Capítulo 1

2082 Words
¿Alguna vez te has preguntado cómo has acabado donde estás y luego has deseado poder volver a hacerlo? Yo me lo pregunto mucho estos días. Como por ejemplo, ¿cómo acabó mi vida dando un giro brusco a la derecha hacia el contenedor de basura? ¿Cómo pasé de tener una carrera de éxito, una esposa, una bonita casa en los suburbios, una familia y todos los adornos de la vida americana, a ser un divorciado desempleado que vivía en un cuchitril de apartamento de una habitación, subsistiendo con un venido a menos 401K? Lo que me quedaba después del divorcio debería haber sido suficiente, pero perdí la mayor parte apostando por una inversión inmobiliaria que se hundió. * * * Miro la foto de mis hijos que hay en la cómoda. Mi mujer la tomó durante una acampada en Adirondacks dos años antes de separarnos. Era finales de septiembre y los árboles se estaban tiñendo de dorado y naranja bajo un cielo azul brillante al otro lado del lago. Crystal y Ted están sentados en el muelle frente a nuestra cabaña de alquiler con los pies colgando en el agua. Creo que era el Séptimo Lago. En la actualidad, mi memoria no me ayuda mucho. Tal vez sea porque intento olvidar: no vivir el dolor de haberlo perdido todo por no prestar atención a las cosas que importaban, como mi mujer y mis hijos. Por no hablar de que he sido un imbécil cuando por fin se hartó de que la ignorara y me dejó. Intenté convencerme de que no me merecía el golpe que recibí, no es que la estuviera engañando... a menos que quieras llamar "engañar" a dedicar todo mi tiempo y energía a mi trabajo. Aunque ella no lo dice, sé que mi hija también me culpa. Nada importaba excepto mi trabajo. Todo giraba en torno a mí, a escalar posiciones, a ser alguien. Ahora no soy nadie. Mi hijo evita a toda costa hablar de mi fracaso. Para ser honesto, yo también, pero de vez en cuando, como ahora, voy allí. Parece mentira que Tiffany me dejara hace tres años. Ese fue el principio del descarrilamiento de mi vida. nadie.fracasoTermino mi primera taza de café y la dejo en el fregadero. Esta tarde tengo una entrevista en un pequeño estudio de arquitectura especializado en renovaciones históricas, que dista mucho del estudio multidisciplinar en el que dirigía a veinte arquitectos y becarios en la división de arquitectura sanitaria. El sueldo que cobraría con esta pequeña empresa es también una cuarta parte de lo que ganaba hace dos años. En otras palabras, estoy tocando fondo y los posibles empleadores lo saben. Es extraño estar sobrecalificado en el mercado laboral. La gente desconfía de por qué buscas empleo. ¿Qué ha pasado, Sr. Gran Arquitecto, para que de repente estés en el mercado? ¿Y por qué nos busca a nosotros? ¿Cómo responder a eso sin parecer desesperado? Y lo que es más, ¿cómo enmarcar el hecho de que te despidan debido a un descenso en la expansión de la sanidad cuando la verdad es que te despidieron porque eras demasiado engreído, pensando que eras indispensable? Es un difícil ejercicio de equilibrio, y se me está acabando el tiempo para aprender a hacerlo. Será mejor que lo haga rápido. Me ducho y me pongo unos pantalones y un suéter color crema en la cama. No demasiado elegante. No quiero parecer F. Lee Bailey yendo al juzgado. Por otro lado, tampoco quiero dar la impresión de ser Steve Jobs pavoneándose con actitud arrogante. Muevo la cabeza de un lado a otro, debatiéndome entre una camisa de botones y otra, y luego decido quedarme con mi primera opción. Otra cosa que me planteo es salir del apartamento y cruzar la ciudad para tomar un café y desayunar con un par de clientes habituales antes de hacer mis recados. Estar con gente y relajarme. Había pensado saltármelo hoy debido a la entrevista, pero quizá no sea tan mala idea después de todo. Media hora después, cierro. Es una mañana fresca de septiembre, pero ha salido el sol y el hombre del tiempo anuncia una máxima de unos setenta grados. Cruzo el aparcamiento hasta mi Chevy Cruz último modelo. No es un mal coche para un obrero, pero a mí no me va. Soy un tipo de Lexus, con tapizado de cuero y estilo. Pero el Cruz es lo que me toca. (Sí, lo sé, ¡pobre de mí!) Lo peor es que necesita un juego de neumáticos para el que ahora mismo no tengo dinero. Pongo mi portátil en el asiento delantero, me pliego como un pretzel y me subo. Hoy en día tengo una buena talla y me vendría bien perder diez o doce kilos. Si no encuentro trabajo pronto, puede que acabe haciéndolo por las malas. También debería dejar de fumar. Lo dejé después de casarme con Tiffany y, como un idiota, volví a fumar cuando ella me dejó. Enciendo el coche, bajo la ventanilla y salgo con la radio sonando. Últimamente solo escucho música country y un poco de rock and roll. La sinfónica no está en mi presupuesto y no puedo soportar escuchar música a través de altavoces baratos. También me he pasado a Panera porque no puedo permitirme el club de campo para tomar café y crepes. Cuando llego a Panera, el aparcamiento está lleno de coches. Encuentro sitio en el aparcamiento contiguo y camino hasta la puerta principal. Hay un bullicio de gente desayunando por la mañana. Miro a mi alrededor en busca de John y Mike. Cuando los veo junto a la ventana, zigzagueo hacia ellos. Ambos están jubilados. John es ingeniero medioambiental y Mike, ingeniero civil. Levantan la vista cuando me acerco a su mesa. —Caballeros, —les digo. —Hola, nos preguntábamos dónde estabas, —dice Mike. John me mira de arriba abajo, luego sonríe y dice: — ¿Hoy es la hora del té en el club de campo? Me dan ganas de abofetearlo, pero en vez de eso sonrío: —Sí, pasando el rato con los grandes y todo eso. —Lo triste es que yo solía ser uno de los grandes—. Voy a tomar un café. ¿Quieren algo? (En realidad no quiero invitar a una ronda, pero hay que guardar las apariencias). —No, estamos bien, —dicen. Me abro paso entre el ir y venir de clientes, encuentro mi sitio en la fila y, cuando llego al dependiente, pido un bollo de canela y una taza de café solo. Al volver, percibo un aroma embriagador a cítricos. Conozco esa fragancia, pero ¿de dónde? Me detengo a aspirarla, deleitándome con su aroma, y recorro la habitación con la mirada, siguiéndola como un sabueso. Sea cual sea su procedencia, desaparece al cabo de un minuto y me quedo intentando adivinar a quién podría haber conocido que la llevara. Vuelvo con Mike y John, que están hablando del próximo partido de los Oranges el sábado. Quince minutos después, vuelvo a percibir el aroma. Levanto la vista y veo a Monica Taratoni caminando a mi lado en todo su esplendor. ¡Bingo! Hacía años que no la veía. Fuimos pareja una vez. No sé si se podría decir que estábamos enamorados, pero sí que éramos pareja. Los recuerdos de su dulce sonrisa y la forma en que me hacía sentir como si fuera la mujer de mi vida vuelven de repente como si hubiera sido ayer. ¡BingoLa veo sentarse en una mesa no muy lejana. Lleva un bonito vestido azul claro con tirantes finos que acentúan su figura de reloj de arena. Para una mujer de unos cincuenta años, tiene un aspecto excepcional. Su tez de color cacao claro es suave como la seda y, probablemente, como la mantequilla. Lleva el cabello más corto últimamente, que enmarca a la perfección su impecable rostro en forma de corazón. Da un sorbo a su bebida, se pasa un mechón de cabello por la oreja y mira el móvil a través de unas elegantes gafas de montura oscura. Escucho a medias a Mike y John, que discuten sobre quién debe empezar el partido de esta noche. Mientras parlotean y discuten durante los próximos cuarenta minutos, vuelvo a mirar furtivamente a Mónica. Parece estar sola. Me pregunto qué le diría si me viera. ¿Qué le dirías a una mujer que sacudió tu mundo hace tanto tiempo? Tomo otro sorbo de café y me voy por el carril de los recuerdos. La última vez que la vi fue en la Feria Estatal del 85. Habíamos roto un par de meses antes, si quieres llamarlo así. Más bien dejé de llamarla. No sabría decirte por qué dejé de hacerlo, salvo que quizá tuviera que ver con que ella insinuó que quería más y yo estaba demasiado asustado (y estúpido) para aceptarlo. Me había convencido a mí mismo de que iba en otra dirección. Es curioso lo que me pasa: me alejo de la gente. En aquel momento, mi amigo Robbie dijo que no era más que un barco bien construido que echó el ancla durante un par de años en mi camino hacia cosas mejores. Con suerte, su última escala fue mejor que la mía. —Oye, Alan, ¿qué dices? —pregunta Mike. Me sobresalto y levanto la vista. Los dos me miran fijamente, esperando a que rompa el empate en su discusión. Me encojo de hombros. No he oído ni la mitad de lo que acaban de decir, pero supongo que se refieren a Eric Dungey, el mariscal de campo de los Oranges. —Supongo que lo haría bien. Pero no es el tipo con más movilidad del campo. Es un blanco móvil, y Pitt lo sabe. —Él no, el tipo que se presenta a concejal. Sigue, —dice John. Soy republicano, conservador moderado, y me esfuerzo por no meterme en discusiones políticas. No estoy de humor para meterme entre dos tipos que intentan hacerme cambiar de bando, pero respondo de todos modos. —Ah, él. No me gusta, la verdad. Demasiado a la izquierda para mi gusto. —Ves, te lo dije, —le dice John a Mike. —Ahh, vamos, —resopla Mike. Se vuelve hacia mí—. ¿Qué tiene de extrema izquierda? De repente tengo que salir de aquí. No se me dan bien los momentos incómodos, y no me interesa que Mónica vea a este gordo fuera de forma en el que me he convertido. —En otra ocasión, —digo, y recojo mi plato. John dice: — ¿Ya te vas? —Creo que sí. Recados. ¿La semana que viene? Asienten. —Que te vaya bien, —dice Mike, pero sé que le molesta que haya desestimado su pregunta. Vuelvo a mirar a Mónica mientras me dirijo a la puerta principal. Está hablando por teléfono y suelta una risita deliciosa. Hace tiempo yo la hacía reír así. Tengo que dejar de pensar en ella, pero, maldita sea, no dejan de venirme recuerdos. Después de dejar el plato en el depósito, salgo hacia el coche y diez minutos más tarde me dirijo a mis recados, haciendo sesenta y tres en sesenta y cinco. No tengo prisa. Llego a donde tengo que llegar cuando llego, a diferencia de la mayoría de la gente que pasa zumbando a mi lado. Enciendo otro cigarro y bajo un poco la ventanilla mientras Chris Stapleton canta Millionaire, lo cual es bastante irónico teniendo en cuenta cómo está mi vida ahora mismo. Mientras escucho, me viene a la mente una imagen de Mónica. Pienso en su encantadora sonrisa mientras habla por teléfono, cuando yo debería prestar más atención a un viejo y tosco camión de la basura que entra en la autopista. Me paso al carril izquierdo y piso a fondo el pedal para adelantarlo antes de que su estela de humo n***o me ahuyente. Estoy a punto de apartarme del camión y me dispongo a volver al carril derecho cuando, ¡zas! El volante se me va de las manos y pienso: Esto no va a salir bien. Chris StapletonMillionaire¡zas!Esto no va a salir bien.Un momento después, soy un adorno en el capó, luego en el aire, rodando una y otra vez. Chirridos metálicos y cristales rotos chirrían en mis oídos, y luego, pop, pop, pop, un fuerte crujido y se apagan las luces.
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