CANTO II-2

2098 Words
-¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que alguno de los troyanos, domadores de caballos, te traiga de Ilio para redimir al hijo que yo a otro aqueo haya hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien te junte el amor y que tú solo poseas? No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos. ¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémoslo aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda; ya que ha ofendido a Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje. Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. En seguida el divino Ulises se detuvo a su lado; y mirándolo con torva faz, lo increpó duramente: -¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilio con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes. Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino: -¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no lo impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes. -Así hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran su discurso y meditaran sus consejos), y benévolo los arengó diciendo: -¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que cantos males habían de traer a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno de sus hijos quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo había mostrado obró en él un prodigio: el hijo del artero Crono transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcante, vaticinando, exclamó: «¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y, con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fue lo que dijo y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo! Así habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Ulises. Y Néstor, caballero gerenio, los arengó diciendo: -¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué es de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordancia con los demás aqueos desean, aunque no lograran su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Cronida nos prestó su asentimiento, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros lo damos. No es despreciable lo que voy a decirte: Agrupa a los hombres, oh Agamenón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo hicieres y lo obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra. Y, respondiéndole, el rey Agamenón le dijo: -De nuevo, oh anciano, superas en el ágora a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, tuviera yo entre los aqueos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus Cronida, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas. Aquiles y yo peleamos con encontradas razones por una joven, y fui el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquél que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña. Así dijo. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no to dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la muerte y del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo: -¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡No se ponga el sol ni sobrevenga la obscuridad antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de cara en el polvo y mordiendo la tierra! Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles: -¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea, los heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate. Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre los aqueos, instigábalos a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate, que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.
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