NADIE PUEDE AMARLA

2725 Words
 Sarah lo miró consternada, molesta, verdaderamente molesta. —¿Me está diciendo loca? —No —contestó el hombre con tranquilidad, mientras le hacía una seña al guardia de la puerta de Urgencias para que acercara una silla de ruedas. —¿Entonces? Él la miró con una expresión extraña. —Entonces creo que tienes tu autoestima demasiada baja para seguir enamorada de ese tipo después de todo lo que te ha hecho. La silla de ruedas llegó y Álvaro, después de ayudarla a sentarse, la guió hacia adentro. —Usted no entiende —dijo ella al entrar al edificio, no había mucha gente, en esa clínica eran bastante expeditos en su atención, por eso Álvaro escogió ese lugar para llevar a Sarah. —Tienes razón, no entiendo. No entiendo cómo es posible que las mujeres acepten ese tipo de trato y lo defiendan en nombre del amor.  Sarah bajó la cabeza sin contestar. Él no entendía. Desde que eran una niña se enamoró de Sebastián, fue su primer y único amor, vivieron un amor sincero, él siempre preocupado de ella, siendo amable… Después del accidente todo cambió. Él no volvió a ser el mismo. Parecía odiarla. En cambio ella seguía enamorada y sufría con cada nueva conquista de él, que no eran pocas. Era un mujeriego de primera. Y ahora que le confesó su amor asegurándole que no la había olvidado, estaba el tema de su padre. Estaba enojado, cualquiera lo estaría en su caso. Su padre fue asesinado, eso descompone a cualquiera. Eso era lo que Álvaro Cantero no entendía. Y ella no le explicaría nada. No por el momento. —Dame tu cédula y tu previsión —le pidió él. Ella sacó de la cartera sus documentos y una tarjeta de crédito. —3642 —dijo ella, extendiéndole los papeles.  —Y esto? —preguntó extrañado. —Esto cuesta dinero y hay que pagar, ¿no?  —Sarah estaba muy molesta y no aceptaría más de lo necesario de parte de él. —Tú sabes que no debes dar tu clave secreta a nadie ¿verdad? —Me está ofreciendo sus servicios gratis, me trajo hasta acá en su auto y seguramente no se va a ir hasta estar seguro que no me voy a morir, supongo que no lo ha hecho para robarme ¿o sí? —Por supuesto que no —contestó él mirándola con un dejo de comprensión. —Entonces no tengo nada que temer —contestó ella encogiéndose de hombros. Él se agachó frente a ella. —Yo te atropellé, yo corro con los gastos —su voz fue suave y cálida. —No, la culpa fue mía —replicó ella. —Si es por culpas… —No meta a Sebastián en esto —cortó ella volviendo a enojarse. —Eso es lo que te molesta, ¿verdad? —Es que usted no entiende, él está pasando por un mal momento y… —Se desquita contigo. —¡No es así! Yo lo hice enojar. Álvaro sonrió frustrado y cerró los ojos, tomó aire para calmarse y la volvió a mirar. —No fue tu culpa, Sarah. —Claro que sí lo fue, si yo no hubiera… —Los “si yo” no son verdad —le acarició el rostro—, ninguna mujer se merece que la golpeen. Ninguna. Por ninguna razón. No debes dejar que lo haga nunca más. —No lo hará, estoy segura de eso. Sé que en cuanto lo hizo, se arrepintió. —Claro. Se levantó y fue a llenar el formulario de atención. ¡Cuántas veces oyó en su oficina las mismas excusas, las mismas palabras! ¡Cuántas veces su propia hermana las pronunció! Y ahora esa chica de ojos marrones, piel canela y cabello suave y sedoso, con el dolor a flor de piel, las volvía a repetir, defendiendo a un tipo como Sebastián que no merecía ser defendido por nadie. ¿Qué es lo que hasta ahora la ataba a ese hombre? Álvaro intentaba imaginarse qué, pero no se le ocurría nada y se le ocurría todo. ¿Sería Sebastián su primer hombre? ¿El único? Eso era una de los factores comunes entre las mujeres agredidas, que entregaban su cuerpo a un hombre que no valía la pena y luego no podían olvidar. Y Sarah tal vez no era la excepción, aunque no lo parecía. No parecía tener más relación con él que el amor platónico que ella profesaba, esa devoción enfermiza, esa atracción fatal. Después del trámite de rigor volvió con Sarah. —¿Se te pasó el enojo? —le preguntó sentándose en una silla a su lado. —Un poco. —¿Qué te molestó tanto? —No me gusta que hablen de lo  que no saben. —Vi cómo te trató. —Ya le dije que él estaba enojado y yo lo hice enojar más. Me dio una bofetada. ¿Qué hay de malo en eso? Luego me fui y pasó lo que pasó —mostró su pierna—. Cuando él me llamó para advertirme, no hice caso. Lo lógico es que se enojara conmigo. —Está bien. No quiero discutir contigo. Ya te van a atender. Sarah lo miró, el abogado era un hombre de unos 35 años, alto, más alto que Sebastián y de hombros anchos, piel morena y ojos y cabello negros. Parecía un poco cansado, molesto tal vez. —Si quiere puede irse —murmuró ella. —¿Me estás echando?  —la miró incómodamente sorprendido. —No, pero está cansado y estar aquí por mi culpa… —No estoy aquí por tu culpa, Sarah, estoy aquí porque quiero estar. —Ya, pero está cansado. —No por estar aquí. —Sarah Larraín —llamó una voz por el parlante. —Te toca —dijo él, llevando la silla de ruedas hasta la entrada al box correspondiente. —¿Usted entrará con ella? —preguntó la enfermera. —No —contestaron al unísono. —No —insistió él—, te espero afuera, ¿quieres que llame a alguien? Ella negó con la cabeza sin mirarlo. Una vez fuera Álvaro pensaba e intentaba imaginar qué era lo que a ella la hacía tan vulnerable frente a Sebastián. Todo el mundo sabía cómo era él. Y no era de los trigos muy buenos. Vivía de mujer en mujer, en fiestas y excesos. Es cierto que como abogado era muy bueno en su rubro, pero su vida personal era un asco y no entendía cómo Sarah seguía enamorada de él después de tantos años. En los años que llevaba defendiendo casos de violencia intrafamiliar y de género, acoso laboral, femicidios, aprendió que un problema común en estas mujeres es la baja autoestima. Lo que no entendía él, es qué hacía a Sarah tener tan baja autoestima. Era una mujer preciosa, estupenda, inteligente. ¿Cuánto daño le hizo Sebastián para quererse tan poco? ¿De qué la convenció que ahora ella se sentía sin derecho a ser amada o protegida? ¿Por qué no puede, simplemente, dejar al hombre que le hace tanto daño? Pensó en su ex esposa, Viviana, con el mismo problema de baja autoestima, algo muy difícil de superar. —Familiares de Sarah Larraín —la voz del parlante lo sobresaltó. Álvaro entró al box donde estaba Sarah con una bota de yeso. Álvaro saludó al doctor, era un amigo de su mamá, que era siquiatra y trabajaba en esa clínica, por lo que conocía a varios doctores del lugar. —Tiene una fractura en su tobillo —le explicó el doctor a Álvaro— no es grave, pero deberá permanecer con yeso, por lo menos un mes, por el problema que tiene ella a sus piernas, tendrá que tener reposo, no podrá caminar. En tres días debe venir a ver cómo evoluciona, de acuerdo a eso, le pondremos o no el “taco”. No pusimos escayola para que sane más rápido.  En 25 días debe hacerse otra radiografía —le extendió la orden—, y venir con ella  a control, de eso depende si le quitamos el yeso o no. El doctor sonrió a ambos. Álvaro bajó a Sarah de la camilla y la ayudó a sentarse en la silla de ruedas. —Gracias, doctor Santillana. —Adiós muchacho, cuídese mucho señorita Larraín. Álvaro se llevó a Sarah en la silla de ruedas hasta el auto y una vez dentro la miró. —¿Quieres que llame a alguien? —No —contestó sin ganas. —¿Dónde vives? Sarah le dio las indicaciones. Él condujo suavemente y en silencio. Ella no quiso que la llevara en sus brazos hasta su departamento y la llevó en andas, era mucho más difícil, mucho más complicado, más lento, pero ella no quería que Álvaro la ayudara. —¿Vives sola? —preguntó extrañado, el departamento se veía triste y solitario. —Si. —¿Y tus padres? —No… ellos… murieron —la pena se instaló en su voz y ojos.  —Lo siento. ¿Familia? ¿Amigos? —No. Él movió incómodo la cabeza, negando o decidiendo qué hacer. —No te puedes quedar sola, no puedes caminar y… —Me las arreglaré, no se preocupe —lo interrumpió sin mirarlo. —Sarah, mírame —le pidió ayudándola a sentarse en el sofá—, quiero ayudarte, déjame hacerlo. —Usted ya ha hecho más que suficiente. —Suficiente o no, ahora no estás en condiciones de estar sola y no puedo dejarte aquí. —Siempre he estado sola —dijo ella dejando caer un par de lágrimas. Álvaro se sentó a su lado y la abrazó protectoramente. —Pero ahora no lo estás. Déjame ayudarte. —No puede. Nadie puede —se separó de él molesta. —Te llevaré conmigo a mi casa, tengo una persona que me ayuda, así no estarás sola aquí. —No, ya le dije, ya ha hecho más que suficiente.  —Por favor —suplicó él. —Y su esposa, ¿no se enojará? —No tengo, estuve casado pero ya no. —¿Y qué pasó? —preguntó ella con sorna— ¿La golpeaba y se fue? Él frunció el ceño y sus ojos se ensombrecieron. —Murió cuando iba a dar a luz a nuestro hijo. Sarah contuvo la respiración, no se esperaba eso. —Lo siento —dijo avergonzada. —No puedo dejarte aquí sola —él no quería hablar de ese tema, no en ese momento, aunque nunca quitara de su mente a su esposa ni los motivos por los que ya no estaba con él. —Sebastián se enojará más conmigo si me voy con usted, creerá que somos amantes. Álvaro se paró del sofá molesto, necesitaba calmarse. Se paró frente al gran ventanal, daba a un parque del mismo edificio, donde había algunos niños jugando. Se volvió a mirar a la joven que miraba la nada. El departamento no era muy grande, pero sí muy cómodo, Sarah estaba sentada en el sofá en forma de L color marfil que llenaba casi toda la sala. De pronto, se volvió a mirarlo. —Sarah —tomó aire—, Sarah, por favor, ese hombre no te quiere, no sigas… El celular de Sarah sonó en ese momento. Ella lo miró y sus ojos brillaron por un momento. —Sarah ¿cómo estás?  —La inconfundible voz autoritaria de Sebastián hizo sonreír a la joven. —Bien. —¿Segura? —Bueno, tengo una bota de yeso. —¿¡Qué?! Oh, por Dios, Sarah, mi amor, perdóname, iré a verte enseguida, bebé, no te preocupes. —No hace falta, Sebastián —contestó incómoda. —Quiero verte y sé que tú también a mí, perdóname. —Sebastián… —¿No quieres? —La decepción se reflejó en su voz. —Sí, claro que sí, sí. —Te amo —dijo Sebastián antes de cortar. Sarah miró a Álvaro sintiéndose culpable, pero él no entendía el sentimiento tan fuerte que los ataba a ambos desde muy jóvenes. —Viene para acá, viene a verme —le dijo ella con un tono de culpa y molestia a la vez. —¿Él se hará cargo de ti? —Sí, está muy arrepentido, se lo dije, ¿no? El quiere arreglar las cosas. —Entonces salgo sobrando. —Gracias por todo. —No dejes que te vuelva a golpear. —No lo hará, está realmente arrepentido. —Eso dicen todos —sonrió decepcionado. —Él es diferente, no es como todos. “Es peor”, pensó Álvaro para sus adentros, pero era algo para lo cual no estaba preparado para confesar. —Llámame —le extendió su tarjeta—, necesitarás un abogado. —Gracias —contestó ella recibiéndola y guardándola en su bolsillo. Álvaro salió a toda prisa y cuando llegó a su auto se apoyó con ambas manos en el techo. No entendía cómo ella le seguía creyendo y lo seguía aceptando. En sus 11 años como abogado y en los años de estudio, defendió y trató con muchas mujeres abusadas y golpeadas, aunque nunca le ocurrió con ninguna lo que le pasaba con Sarah. Su deseo de protegerla era demasiado intenso, demasiado fuerte. Esa chica de ojos furiosos, de mirada hiriente, siempre a la defensiva; su soledad, su cólera y su ira contenida, eran sólo la cáscara de lo que realmente ella era en su interior. Él sabía que dentro había una mujer inocente, temerosa, deseosa de amor y comprensión, que buscaba protección y calor. Todo lo opuesto a lo que demostraba y quería ser él quien botara todas esas paredes que la hacían desdichada. Pero  claro, ella sólo tenía ojos para Sebastián. En cierto modo lo entendía, Sebastián era casi tan joven como Sarah, apuesto según el criterio femenino, si no, no estaría rodeado siempre de bellas mujeres (aunque eso lo lograba también el dinero), en cambio él… debía tener al menos 10 años de diferencia con ella. Además que conociendo a las mujeres lo que las conocía, sabía que el hombre que peor las trata lleva las de ganar, porque el que las trata bien y las cuida, ese, ese sólo sirve de “amigo”, como le ocurrió con Viviana. Tal vez eso le llamaba la atención de Sarah, las similitudes entre ella y su ex esposa eran muchas. Además, estaba de por medio Sebastián, él le arrebataría de los brazos a Sarah… Antes de subir a su auto, Álvaro vio venir a Sebastián. Esperó que se bajara y se acercó. —La vuelves a tocar y tendrás que vértelas conmigo —lo amenazó. —Miren quién lo dice: el mismo que la atropelló. —Sebastián, no vuelvas a golpearla. —¿Qué? ¿También se acostó contigo que la defiendes tanto? —No seas ridículo. —Déjala en paz, está conmigo y tú no tienes nada que hacer aquí, ¿cuándo te convencerás que no tienes chance? Ella está enamorada de mí, jamás se fijará en ti, sólo serás su paño de lágrimas —Sebastián sonrió con suficiencia. —¿Hasta cuándo estarás con ella? —Álvaro sabía que lo que él decía era cierto. —Siempre. —Y la golpearás. —Sólo si ella me da motivos. —Eres un imbécil. —Vete de aquí, Álvaro, si no quieres que piense que hubo algo entre los dos y ella deba pagar las consecuencias —amenazó. —No te atrevas. —No me provoques. —La tocas y te pudro en la cárcel. —Inténtalo. Álvaro estaba frustrado, si tan sólo Sarah se diera cuenta de la clase de hombre que era Sebastián, si pudiera verlo… —Ella me ama a mí y siempre seguirá siendo así, porque ningún otro hombre querrá amarla y ella lo sabe perfectamente. Tú no la conoces, no sabes quién o qué es y no querrás saberlo tampoco. —¿A qué te refieres? ¿De eso la tienes convencida? ¿De que nadie la va a amar? —Yo no la tengo convencida de eso. Ella se convence sola cada mañana al mirarse al espejo. Sin decir nada más, Sebastián caminó a toda prisa al ascensor, dejando a Álvaro totalmente confundido. 
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