UNO

3116 Words
—¡Regresa aquí, Andrea Abigaíl Úrsula Káiser! —mi madre gritaba histérica mientras yo salía dando un portazo a la puerta principal de su casa. Mi madre, siempre ha usado mi nombre completo para infundir temor en mí, pero eso no pasaría esta vez. No ahora que estoy bastante mayor como para tenerle miedo. He odiado mi nombre desde que tengo memoria, mi madre tiene pésimo gusto para ello. Mis hermanos corrieron con mejor suerte, el segundo de los Káiser se llama Genaro gracias al favor de mi padre, y el pequeño se llama Alberto y fue mi abuela paterna, Hannah, la encarga de nombrarle gracias a una apuesta que hizo con mi madre en la que ella decía que tendría un niño y mi madre juraba que tendría otra niña. Obviamente, soy la mayor de los tres primogénitos del matrimonio Káiser Bernard y debo aclarar que no, no somos una familia acaudalada, ni rica, ni de la alta alcurnia, eso quisiera mi madre ¡Ja! Sin embargo, mi padre trabaja en una de las grandes empresas de banca y cooperativas de crédito en Liechtenstein; más no por eso nuestra familia tiene dinero para lujos. No, somos más de la clase media con un pie sobre el peldaño de la clase media-alta, es decir, nuestra vida ha sido cómoda. Liechtenstein es un pequeño país que tiene hermosos paisajes, pero no mucho que hacer en ella, al menos no para mí. Viví en Vaduz, la capital del país, hasta cumplir los 17 años; fue cuando me mudé a Mauren, una pequeña ciudad donde viven mis abuelos paternos, no es muy comercial, pero es casi el centro del deporte. Está muy lejos de mis padres y es lo que me importa. Al menos por un tiempo estaré más tranquila. Por un lado, quiero a mis padres, pero mi madre, Verónica Bernard, es un tema del que no acostumbro hablar mucho. Siempre tan estricta con sus “normas” absurdas como si yo fuese una maldita heredera al trono. Para ella siempre debía vestir lo que ella decía, calzar lo que ella decía, peinarme solo de la forma que ella decía, caminar, hablar, gesticular, comer, expresar mis sentimientos y hasta dormir de la manera que ella lo interpusiera. Simplemente, me harté de su cadenita en mi cuello y ya no dejaré que controle mi vida. Creo que 17 años, obligatorios, bajo su techo fueron suficiente. Mi padre, Roger Káiser, es otro caso, siempre apoyando la manera en la que ella me trataba, decía que mi madre era la “única” que podía educarme por ser mujer. Creo que podrás imaginar cuáles son mis sentimientos a él, he ahí la razón por la cual no dije que amo a mis padres, sino que los quiero. Siendo franca, ahora creo que no los quiero sino que les agradezco haberme traído a este maravilloso mundo, y aún más, a este donde ellos no están. Mis abuelos maternos, Olga y Luis Bernard, tampoco son santos de mi devoción, nunca estuvieron de mi lado y me extrañó mucho que ellos apoyaran a mis abuelos paternos para enviarme a Austria. Sobrevivientes de la segunda guerra mundial y con un corazón tan frío y duro como las rocas en la Antártida, pero no los culpo, vivieron cosas muy difíciles. En su contraparte están Hanna y Jorge Káiser, los padres de mi padre, quienes me han amado como se supone deben hacerlos mis padres, me han brindado apoyo emocional y no me interesa el poco dinero que tienen, los amo como si fuesen mis padres biológicos. No puedo quejarme de mi infancia, me divertí mucho, visité algunos países, como Alemania, Suiza y Austria. Mis abuelos paternos se encargaron de brindarme las mejores comodidades por ser su primera, y única, nieta. Los demás son una jauría de testosterona a flor de piel, insoportables todos; no los odio, solo que no me llevo bien con mis hermanos, ni con mis primos. En mi adolescencia, estudié en una escuela privada, me encantaba la escuela, tenía muchas amistades y mi círculo social crecía cada año. Recuerdo que al cumplir los 15 años mi abuelo Jorge pagó un transporte escolar privado, sólo porque no quería que los chicos me miraran en la calle camino a la escuela. Era un hombre joven, 26 años, no era mi chofer exclusivo, pues también era el chofer de 4 niños, hermanos, tres niños y una niña, los dos mayores eran gemelos, tenían 10 años, el menor tenía 8 y la pequeña tenía 7 años. El chofer se llamaba Hans Tilkowski, en honor a un futbolista alemán y cuyo apellido coincidía con el padre de Hans. Un hombre joven, apuesto, sin barba, cabello corto y siempre bien vestido, nunca le vi una arruga a sus camisas. Él era muy educado, inteligente, un poco silencioso y muy diestro en el dibujo. —Arregla tu coleta, Káiser —repetía cada mañana apenas subía a su auto, nunca me llamó por mi nombre. —Buen día, Hans —le respondía y siempre con una sonrisa. —Deja de sonreírme —me regañaba con un tono serio— no soy tu amigo. —¡Gruñón! Así, comenzaba mi viaje a la escuela, casi 24 millas. Eso, sin contar a los tres hermanitos latosos en el asiento trasero, cuyo desastre hacía que Hans tomara una regla de madera y lanzara golpes sin quitar la vista del camino, me reía cada vez que hacía eso, porque era la única forma de controlar a esos mocosos. Al llegar a la escuela, no podría decir que tenía un grupo selecto de amigas fraternales. No, literalmente, saludaba a casi la mitad de la escuela, nunca estaba sola, siempre había alguien a mi lado. Mis profesores no podían quejarse de mí y mi profesora de actuación nunca me dejó fuera de alguna obra teatral, aunque yo suplicara para no participar, ella siempre lograba que lo hiciera… odiaba estar en el escenario, pero ni modo, eso ayudaba en mis calificaciones. Cada año, mis clases extracurriculares eran de arte en su mayoría, me gustaba mucho dibujar, de hecho, es lo que hago en mis ratos libres, pero ese es otro camino. Mis recuerdos de la escuela han ido mermando con los años, ya casi no recuerdo las cosas que hice en ese lugar, salvo lo que aprendí y las amistades que aún conservo. Por otro lado, tengo muchos recuerdos con Hans, él era mi válvula de escape antes y después de la escuela. Con él las cosas eran diferentes, más serias, a veces sombrías y, sobre todo, me enseñó muchas cosas de las que sé ahora sobre arte y dibujo. No, no tuvimos sexo, tenía sólo 14 años ¿recuerdas? Tengo mis propios principios y valores y Hans es un caballero, pero sí tuvimos momentos de significante aprendizaje. En ese tiempo me enseñó muchas cosas más, como defensa personal. Cambiando el tema. No es fácil lidiar con una adicción; una, que he arrastrado desde los 16 años. Él fue, y ha sido, paciente, comprensivo y sobre todo mi mejor amigo durante mis crisis. Mi karma comenzó el día de mi cumpleaños 16, por accidente, se activó mi lado s****l y me ha obligado a fingir un yo que no soy. Ese día me estaba preparando para mi fiesta de cumpleaños, entré a la ducha para limpiar bien mi cuerpo, por lo que opté primero por usar una manguera con una pequeña ducha, me senté en un diminuto banco y comencé a lavar mi piel, comenzando desde mi cara. Poco a poco fui descendiendo hasta que llegó el turno de mi vulva, allí y por un tropiezo, accioné la presión del agua y ésta golpeó directamente mi clítoris. El choque fue brutal y me hizo caer del banco en el que estaba sentada, pero el placer lo fue aún más. Me senté, reduje un poco la presión, abrí las piernas y apunté de nuevo al lugar. Al instante, reaccioné y lo aparté, sentía un cosquilleo por todo mi cuerpo. Volví a golpear mi clítoris con el agua y ésta vez no aparté el chorro del punto, me retorcí durante no sé cuánto tiempo, creo que fue lo suficiente como para que mi padre tocara la puerta de mi habitación preguntando si me encontraba bien. Lave mis partes íntimas y salí de la ducha con prisa y le respondí con un sí tan firme como pude fingirlo. Mis piernas apenas podían sostenerme, el cosquilleo en mi cuerpo continuaba y mi cabeza estaba confundida. Regresé a la ducha, pero esta vez me bañé como debí hacerlo antes. Salí, sequé mi cuerpo y mi cabello, me vestí, peiné y apliqué una ligera capa de maquillaje. Bajé las escaleras y me uní a mi familia, salimos al patio y el resto de mis familiares me recibieron con aplausos y gritos de alegría. La noche transcurrió tranquila, todo iba bien entre abrazos, buenos deseos y bailes, pero mi mente continuaba pensando en ir al baño y abrir el grifo nuevamente. Para mi mala suerte, unos chicos ebrios chocaron contra una toma de agua cerca de mi casa, por lo que suspenderían el servicio hasta las seis de la mañana. Cuando entré a mi cama, no dejaba de pensar en esa hermosa sensación entre mis piernas, bajé mi mano y acaricié el pequeño botón culpable del placer. Ciertamente no lo sentí de la misma manera, pero igual causaba olas intensas en mi cuerpo. Paulatinamente aumenté la velocidad hasta que mi mano comenzó a doler, no quería detenerme, los espasmos en mi cuerpo eran increíblemente gloriosos y no recuerdo en qué momento dejé de escuchar mi entorno, solo recuerdo escuchar los golpes que mi padre le daba a mi puerta. Me incorporé tan rápido como pude, cubrí mi cuerpo y abrí la puerta. Mi padre entró con cara de preocupación, buscaba en la habitación mientras sujetaba mi brazo. Al no encontrar nada, me abrazó, luego me miró a los ojos y de pronto la que estaba preocupada era yo. —¿Por qué gritabas? —inquirió mi padre cubriendo mis mejillas con sus manos. —Tu-tuve una pesadilla —mentí y mi padre parecía confundido. —¿Qué tipo de pesadilla? —U-un auto blanco me perseguía —mentí de nuevo— y la voz de una mujer me gritaba que debía morir por ser una mocosa latosa —mi padre respiró aliviado y sonrió. —Eres latosa, pero no por eso debes morir —besó mi frente y volvió a abrazarme— vuelve a dormir. Hasta mañana, princesa. —Descansa, papito —besé sus manos y cerré la puerta con seguro cuando él salió. Desnudé mi cuerpo, regresé a la cama, pero no pude dormir en toda la noche porque mi cuerpo sudado se sentía ahora pegajoso, y eso me resultaba incómodo. —¡Malditos borrachos! —murmuré furiosa— ahora debo pasar la noche con ésta capa de sudor —me levanté y me acerqué a la ventana. Eran las tres de la mañana, nadie caminaba por la calle, así que solo podía observar cómo la brisa movía las hojas en los árboles. Abrí la ventana y me senté en el sillón junto a ella, subí mis piernas y continué observando las hojas. Me dormí un buen rato gracias a la brisa fresca. Cuando desperté de nuevo, miré la hora y faltaba poco para las cinco, escuché ruidos en la calle, así que saqué la cabeza por la ventana y vi que los del servicio hidrológico estaban reparando la avería. Con pereza, me levanté, entré al baño y para mi sorpresa el agua fluía nuevamente. —¡Gracias a Dios! —exclamé contenta. Entré en la ducha, me bañé y masturbé durante una hora. Para cuando logré salir de la ducha, mis piernas me dolían y mi clítoris estaba hinchado y enrojecido. —Esto me pasará factura durante todo el día —le hablé a mi reflejo en el espejo. El día fue tedioso, sólo pensaba en masturbarme y eso hice varias veces en cada lugar en el que podía tener un poco de privacidad, durante el siguiente año hasta terminar la escuela secundaria. Cuando me gradué, mis cuatro abuelos acordaron enviarme de vacaciones a Austria, iría sola porque consideraban que era hora de que aprendiera a cuidarme sola, recuerdo que les dije que era una manera rara de enseñarme, pero me agradó la idea de alejarme de mis hermanos durante un tiempo. Tenía casi 18 años cuando llegué a Schwechat, Austria, una ciudad localizada al sureste de la ciudad de Viena. Finalizaba el mes de abril y apenas comenzaba el amanecer, busqué un taxi que me ayudara a llegar a la dirección del hotel donde me alojaría, descubrí que mi suposición de un edificio estaba errada y debía buscar una casa. El señor del taxi fue quién corrigió mi error, me dijo que la dirección apuntada en la pequeña hoja era la dirección de una casa y no de un edificio, de paso, se trataba de una casa de alquiler y no un hotel. —¿Será un error? —me dije a mí misma. Al llegar a mi destino, una mujer mayor me esperaba en el umbral de la casa, me saludó, dijo que su nombre era Olivia, preguntó mi nombre, pidió mi identificación, me entregó las llaves, sólo se limitó a decir “bienvenida” mientras me entregaba una tarjeta de presentación y se marchó sin decir nada más… algo extraña esa señora. —¿Por qué mis abuelos me envían a una casa y no a un hotel? —me extrañó mucho su decisión así que apenas estuve establecida en la casa, llamé a mi abuelo Jorge. —Necesitas aprender a ser independiente y tener responsabilidades —fue su respuestas— ¿Qué mejor manera que cuidando una casa tú sola? —bufé en silencio. —Entiendo, agradezco tu enseñanza abuelo —hablamos sobre la casa, me ofreció algunos consejos, que desde luego apunté para no olvidarlos, y no podían faltar las advertencias. —Que no me entere que hiciste fiestas en la casa o que usaste drogas —advirtió con firmeza— ¿escuchaste? —Fuerte y claro, señor. —No te burles de mí. —No me burlo, abuelo. —Más le vale, jovencita. —Gracias por regalarme ésta oportunidad. —La tendrás hasta que termines la universidad —mi boca esbozó una enorme sonrisa. —¿Es en serio? —Lo es Abigaíl —mi abuelo nunca me ha llamado Andrea— Es la segunda parte de tu regalo, estudiarás en la universidad que decidas hacerlo. —¡Son los mejores abuelos del mundo! —chillé de alegría. —No grites, te escucho muy bien. Recuerdo haberle dicho gracias al menos doscientas veces, hasta que me dijo que me callara y se despidió. Me quedé mirando la habitación en la que estaba, aun no podía creer que viviría allí durante mis estudios, así que lo primero que hice fue familiarizarme con la vivienda en cuestión y… me di cuenta que en la cocina había utensilios para cocinar y tenía electrodomésticos que, sin dudas, en mi casa no teníamos, como una cafetera Keurig, la odio porque todos creen que es lo más “Uff” del momento, pero tampoco es mía, así que solo la dejaré allí. Decidí que dormiría en la habitación que tenía vista hacia el frente de la casa, me recordaba mi habitación y usaría la otra para estudiar. El ático estaba vacío, pero sus cuatro ventanas ofrecían un buen espacio para la lectura, así que allí pasaría mis ratos en compañía de unos cuantos libros. El sótano era un poco tétrico por la oscuridad en él, tenía una ventana delgada y larga y sus vidrios estaban pintados de color n***o, pero agregando más luces mejoraría el aspecto. —No cabe dudas, éste lugar lo usaría para mis actividades pecaminosas conmigo misma —ladeé una sonrisa perversa. En general, su estilo de decoración era algo “anticuado” para mi gusto, pero los muebles parecían nuevos. No me ocuparía de ese detalle y viviría con ello. Me ocupé de revisar en la cocina lo que faltaba para comprar, literalmente toda la comida, la despensa estaba vacía y la nevera no tenía ni una botella con agua. Así que salí de la casa, saludé al vecino que cubría su auto con una lona y le pregunté cómo llegar al supermercado o mercadillo más próximo, señaló a mi derecha el camino y dijo que si no me molestaba caminar, pasando tres calles encontraría un supermercado. Agradecí su ayuda y caminé hasta el lugar. El sitio me recordó usas imágenes que alguna vez vi en internet de las grandes cadenas de supermercados como walmart y Tesco, sólo que ésta se llamaba Billa. Era un lugar grande, muchas cosas me tentaban, pero me centré en lo que me interesaba, la comida, fresca, enlatada, algunas congeladas, aderezos, condimentos, vegetales, frutas, no podían faltar arroz, diferentes pastas… ¡adoro la pasta! Cereales, diferentes bebidas y algunos dulces y galletas. También incluí artículos de aseo personal y de limpieza. Al salir de la tienda, tuve que buscar un taxi para poder llevar las bolsas a casa y una vez allí me encargué de acomodar cada cosa en su sitio. Al terminar, quise tomar un poco de agua, pero al revisar los cajones y gabinetes me di cuenta que no había vasos, ni platos, ni ningún tipo de utensilio para comer. Golpeé mi cabeza por no revisar eso antes, regresé a la tienda y compré lo que necesitaba, eso también incluía tazas para guardar alimentos o sobras y jarras para las bebidas que prepararía. De nuevo en casa, por segunda vez, acomodé todo y tomé un vaso de agua. Subí para darme un baño, masturbarme y luego descansar. Me sobresalté al darme cuenta de que me había quedado dormida en la cama con la toalla alrededor de mi cuerpo. Me levanté, miré por la ventana, apenas oscurecía y mis tripas gruñían —Eres insólita, Andrea —me regañé— ¡olvidaste comer! Me vestí y comencé a encender las luces de la casa. Entré a la cocina y pensé en lo que prepararía para la cena, busqué un par de milanesas de pollo congeladas, calenté el horno, coloqué las piezas sobre una pequeña bandeja y las metí a cocer. Mientras tanto, prepararía una ensalada de col y zanahoria con un aderezo ranch, lavé dos papas, las pelé, corté en cubos y las herví. Al final, mi cena era puré de papas, ensalada de col y milanesas de pollo acompañado por una nada saludable bebida gaseosa porque me dio flojera licuar las frutas.
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