2 Recuerdos Dolorosos

3048 Words
Capitulo 2 : Recuerdos dolorosos La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la luz de la luna filtrándose a través de la cortina entreabierta. El aire olía a humedad, a madera envejecida y a los restos de lluvia que habían caído sobre el pueblo. La misma casa de siempre, los mismos sonidos nocturnos, el mismo techo de vigas oscuras que me observaba desde que era niña. Me giré en la cama, tratando de encontrar una posición cómoda, pero no la había. El colchón era más blando de lo que recordaba, pero eso no hacía la diferencia. No podía dormir. No cuando todo esto me asfixiaba, cuando la realidad de mi regreso caía sobre mí con un peso insoportable. Al otro lado de la habitación, Mariana dormía profundamente. Mi pequeña hermana, envuelta en su manta de estrellas, con su respiración suave y pausada, ajena al torbellino que me consumía. Me quedé observándola en la penumbra, recordando la promesa silenciosa que me hice cuando la tomé de la mano y la traje de vuelta a este pueblo que había jurado no pisar otra vez. Volví por ella. Por ella y por nuestra abuela. Por la única familia que me quedaba. Pero, ¿qué significaba la familia cuando la muerte se encargaba de arrancarlo todo? Cerré los ojos, pero el pasado me arrastró sin piedad. El hospital tenía ese olor estéril y frío que siempre odié. Los pasillos blancos, los murmullos apagados, el pitido constante de las máquinas que mantenían a mi madre con vida. Sabía que se iba a morir. No porque los médicos lo hubieran dicho, sino porque lo sentí en cada fibra de mi ser. Ese día, su piel estaba más pálida que nunca, sus labios secos, sus ojos más vidriosos. La mujer fuerte que me crio, la que nunca temió enfrentar la vida, se estaba apagando frente a mis ojos y no había nada que pudiera hacer. —Ven aquí, mi amor… —su voz era un susurro débil cuando me acerqué a la cama. Su mano, fría y temblorosa, buscó la mía. Se sentía frágil, irreconocible, pero su mirada todavía tenía esa intensidad que me hacía sentir pequeña y protegida al mismo tiempo. —No llores por mí, Eleonor… —tosió suavemente, como si cada palabra le costara la poca vida que le quedaba—. Hay cosas… cosas que necesito decirte… No quería escuchar. No quería aceptar que sus últimas palabras estaban destinadas a secretos, a verdades enterradas que tal vez nunca estuve lista para conocer. Pero no tuve elección. Me habló de mi padre. De un hombre que nunca conocí, pero que, al parecer, marcó su vida con un dolor del que nunca me habló. —Quería decírtelo antes… —sus ojos se nublaron de lágrimas, pero su voz nunca tembló—. Pero nunca fue el momento adecuado… Y ahora… ahora no me queda más tiempo… Quise decirle que sí lo tenía. Que no tenía que irse. Que podíamos encontrar una solución, que podíamos luchar juntas. Pero las mentiras no sirven en los momentos en los que la muerte es inevitable. Solo asentí, sujetando su mano con fuerza. La última vez que la vi con vida, la besé en la frente y le prometí que cuidaría de Mariana. Esa promesa fue lo único que me quedó cuando la tierra cubrió su ataúd. Ahora estábamos aquí. De vuelta en esta casa. En este pueblo que nunca me quiso. En medio de los recuerdos que nunca pedí tener. Me giré otra vez en la cama, sintiendo la pesadez de mis pensamientos ahogarme. Mañana hablaría con la abuela. Necesitaba respuestas. Y por primera vez en mi vida, tenía miedo de conocerlas. El camino de regreso al pueblo fue más largo de lo que recordaba. O quizá fui yo quien lo sintió interminable. Cada kilómetro que avanzábamos era una sentencia, un regreso a un lugar que había dejado atrás hacía años con la firme convicción de no volver jamás. Conduje en silencio. El paisaje no había cambiado mucho; los mismos árboles bordeaban la carretera, altos y silenciosos, como si observaran mi retorno con un juicio mudo. A mi lado, Mariana dormía con la cabeza apoyada en la ventanilla, su cuerpo menudo envuelto en la chaqueta que le había prestado. Se veía tan pequeña, tan frágil, como si el peso de los últimos días la hubiera agotado más de lo que su cuerpecito podía soportar. Me concentré en el camino. No quería pensar en lo que dejábamos atrás ni en lo que nos esperaba al llegar. Habían pasado días desde el entierro de mamá, pero todavía sentía la opresión en el pecho, ese nudo que no se deshacía sin importar cuánto intentara respirar hondo. Todo había sido demasiado rápido, demasiado doloroso. El hospital, las despedidas, la frialdad de un ataúd descendiendo a la tierra. Y luego el vacío. Cuando firmé la licencia en mi trabajo, sentí que estaba perdiendo el control de mi vida. Mi carrera era lo único que había construido con mis propias manos, lo único que me pertenecía después de años de esfuerzo. Pero ahora estaba aquí, conduciendo de regreso al pueblo que me había visto crecer, sin un plan, sin un propósito. Solo con una hermana que me necesitaba y una abuela con la que no hablaba desde hacía demasiado tiempo. El sol se ocultaba cuando cruzamos el cartel de bienvenida. Santa Elena. Las letras estaban gastadas, como si los años hubieran borrado parte de su historia, igual que la mía con este lugar. Apreté el volante con más fuerza. Las calles seguían iguales, empedradas y silenciosas, con casas de techos bajos y fachadas envejecidas por la humedad. Algunos negocios aún tenían las luces encendidas, y unas cuantas personas caminaban a paso lento, sin prisa, como si el tiempo se moviera distinto aquí. Mi estómago se revolvió cuando tomé la última curva. La casa de la abuela apareció al final de la calle, con su tejado de tejas rojizas y las ventanas grandes que daban al jardín delantero. La luz del porche estaba encendida, y en el umbral, con un chal sobre los hombros, nos esperaba la única persona que quedaba en nuestra familia. Frené suavemente y apagué el motor. —Mariana —susurré, tocándole el hombro. Ella se removió, parpadeando adormilada antes de levantar la cabeza. —¿Ya llegamos? —su voz sonaba ronca por el sueño. Asentí y solté el cinturón de seguridad. Mis piernas se sentían pesadas cuando salí del auto, como si la gravedad del pueblo tirara de mí con fuerza. Mariana bajó detrás de mí, arrastrando su mochila sin ganas. La abuela se acercó despacio, mirándonos con una mezcla de nostalgia y tristeza. —Llegaste… —su voz era baja, con ese tono cálido que recordaba de la infancia. —Sí —respondí, sin saber qué más decir. Nos quedamos en silencio por un segundo eterno antes de que ella abriera los brazos. Mariana fue la primera en romper la distancia, corriendo a su encuentro para refugiarse en su abrazo. Yo me quedé quieta, sintiendo la garganta cerrarse. Cuando finalmente me acerqué, la abuela me rodeó con los brazos, y el aroma familiar de lavanda y té de hierbas me golpeó con fuerza. Era el mismo olor de las tardes en su cocina, de las historias contadas antes de dormir, de una infancia que se sentía tan lejana ahora. —Bienvenida a casa, Eleonor —susurró. Pero esta nunca fue mi casa. Era solo el lugar al que me vi obligada a regresar. La noche seguía siendo pesada, sofocante a pesar del frío. El viento golpeaba las ramas de los árboles con un murmullo inquietante, y la luna, aún oculta tras gruesas nubes, dejaba el pueblo envuelto en sombras profundas. No podía dormir. Me revolví en la cama, sintiendo el cansancio arder en mis ojos sin lograr que el sueño me venciera. Había algo en el aire, una presión invisible, un cosquilleo en la nuca que me mantenía alerta. Y entonces lo sentí. Un peso invisible en el pecho. Una opresión densa, como si alguien estuviera demasiado cerca, como si una presencia ajena acechara la casa. Contuve la respiración. El silencio se hizo más pesado, más opresivo. Afuera, las hojas crujieron con un sonido apenas perceptible, y mi corazón se detuvo un segundo antes de latir con una fuerza dolorosa. No podía verlo. Pero sabía que estaba ahí. Algo, alguien, me estaba observando. Intenté calmarme, obligándome a respirar hondo. Quizá era solo el cansancio, el estrés acumulado de estos días, el insomnio jugando con mi mente. Pero mi instinto gritaba otra cosa. Algo estaba mal. Cerré los ojos y traté de ignorarlo. No vine aquí a dejarme llevar por la paranoia. Dos días. Dos días habían pasado desde la última conversación con la abuela, y parecía tan lejana que casi dudaba de que realmente hubiera ocurrido. Nos sentamos en la cocina aquella noche, con una taza de té humeante entre las manos. El aroma a manzanilla flotaba en el aire, pero no lograba calmarme. —¿Has pensado en irte con nosotras? —pregunté, rompiendo el silencio. Mónica suspiró, removiendo el té con una lentitud que me desesperó. —Eleonor… esta es mi casa. Toda mi vida está aquí. —Nosotras también somos tu vida. No quiero dejarte sola. La abuela me miró con una sonrisa triste. —No sería feliz en otro lugar, mi niña. Y no quiero ser una carga para ustedes. Apreté la mandíbula. No quería discutir con ella, pero tampoco quería ceder. Santa Elena no era mi hogar, nunca lo fue. Y cuando lograra irme otra vez, no quería tener ninguna razón para regresar. Suspiré y me pasé una mano por la cara, cansada. —En dos días cumpliré veintidós años. —Sí… lo sé. —Su voz se volvió más baja, como si pensara en algo más. Bebí un sorbo del té, sintiendo el calor en la garganta. —Desde hace un tiempo, después de mi cumpleaños veintiuno, empecé a sentir dolores en el cuerpo. Al principio eran soportables, pero con el tiempo se volvieron más intensos. No le di importancia porque… bueno, mamá tuvo el accidente y todo se volvió un caos. La abuela dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco. —Eleonor… —Se me olvidaron los dolores cuando ella cayó en coma. Todo lo demás dejó de importar. Solo quería estar con ella, esperando que despertara. Esperando un milagro que nunca llegó. Tragué saliva. —Y cuando lo hizo… Cuando por fin despertó, solo duró unas horas. Mariana entró primero a verla. Mamá le tomó la mano, le sonrió con dulzura y le pidió que se cuidara, que cuidara de la abuela, que nunca nos alejemos de ti. Después fue mi turno. Apenas la vi, supe que no tenía mucho tiempo. Había algo en su mirada, una urgencia en su voz, un miedo que no entendí en ese momento. —Quise preguntarle cómo fue el accidente —admití, sintiendo el nudo en mi garganta endureciendo se —. Pero no tuve tiempo. Apenas habló del bastardo de mi padre y… y luego… Respiré hondo, pero el aire no me alcanzó. —Se murió en mis brazos. El silencio cayó como un muro entre nosotras. Un vacío pesado, un dolor sin palabras. La abuela tomó mi mano con la suya, apretándola con firmeza. —Lamento que hayas tenido que vivir eso, mi niña… perdoname por no llegar a tiempo para acompañarte. Negué con la cabeza. No tenía sentido lamentarlo. Ya nada tenía sentido. Ese día, sosteniendo a mi madre sin vida, hice un juramento silencioso. Sería fuerte. Por Mariana. Por la abuela. No había espacio para la debilidad, para el dolor. Solo había espacio para sobrevivir. Pero ahora, después de todo, los dolores volvieron. Mi cuerpo se resentía con cada paso que daba en este pueblo maldito. El ardor en la piel, la punzada en los músculos, la fatiga que me hacía sentir como si algo dentro de mí se estuviera rompiendo. En dos días cumpliría veintidós años. Tenía que ver a un médico urgente. No podía darme el lujo de enfermarme. No con Mariana dependiendo de mí. —Por eso quiero irme —susurré en voz baja, más para mí misma que para la abuela—. Este pueblo me enferma. Ella no respondió de inmediato. Solo me observó, con una sombra en la mirada que me hizo sentir un escalofrío. Los dolores seguían ahí. La sensación de ser observada también. —A veces, el destino nos llama al lugar donde realmente pertenecemos —dijo con voz suave. Pero yo no pertenecía aquí. Nunca pertenecí. "Hace 2 días pasó esa conversación y mi vida ha cambiado tanto ." Y, sin embargo, cada vez que pensaba en irme, la marca ardía en mi piel como si se incendiara desde adentro . Ahora, estoy acostada en la misma habitación que comparto con mi pequeña hermana Mariana, esa conversación me parecía un recuerdo distante, casi borroso. Como si hubiera sucedido hace años, como si no me perteneciera. El viento ululaba afuera, filtrándose por las rendijas de la ventana, y yo cerré los ojos con fuerza. Sin saber que hacer todavia con mi vida . Otro recuerdo golpeó mi cabeza ,entre el dolor de esta Marca y mis pensamientos ya no podía conmigo misma . El sonido de los neumáticos sobre la grava fue lo primero que escuché. Era temprano, demasiado temprano para que alguien estuviera en la entrada de la casa. La luz del amanecer apenas teñía el cielo con tonos azulados, y el aire tenía ese frío cortante de las mañanas en Santa Elena. Salí al porche con el ceño fruncido, frotándome los brazos para alejar el escalofrío que me recorrió la espalda. No por el frío, sino por la sensación de que algo estaba por suceder. Y ahí estaba. Demián Jones, apoyado contra su camioneta negra, con los brazos cruzados y esa expresión impenetrable que siempre había odiado tanto como lo había amado. No era un recuerdo, no era una sombra del pasado, era real,ahí estaba él muy idiota . Me quedé inmóvil por un instante, sintiendo cómo mi corazón daba un salto absurdo en mi pecho antes de hundirse en mi estómago. Cinco años. Cinco malditos años desde la última vez que lo vi. No parecía sorprendido de verme. De hecho, tenía esa maldita seguridad en su postura, como si esperara este momento desde siempre. Su cabello seguía igual de n***o, igual de largo, enmarcando su rostro de rasgos marcados y piel bronceada. Sus ojos, esos ojos oscuros que me habían atrapado una vez, me observaban con una intensidad que no quería descifrar. Me humedecí los labios y crucé los brazos sobre mi pecho, sintiendo la tensión apoderarse de mis músculos. No me iba a romper frente a él. Él fue el primero en hablar. —Mañana es tu cumpleaños. Mi cumpleaños. De todas las cosas que podría haber dicho, eligió eso. Solté una risa seca, sin humor, sintiendo cómo la rabia que había enterrado durante años comenzaba a subir por mi garganta. —Ah, mirá qué bien. Te acordás de la fecha de mi cumpleaños, pero no de venir a despedirte antes de desaparecer. Demián endureció la mandíbula, pero no apartó la mirada. No se inmutó, no se defendió, no explicó. Solo me miró como si supiera que tenía derecho a odiarlo. Porque lo tenía. Cinco años. Cinco años de ausencia, de preguntas sin respuesta, de noches en vela preguntándome qué había hecho mal para que él se fuera sin decir una palabra. —Eleonor… No. No quería escuchar mi nombre en su boca. Me di la vuelta para entrar a la casa, pero su voz me detuvo. —¿Cómo estás? Qué pregunta de mierda. Rodé los ojos y solté un suspiro de frustración, girándome apenas para mirarlo por encima del hombro. —¿De verdad querés saberlo? —Sí. Apreté los dientes. Su tono era serio, bajo, pero algo en su mirada me hizo querer gritarle. Como si realmente le importara, como si no supiera lo que me había pasado. Como si no supiera que enterré a mi madre hace menos de una semana. No pensaba darle el gusto de decirlo. —Estoy como cualquiera que vuelve a un lugar que odia —solté con frialdad—. Esperando largarme. Demián me estudió en silencio, y por un instante vi algo cruzar por su rostro. Algo parecido a dolor. Y entonces pasó. Un pinchazo, un ardor recorriéndome la espalda baja. El dolor volvió de golpe, intenso, profundo, obligándome a apretar los labios para no soltar un gemido. Pero Demián lo vio. Su mirada se afiló, su cuerpo se tensó. Sabía lo que estaba pasando. —¿Te duele? —preguntó en un murmullo, como si la respuesta fuera más importante de lo que quería admitir. Me puse rígida. —No es nada. —Eleonor… —No es nada —repetí, con más fuerza. Vete,ya no me interesas y no me importa ni una explicación de tu parte. Así que vuelve por donde viniste y no vuelvas porque no quiero volver a verte nunca más . Pero él no me creyó. Porque él lo sentía. Y no se fue ,se quedó ahí todo el día parado en su impotente camioneta ,un despliegue de lujos que dejaba en claro el dinero que tenía ,el éxito que cargaba en sus hombros. Ella lo veía desde la ventana y no podía dejar de pensar que lo hacía a propósito,que quería recordarle que desde que la dejó hace cinco años, él había llegado muy lejos y lo lejo que estaban sus mundos. Demián Jones ya no era el chico que ella conoció ,se veía en su porte ,su manera de vestir que el siempre ganaba ,pero no sería asi con ells. Recién ahora lo entendía ,su preocupación,claro el muy cínico, sentía todo mi dolor ,si es verdad el mito de los libros que leí alguna vez , y pensé que era ficción y ahora me doy cuenta que no. Que todo es real y yo estoy encadenada a este mundo que no conozco y que me ocultaron,dice que para protegerme. Él sentía el cambio acercarse y espero la oportunidad para encadenar mi vida a la suya .
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