillo de plata que la niñera usaba para peinar a Simon y se dirigió
hacia su hijo.
—Yo te haré hablar, pequeño estúpido...
— ¡No!
La niñera Hopkins contuvo la respiración. El duque dejó caer el cepillo. Fue la
primera vez que escucharon la voz de Simon.
— ¿Qué has dicho? —susurró el duque, con los ojos llenos de lágrimas.
Simon cerró los puños y la mandíbula y empezó a moverse cuando dijo:
—No me p-p-p-p-p-p-p...
El duque palideció.
— ¿Qué está diciendo?
Simon volvió a intentarlo.
—N-n-n-n-n-n-n...
—Dios mío —susurró el duque, horrorizado—. Es tonto.
— ¡No es tonto! —dijo la niñera, abrazando al niño.
—N-n-n-n-n-n-n-no me p-p-p-p-p-p-p —Simon respiró hondo—, p-p-pegues.
Hastings se dejó caer en una silla, con la cabeza entre las manos.
— ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Qué podría haber hecho para...
— ¡Debería alegrarse por él! —Le recriminó la niñera—. Lleva cuatro años
esperando a que hable y, ahora, cuando lo hace...
— ¡Es idiota! — Gritó Hastings—. ¡Un maldito idiota!
Simon se echó a llorar.
—El condado de Hastings va a ir a manos de un tonto —dijo el duque—. Tantos
años esperando un heredero y todo para nada. Debería haberle dado el título a mi primo.
—Le dio la espalda a su hijo, que se estaba secando las lágrimas con las manos,
intentando ser fuerte ante su padre—. No puedo mirarlo. Ni siquiera soporto mirarlo.
Y, entonces, se fue.
La niñera abrazó al niño.
—No eres tonto —le susurró, furiosa—. Eres el niño más listo que conozco. Y si
alguien pude aprender a hablar correctamente, ése eres tú.
Simon se acurrucó en su regazo y sollozó.
—Ya verás —dijo la niñera—. Tendrá que tragarse sus palabras, aunque sea lo
último que haga en esta vida.
La niñera Hopkins se esforzó por cumplir su palabra. Mientras el duque de
Hastings se instaló en Londres e intentó hacer ver que no tenía ningún hijo, ella pasó
cada minuto del día con Simon, enseñándole letras y sonidos, elogiándolo cuando hacía
algo bien y dándole palabras de ánimo cuando fallaba.
Los progresos eran lentos pero, poco a poco, el discurso de Simon fue mejorando.
A los seis años, el «n-n-n-n-n-n-n-no» se había convertido en «n-n-no», y a los ocho ya
decía frases enteras sin titubear. Sin embargo, cuando estaba nervioso o enfadado seguía
teniendo problemas, y la niñera Hopkins tuvo que recordarle que tenía que estar
tranquilo si quería pronunciar las palabras enteras.
Pero Simon estaba decidido, era inteligente y, lo más importante, era muy
testarudo. Aprendió a respirar hondo antes de cada frase y a pensar lo que iba a decir
antes de abrir la boca. Memorizó la sensación que tenía en la boca cuando hablaba bien
e intentó analizar qué era lo que no funcionaba cuando tartamudeaba.
Y, al final, a los once años, miró a la niñera a los ojos, respiró hondo, y dijo:
—Creo que ha llegado la hora de ir a ver a mi padre.
La niñera lo miró muy seria. El duque no había venido a ver a su hijo en siete
años. Y tampoco había respondido ninguna de las cartas que Simon le había enviado. Y
fueron cerca de un centenar.
— ¿Estás seguro? —le preguntó.
Simon asintió.
—Está bien. Diré que preparen el carruaje. Saldremos hacia Londres mañana por
la mañana.
El viaje duró un día y medio y, cuando cruzaron la verja de Basset House era casi
de noche. Simon observó maravillado el ir y venir de carruajes en las calles de Londres
mientras subía la escalera de la entrada de la mano de la niñera Hopkins. Ninguno de los
dos había estado antes en Basset House así que, cuando llegaron a la puerta principal, al
la niñera sólo se le ocurrió llamar al picaporte.
La puerta se abrió enseguida y se vieron observados por un mayordomo más bien
imponente.
—Las entregas —dijo, cerrando la puerta—, se hacen por la puerta de atrás.
— ¡Espere un segundo! —Dijo, la niñera, colocando un pie en el umbral—. No
somos criados.
El mayordomo miró con desdeño su ropa.
—Bueno, yo sí, pero él no. —Cogió a Simon por el brazo y lo colocó delante de
ella—. Es el conde Clyvedon y será mejor que lo trate con un poco más de respeto.
El mayordomo se quedó con la boca abierta y parpadeó varias veces antes de
hablar.
—Según tengo entendido, el conde Clyvedon está muerto.
— ¿Qué? —exclamó la niñera.
— ¡Le aseguro que no estoy muerto! —dijo Simon, con toda la indignación que
puede mostrar un niño de once años.
El mayordomo lo miró y enseguida reconoció la mirada de los Basset. Los hizo
entrar.
— ¿Por qué creía que estaba m-muerto? —preguntó Simon, maldiciéndose por
tartamudear, aunque no le sorprendió porque era lo que le pasaba cuando se enfadaba.
—No me corresponde a mí contestar a esa pregunta —respondió el mayordomo.
—Por supuesto que sí —dijo la niñera—. No puede decirle algo así a un niño de
su edad y no explicárselo.
El mayordomo se quedó callado, y luego dijo:
—El duque no lo ha mencionado en años. Lo último que dijo fue que no tenía
ningún hijo. Parecía muy afecta, así que nadie le hizo más preguntas. Nosotros, bueno
los criados, supusimos que había muerto.
Simon apretó la mandíbula e intentó calmar la rabia que sentía en su interior.
—Si su hijo hubiera muerto, ¿no le habría llevado duelo? —Preguntó la niñera—.
¿No se le ocurrió pensar eso? ¿Cómo pudo pensar que el niño estaba muerto si su padre
no llevaba duelo?
El mayordomo se encogió de hombros.
—El duque suele vestirse de n***o. El duelo no habría alterado su manera de
vestir.
—Esto es una ofensa —dijo la niñera—. Le exijo que vaya a buscar al duque
inmediatamente.
Simon no dijo nada. Estaba haciendo un gran esfuerzo para intentar controlar sus
emociones. Tenía que hacerlo. Sólo podría hablar con su padre si se calmaba un poco.
El mayordomo asintió.
—Está arriba. Le comunicaré su llegada de inmediato.
La niñera empezó a caminar furiosa de un lado a otro, refunfuñando entre dientes
y refiriéndose al duque en todas las palabras ofensivas de su extraordinariamente amplio
vocabulario. Simon se quedó en el medio de la sala, con los brazos como palos a ambos
lados del cuerpo, respirando hondo.
«Puedes hacerlo —se decía—. Puedes hacerlo»
La niñera lo miró, vio que intentaba controlar sus emociones y, en voz baja, le
dijo:
—Respira hondo. Y piensa las palabras antes de hablar. Si puedes controlar...
—Veo que sigue mimándolo como siempre —dijo una voz desde la puerta.
La niñera se levantó y, lentamente, se giró. Intentó encontrar algo respetuoso que
decir. Pero, cuando miró al duque, vio a Simon en sus ojos y la invadió la rabia. Puede
que el duque se pareciera a su hijo, pero no era un padre para él.
—Usted, señor, es un ser despreciable —dijo, al final.
—Y usted, señora, está despedida.
La niñera retrocedió.
—Nadie le habla así al duque de Hastings —dijo—. ¡Nadie!
— ¿Ni siquiera el rey? —dijo Simon.
Hastings se dio la vuelta, sin apenas darse cuenta de que su hijo había
pronunciado perfectamente esas palabras.
—Tú —dijo el duque, en voz baja.
Simon asintió. Había conseguido decir bien una frase, pero era un corta y no
quería tentar su suerte. No mientras estuviera tan enfadado. Normalmente, podía hablar
durante días sin tartamudear, pero ahora...
La manera e que su padre lo miraba lo hizo sentirse un niño. Un niño idiota.
Y, de repente, se sintió la lengua muy pesada.
El duque sonrió con crueldad.
—Dime, chico, ¿qué tienes que decir? ¿Eh? ¿Qué quieres decir?
—No pasa nada, Simon —le susurró la niñera, lanzándole una mirada envenenada
al duque—. No dejes que te afecte. Puedes hacerlo, cariño.
Y, sin saber cómo, esas palabras de ánimo consiguieron el efecto contrario. Simon
había venido a Londres para enfrentarse a su padre y la niñera lo estaba tratando como
si fuera un bebé.
— ¿Qué pasa? —Preguntó el duque— ¿Te ha comido la lengua el gato?
Los músculos de Simon se tensaron hasta tal punto que empezó a temblar.
Padre e hijo se miraron durante un rato, aunque pareció una eternidad, hasta que el
duque empezó a maldecir a su hijo y se fue hacia la puerta.
—Eres mi mayor fracaso —le dijo a su hijo—. No sé que habré hecho para
merecer este castigo, pero que Dios me asista si algún día te vuelvo a mirar a los ojos.
— ¡Señor! —exclamó la niñera, indignada. Aquella no eran formas de hablarle a
un niño.
—Sáquelo de mi vista —gritó—. Puede quedarse con el trabajo siempre que lo
mantenga alejado de mí.
— ¡Espera!
Lentamente, al oír la voz de Simon, se dio la vuelta.
— ¿Has dicho algo? —preguntó, arrastrando las palabras.
Simon tomó aire por la nariz tres veces, los labios apretados por la rabia. Se
obligó a relajar la mandíbula y se rascó la lengua con la parte superior del paladar,
intentando recordar la sensación de hablar bien. Al final, justo cuando el duque estaba a
punto de volverlo a rechazar, abrió la boca y dijo:
—Soy tu hijo.
Escuchó como la niñera Hopkins soltaba un resoplido de alivio y en los ojos de su
padre vio algo que no había visto nunca. Orgullo. No demasiado pero, en el fondo,
brillaba una chispa de orgullo; eso le dio a Simon un poco de esperanza.
—Soy tu hijo —repitió, un poco más alto—. Y no q...
De repente, se le cerró la garganta. Y le entró el pánico.
«Puedes hacerlo. Puedes hacerlo»
Pero notaba un nudo en la garganta, la lengua le pesaba y se le empezaron a cerrar
los ojos.
—Y no q-q-q...
—Vete a casa —dijo el duque, en voz baja—. Aquí no hay sitio para ti.
Simon sintió el rechazo de su padre hasta la médula, sintió una punzada de dolor
que le invadía el corazón. Y, mientras el odio nacía en su interior y se reflejaba en sus
ojos, hizo una reverencia.
Si no podía ser el hijo que su padre quería, juraba por Dios que sería todo lo
contrario...