Capítulo 1-1

2020 Words
Capítulo 1 1899CORENA bajaba las escaleras tarareando una cancioncilla. Era un precioso día de primavera en el que la luz del sol iluminaba los narcisos bajo los árboles. Las primeras mariposas volaban por encima de los arbustos de lilas. Corena ignoraba que ella misma parecía. una flor de primavera. Llevaba puesto un vestido que hacía juego con los capullos. Sus ojos, de destellos dorados, eran del color verde cristalino de los arroyos que serpenteaban al final del jardín. Lamentaba que su padre no estuviera con ella. Sin lugar a dudas, él hubiera recitado alguna oda Griega que ilustrara la belleza que ella estaba contemplando. Pero, Sir Priam Melville se encontraba en Grecia en aquel momento. Desde sus días de estudiante en Oxford, Sir Priam había desarrollado una profunda admiración por Grecia. Sus amplios conocimientos acerca de la cuna de la cultura le habían proporcionado fama. Los sentimientos de Sir Priam hacia Grecia no sólo eran producto de su intelecto, sino que le venían de casta ya que una de sus abuelas había sido griega. Él se había dedicado a coleccionar las estatuas y las demás reliquias griegas que adornaban la mansión Isabelina en la que vivía. Había sido inevitable el que su hija recibiera un nombre griego. También que, al crecer, se convirtiera en una joven aun más bella que las estatuas que sus padres adoraban. Lady Melville había muerto dos años atrás. Corena trató de ocuparse de su padre, pero sabía bien que lo único que le podía ayudar a sobrellevar su pena era estar en Grecia. Después de Navidad, él le había dicho que allí era donde pensaba ir y era de agradecer que no se hubiera marchado antes. Se sentía sola sin su presencia, pero su Institutriz, que era una mujer muy inteligente, le hacía compañía. Las dos se entretenían leyendo los libros de la biblioteca de Sir Priam y descifrando las inscripciones que le habían enviado poco antes de partir. Habían sido estas inscripciones las que finalmente le habían hecho decidir que no podía permanecer más tiempo alejado de aquella tierra que tanto le fascinaba. Cuando partió, a Corena le había parecido que había rejuvenecido diez años ante la sola expectativa del viaje. Al llegar al vestíbulo abandonó sus pensamientos y se detuvo un momento para acariciar el exquisito pie de mármol que se encontraba bajo una columna, junto al cual aparecía una cabeza de hombre. Era una preciosa muestra escultórica en excelentes condiciones. Su padre la había descubierto durante su última expedición antes de la muerte de su madre y se la había llevado a casa. Era una de las piezas más perfectas que se habían visto y Corena recordó que su padre casi no podía creer en su suerte al haberla encontrado. –Pertenece al Siglo IV A.C.– había comentado ufano. A menudo Corena se había preguntado si algún día ella conocería a un hombre tan bien parecido y tan imponente como aquella estatua. Esa mañana había estado imaginando que si alguna vez se enamoraba sería de un hombre como el que representaba la escultura: viril, autoritario y dueño de sí. Jamás había encontrado ninguna de esas características en los jóvenes que la frecuentaban o que había conocido en las fiestas a las que asistía. Casi todo el año anterior había tenido que guardar luto, lo que significaba que no había podido ir a ninguna parte. Y cuando esperaba que su padre la llevara a los bailes y recepciones que se celebraban en el Condado, él parecía más interesado en las diosas griegas que en su propia hija. "Supongo que es una suerte", pensaba Corena, "que Papá se interese por mujeres que murieron hace siglos o que se han retirado al Olimpo y que pasan por alto los asuntos humanos". Y se reía ante semejante idea. Sin embargo, Grecia ejercía también una fuerte atracción sobre ella y su padre le había prometido que le acompañaría en su próximo viaje. –¿Por qué no en esta ocasión?– le había preguntado Corena. Su padre había dudado un momento como si estuviera buscando las palabras. Pero como ella lo conocía muy bien, le preguntó, –¿Vas a intentar algo peligroso? El apartó la mirada antes de responder, –Tal vez y por eso debo de ir solo, Querida. –¿Qué es lo que vas a buscar esta vez? –He oído hablar de unas estatuas que hay en Delfos que, aunque parezca increíble, no han sido encontradas aún. Los ojos de Corena se iluminaron. Todo lo relacionado con Delfos siempre la había fascinado. Había leído todos los libros acerca del tema y bombardeado a su padre con miles de preguntas al respecto. Delfos, célebre por el culto a Apolo, donde se le había construido un Templo, bajo los acantilados, que se alzaban muy por encima de las cabezas de los peregrinos. Su padre le había contado que cuando Apolo salió de la Isla de Delfos para conquistar Grecia, un Delfín guió su barco hasta el pequeño pueblo de Crisa. Disfrazado como una estrella de mediodía, el joven dios saltó del barco y un resplandor iluminó el cielo. Subió una empinada colina hasta llegar a la morada del dragón que custodiaba los acantilados. Después de matarlo, Apolo anunció a los demás dioses que tomaba posesión, desde aquel momento, de todas las tierras que se veían desde donde él se encontraba. Corena imaginaba aquel momento ya que su padre le había dicho que Apolo había escogido el lugar que poseía la mejor vista de toda Grecia. Delfos era también famoso por su Oráculo. La gente acudía de todas partes del Mediterráneo para escuchar los vaticinios de la joven sacerdotisa cuando era poseída por el dios. La voz de su padre siempre se teñía de admiración cuando hablaba a Corena de la antigua Grecia. Pero su expresión se volvía triste cuando le explicaba que, durante el Siglo I Emperador Nerón hizo llevar a Roma setecientas estatuas de Delfos. Y no hacía más de tres años que unos investigadores franceses habían encontrado allí innumerables inscripciones, templos en ruinas y adoratorios. Pero ni una sola estatua había quedado intacta. Sin embargo los arqueólogos, como su padre, no perdían la esperanza y Corena lo había mirado con emoción cuando le preguntó, –¿Quieres decir que tú has encontrado una estatua, Papá? –He oído hablar de ella– la corrigió su padre–, pero puede que sólo se trate de un rumor. El problema radica en que desde que Lord Elgin se llevó los mármoles del Partenón, los griegos se muestran antagónicos hacia cualquiera que pretenda sacar tesoros del país. –Eso es comprensible– murmuró Corena. –Ellos los descuidaron durante siglos, pero ahora empiezan a darse cuenta de su valor, aunque la mayoría ignora cuán valiosos son. –¿Y tú crees que los griegos pueden evitar que saques lo que encuentres? Una vez más, su padre pareció dudar antes de responder, –Hay hombres que desean explotar los hallazgos simplemente para obtener una utilidad. Corena sabía que en eso precisamente residía el peligro y envolviendo el cuello de su padre con sus brazos le dijo, –¡Debes tener mucho cuidado, Papá querido! Si algo te ocurriera yo me quedaría completamente sola y me sentiría muy infeliz sin tu apoyo. Mientras hablaba, ella advirtió el dolor que se reflejaba en los ojos de su padre e infirió lo mucho que él extrañaba a su madre. –Te prometo que haré todo lo posible por regresar pronto a tu lado– respondió él–, y quizá pueda traer conmigo una estatua de Afrodita tan bella como tú. A Corena le encantó la comparación y le dio un beso. Su modestia le impedía darse cuenta de que se parecía a algunos de los rostros más bellos de Afrodita, sobre todo los tallados por los artistas del Siglo IV A.C. antes de Cristo. Corena tenía las mismas cejas ovaladas, la misma nariz, recta y bien proporcionada, y el mismo mentón que la diosa del amor. Aunque ella no lo supiera, sus labios hacían que cualquier hombre pensara que habían sido creados para aprisionarlos con un beso. Los pocos hombres que ella había conocido habían quedado completamente impresionados por su belleza. Pero ninguno de ellos se había dado cuenta de que la joven no sólo poseía una belleza clásica, sino también una inteligencia tan ágil como la de los griegos que habían revolucionado el pensamiento del mundo. Mientras atravesaba el vestíbulo seguía pensando en su padre que se encontraba en Delfos. Se lo imaginó recitando las palabras que el Oráculo le había dicho a Julián el Apóstata cuando visitó el templo hacia el año 362 d.C. Éste le había preguntado qué podía hacer para preservar la gloria de Apolo y el Oráculo le respondió, Dile al Rey que la Casa se ha derrumbado. Apolo ya no tiene morada ni sagradas hojas de laurel. Las fuentes están en silencio y la voz callada. –Quizá eso sea cierto– se dijo Corena–. Sin embargo, por muy en ruinas que se encuentre Delfos, aún emociona a Papá, así que no todo está perdido. Quería tanto a su padre que sintió como si lo estuviera acompañando en su viaje por tierra a través de Italia y después por mar hasta Crisa. Cuando llegara a los relucientes acantilados, Corena estaba segura de que encontraría águilas volando por encima de ellos. La luz de Apolo surgiría de entre las ruinas y su padre sabría que el dios no estaba muerto. Instantes después entró en el salón donde había muchas piezas de escultura griega. La mano de una mujer yacía abierta como suplicante. Aunque dañada, la estatua de Eros todavía resultaba exquisita, así como la placa que representaba a Afrodita subiendo al Olimpo en un carro tirado por Zefiro e Iris. Corena amaba entrañablemente a todas aquellas piezas y tal como acostumbrara su madre, día a día las limpiaba, pues se negaba a dejar algo tan valioso al cuidado de la servidumbre. Una vez más se preguntó qué encontraría su padre en Delfos. Sabía que esperaba descubrir algo tan sensacional como el Auriga de Bronce que fue encontrado tres años antes por los arqueólogos franceses, quienes habían desenterrado una falda plisada y un pie perfectamente formado junto a las ruinas del teatro. En varias ocasiones, su padre le había narrado como durante los días siguientes los franceses habían desenterrado un fragmento de una base de piedra. Después descubrieron fragmentos del eje de un carruaje, las patas traseras de un caballo, la cola, un casco, fragmentos de la riendas y el brazo de un niño. –Por fin, el primero de mayo– había continuado diciendo Sir Priam–, encontraron la parte superior del brazo derecho a unos diez metros. –¿Y no se encontraban dañados?– preguntaba Corena, aunque sabía la respuesta. –No, no lo estaban– aseguraba su padre–, aunque sí muy oxidados por la humedad de la cloaca. –¡Debió ser verdaderamente muy emocionante! –Los franceses estaban alborozados, pero lo que más les impresionó fue las magníficas condiciones en que se encontraban las partes. Lo único que no apareció fue un brazo. Corena había escuchado aquella historia una y otra vez. Su padre pudo ver la estatua y se la había descrito con tanto detalle que ella también podía verla en su imaginación. La estatua representaba a un joven de unos catorce años y se supone que era un Príncipe que había competido como Auriga en los Juegos Pitios. –¿Será posible que Papá pueda encontrar algo así?– se preguntó al recordarlo. Eso constituiría una recompensa apropiada para el trabajo de toda su vida y para su búsqueda de la belleza de la Grecia Antigua. Corena atravesó la habitación para contemplar otra pieza. De esta sólo las piernas y las rodillas estaban intactas con los restos de una falda plisada encima. Muy poco quedaba de lo que en otra época debió ser una mujer perfectamente proporcionada, si bien sólo con mirar los restos era suficiente para apreciar su belleza y perfecta simetría. Corena palpó el mármol con mucha delicadeza, como si lo estuviera acariciando. En ese momento se abrió la puerta y el Mayordomo anunció, –Hay un caballero que desea verla, Señorita Corena. Ella se volvió sorprendida, preguntándose quién podría ir a visitarla a hora tan temprana. Un hombre pequeño y enjuto entró en la habitación. Avanzó hacia ella y al acercarse, Corena pudo ver sus cabellos y ojos oscuros. Aun antes de que hablara, la joven se dio cuenta de que se trataba de un griego.
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