La primera vez que lloré por alguien, lo agarré de la camisa y le supliqué que me perdonara, que, por favor, no se alejara de mí. No me importó que hubiera personas viéndonos, tampoco el que la gente creyera que era de esas novias desesperadas. Muchos me dijeron “ya, cálmate, Rousse, deja que se vaya”, pero nadie entendía el contexto de lo que estaba pasando. Que él se iba a marchar y no podría volver a recuperarlo: si yo no le rogaba, no le suplicaba, no dejaba caer toda esa capa de orgullo, lo iba a perder para siempre, y de paso mi corazón. Lo agarré con tanta fuerza por la cintura que Alejandro no pudo moverse, se le hacía imposible caminar. —Perdóname, por favor, perdóname —sollozaba. Pero para que entiendan cómo es que una persona tan orgullosa, tímida y miedosa como yo no le