Pasaron dos días en los que no supe de Gabriel, no nos enviábamos mensajes y yo creía que aquel episodio había acabado. Mi vida seguía en aquella monotonía de siempre que me agobiaba en gran manera, aunque ahora tomaba otro camino para no tener que pasar por el puente y recordar lo que estuve a punto de hacer y también, por dentro, me daba miedo volver a intentarlo.
—Te vas a volver loca de tanto leer libros —dijo mi padre mientras sostenía una taza de café en una mano, cruzaba las piernas y rodaba la mirada a mi madre, que estaba en la cocina picando unas verduras—. ¿No le vas a decir algo? Mírala, leyendo mientras come, ¿crees que eso es bueno?
Mi madre rodó la mirada hasta mí y puso las manos en la cintura.
—Lily, deja de leer mientras desayunas —reconvino.
Cerré el libro de Eduardo Sacheri y terminé de comer mi taza de avena cocida mientras partía trocitos de pan integral y los echaba en la avena. Siempre me ha gustado este desayuno, siento que me trae muchos recuerdos de mi niñez, recuerdos felices, no esos tormentosos que antes de dormir me atormentaban.
Anteriormente, tenía buena relación con mi padre, leíamos libros juntos y las cosas que a veces no comprendía él me las explicaba, tenemos la misma pasión por los libros y los viernes por las tardes eran sagradas para nosotros porque la pasábamos leyendo mientras él preparaba aromáticas de hierbabuena que me daba en el pocillo rojo; siempre en ese pocillo porque es mi favorito.
Un día llegó con un libro llamado “El dios que adoran los hombres”, con una portada que se notaba a metros que tenía que ver con conspiraciones y esas cosas. Debo aceptar que me llamó mucho la atención y comencé a leerlo, pero me di cuenta que era demasiado retorcido, que el que lo escribió estaba más loco que la gente que lo compraba y decidí dejar la lectura hasta allí. Sin embargo, mi padre lo leyó completo, después lo vi buscando cosas que decía el libro y las anotaba, más tarde lo vi leyendo la Biblia mientras tenía al lado el libro. Finalmente, se le sentó mi madre, y ahí comenzó mi pesadilla.
Debemos tener mucho cuidado con lo que leemos y las creencias que decidimos aceptar, porque podríamos crear nuestra propia desgracia.
Me levanté de mi puesto, tomé la taza y me acerqué a la cocina para lavarlo y dejarlo escurriendo con la demás loza en el escurridor blanco.
—En la noche debemos ir a hacer la compra —dijo mi madre.
—Llego a las seis —avisé.
Mi madre no respondió y después de secarme las manos con un pañuelo, tomé mi bolso del comedor y me despedí mientras abría la puerta que daba a la calle.
Cuando iba en el autobús me gustaba escuchar música con los auriculares y ver las calles: las personas que se suben y lo apretados que quedan en el pasillo del bus público; las otras personas que también suben a ofrecer golosinas o a cantar con una amplia sonrisa.
Después comenzaba a reconocer los negocios que quedan cerca de la universidad y me levantaba pidiendo permiso a los demás pasajeros, al mismo tiempo que lo hacían otros estudiantes y toda una multitud nos bajábamos, dejando casi medio autobús vacío para que las personas que iban a trabajar pudieran sentarse por fin y descansar sus piernas.
Debía quitarme los auriculares y esquivar a la muchedumbre de estudiantes que llegaban a cursar temprano en la mañana, hasta que entraba al campus de la universidad y me dirigía a mi primera clase. Al ya estar sentada y notar por la hora en la pantalla de mi celular que faltaba algunos minutos para que comenzara la clase, decidí revisar mi w******p.
Mis ojos se abrieron de par en par cuando noté que Gabriel me había enviado una nota de voz. Volví a ponerme los auriculares para poder escuchar.
—Che, Lily, si no te hablo yo, no me hablas nunca, eh… —al final se escucha una pequeña carcajada y mi corazón rebotó.
Volví a escuchar la nota de voz tres veces más y tragué en seco, mis mejillas estaban acaloradas y algo dentro de mí se retorció de la emoción. Su voz me había cautivado, además, esa forma de arrastrar las palabras le quedaba muy bien. Nunca en mi vida había hablado con un argentino y me sentí extraña, no sabía qué decirle.
Hola, Gabriel, ¿cómo estás? Le escribí y envié.
En aquel instante noté que estaba en línea y acababa de leer mi mensaje. Estuve a punto de soltar un grito y salí de su chat.
Después de los saludos formales, comenzamos a hablar de cómo habíamos estado, los estudios y qué estábamos haciendo. Noté que Gabriel era bastante alegre y muy perfeccionista en las cosas que hacía.
Debí dejar la conversación a medias porque la profesora entró al salón y nos saludó, después comenzamos a dar la clase de lingüística y debí concentrarme completamente en ella.
Al finalizarse la clase tuve media hora para que comenzara la otra y volví a entrar en w******p cuando ya estaba sentada en una banca cerca del edificio donde debía entrar después.
Pues yo no tengo muchos amigos. Le escribí al retomar la conversación que dejamos a medias.
¿Por qué? Me preguntó.
Aparté mi mirada de la pantalla del celular y por mi mente pasaron los recuerdos de mi graduación, el ahogo en mi pecho y las ganas de llorar que quemaron mi garganta.
Cosas. Respondí cortante.
A veces las cosas nos marcan crudamente y no somos capaces de hablarlas, —escribió— espero que algún día seas capaz de desahogarte y contar eso que tanto te atormenta por dentro.
Sentí un puñal en mi pecho y unas enormes ganas de llorar. ¿Quién era ese tipo para decirme aquellas palabras?
¿Te crees tan sabio como para decirme eso? Escribí enojada.
No, simplemente soy una persona que ha pasado ese proceso, por eso te digo que sé cómo te sentís.
En aquel instante recordé que, cuando estudiaba el bachillerato tenía un compañero solitario que muy poco asistía a clases, se notaba que se sentía incómodo cuando debía estar sentado en medio del salón, no tenía amigos y mucho menos alguien con quien hablar.
Yo había pasado por algo parecido años atrás, tuve que repetir décimo grado por lo mismo, ya que las notas anteriores no me alcanzaban para pasar de curso. Así que, cada vez que llegaba a clases aquel joven —algo que no era muy concurrente— yo me acercaba a él para hablar. Era una chica que fingía ser bastante extrovertida y parlanchina, por esa razón se me hacía fácil entablar conversación con él para que no se sintiera incómodo. Hasta que llegó fin de año y él reprobó el año escolar y no lo volví a ver más; aunque espero haberle ayudado de alguna manera u otra.
Imaginé que Gabriel quería hacer lo mismo conmigo, porque se sentía tan identificado que creía saber cuál era la salida a esos problemas emocionales que yo estaba sufriendo. Quería que así fuera, que me ayudara de alguna manera a salir de ese hueco en el que me encontraba, pero mi contraparte me decía que era un extraño, que ni siquiera conocía su rostro como para poder confiar en él.
¿Eres bueno dando consejos?
Intentaré hacer todo lo posible por serlo.
Bueno. Te contaré el por qué estuve a punto de saltar del puente.
¿Ibas a saltar de un puente? (Emoticón sorprendido).
Sí, pero tú me detuviste con tu llamada.
O más bien te salvé con una llamada.
Yo no lo veo así.
Lily, ibas a suicidarte.
Pero tengo mis razones para querer hacerlo.