CANTO VPrincipalía de Diomedes
Entre los primeros, los aqueos, destaca Diomedes, siendo capaz de hacer huir a los mismísimos dioses Ares y Afrodita.
Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia, para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, a hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano. Tal resplandor despedían la cabeza y los hombros del héroe, cuando Atenea lo llevó al centro de la batalla, allí donde era mayor el número de guerreros que tumultuosamente se agitaban.
Hubo en Troya un varón rico a irreprensible, sacerdote de Hefesto, llamado Dares; y de él eran hijos Fegeo a Ideo, ejercitados en toda especie de combates. Éstos iban en un mismo carro; y, separándose de los suyos, cerraron con Diomedes, que desde tierra y en pie los aguardó. Cuando se hallaron frente a frente, Fegeo tiró el primero la luenga lanza, que pasó por cima del hombro izquierdo del Tidida sin herirlo; arrojó éste la suya y no fue en vano, pues se la clavó a aquél en el pecho, entre las tetillas, y lo derribó por tierra. Ideo saltó al suelo, desamparando el magnífico carro, sin que se atreviera a defender el cadáver de su hermano -no se hubiese librado de la negra muerte-, y Hefesto lo sacó salvo, envolviéndolo en densa nube, a fin de que el anciano padre no se afligiera en demasía. El hijo del magnánimo Tideo se apoderó de los corceles y los entregó a sus compañeros para que los llevaran a las cóncavas naves. Cuando los altivos troyanos vieron que uno de los hijos de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a todos se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza, tomó por la mano al furibundo Ares y le habló diciendo:
-¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿No dejaremos que troyanos y aqueos peleen solos -sean éstos o aquéllos a quienes el padre Zeus quiera dar gloria- y nos retiraremos, para librarnos de la cólera de Zeus?
Dicho esto, sacó de la liza al furibundo Ares y lo hizo sentar en la herbosa ribera del Escamandro. Los dánaos pusieron en fuga a los troyanos, y cada uno de sus caudillos mató a un hombre. Empezó el rey de hombres, Agamenón, con derribar del carro al corpulento Odio, caudillo de los halizones; al volverse para huir, envasóle la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por el pecho. Cayó el guerrero con estrépito y sus armas resonaron.
Idomeneo quitó la vida a Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la fértil Tarne, hiriéndolo con la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro: desplomóse Festo, tinieblas horribles lo envolvieron y los servidores de Idomeneo lo despojaron de la armadura.
El Atrida Menelao mató con la aguda pica a Escamandrio, hijo de Estrofio, ejercitado en la caza. A tan excelente cazador la misma Ártemis le había enseñado a tirar a cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que se complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su lanza, lo hirió con un dardo en la espalda, entre los hombros, y le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas resonaron.
Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida, que con las manos fabricaba toda clase de obras de ingenio, porque era muy caro a Palas Atenea. Éste, no conociendo los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de Alejandro, las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los troyanos y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó a aquél, lo alanceó en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte lo envolvió.
Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Anténor, a quien Teano, la divina, había criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.
Eurípilo Evemónida dio muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que era sacerdote de Escamandro y el pueblo lo veneraba como a un dios. Perseguíalo Eurípilo, hijo preclaro de Evemón; el cual, poniendo mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del troyano.
Así se portaban éstos en el reñido combate. En cuanto al Tidida, no hubieras conocido con quiénes estaba, ni si pertenecía a los troyanos o a los aqueos. Andaba furioso por la llanura cual hinchado torrente que en su rápido curso derriba los diques -pues ni los diques más trabados, ni los setos de los floridos campos lo detienen-, y presentándose repentinamente, cuando cae espesa la lluvia de Zeus, destruye muchas hermosas labores de los jóvenes; tal tumulto promovía el Tidida en las densas falanges troyanas que, con ser tan numerosas, no se atrevían a resistirlo.
Tan luego como el preclaro hijo de Licaón vio que Diomedes corna furioso por la llanura y desordenaba las falanges, tendió el corvo arco y lo hirió en el hombro derecho, por el hueco de la coraza, mientras aquél acometía. La cruel saeta atravesó el hombro y la coraza y se manchó de sangre. Y el preclaro hijo de Licaón, al notarlo, gritó con voz recia:
-¡Arremeted, troyanos de ánimo altivo, aguijadores de caballos! Herido está el más fuerte de los aqueos; y no creo que pueda resistir mucho tiempo la fornida saeta, si fue realmente Apolo, hijo de Zeus, quien me movió a venir aquí desde la Licia.
Así dijo gloriándose. Pero la veloz flecha no postró a Diomedes; el cual, retrocediendo hasta el carro y los caballos, se detuvo y dijo a Esténelo, hijo de Capaneo:
-Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del hombro la amarga flecha.
Así dijo. Esténelo saltó del carro al suelo, se le acercó, y sacóle del hombro la aguda flecha; la sangre chocaba, al salir a borbotones, contra las mallas de la túnica. Y entonces Diomedes, valiente en el combate, hizo esta plegaria:
-¡Óyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Si alguna vez amparaste benévola a mi padre en la cruel guerra, séme ahora propicia, ¡oh Atenea!, y haz que se ponga a tiro de lanza y reciba la muerte de mi mano quien se me anticipó hiriéndome, y ahora se jacta de que pronto dejaré de contemplar la fúlgida luz del sol.
Así dijo rogando. Palas Atenea lo oyó, agilizóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos, y poniéndose a su lado pronunció estas aladas palabras:
-Cobra ánimo, Diomedes, y pelea con los troyanos; pues ya infundí en tu pecho el paterno intrépido valor que acostumbraba tener el jinete Tideo, agitador del escudo, y aparté la niebla que cubría tus ojos para que en la batalla conozcas bien a los dioses y a los hombres. Si alguno de aquéllos viene a tentarte, no quieras combatir con los inmortales; pero, si se presentara en la lid Afrodita, hija de Zeus, hiérela con el agudo bronce.
Dicho esto, fuese Atenea, la de ojos de lechuza. El Tidida volvió a mezclarse con los combatientes delanteros; y, si antes ardía en deseos de pelear contra los troyanos, entonces sintió que se le triplicaba el brío, como un león a quien el pastor hiere levemente en el campo, al asaltar un redil de lanudas ovejas, y no lo mata, sino que lo excita la fuerza: el pastor desiste de rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin defensa, huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera salta afuera de la elevada cerca. Con tal furia penetró en las filas troyanas el fuerte Diomedes.
Entonces hizo morir a Astínoo y a Hipirón, pastor de hombres. Al primero lo hirió con la broncínea lanza encima del pecho; contra Hipirón desnudó la gran espada, y de un tajo en la clavícula separóle el hombro del cuello y la espalda. Dejólos y fue al encuentro de Abante y Polüdo, hijos de Euridamante, que era de provecta edad a intérprete de sus sueños: cuando fueron a la guerra, el anciano no les interpretaría los sueños, pues sucumbieron a manos del fuerte Diomedes, que los despojó de las armas. Enderezó luego los pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope -éste los había tenido en la triste vejez que lo abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas-, y a entrambos les quitó la dulce vida, causando llanto y triste pesar al anciano, que no pudo recibirlos de vuelta de la guerra; y más tarde los parientes se repartieron la herencia.
En seguida alcanzó a Equemón y a Cromio, hijos de Príamo Dardánida, que iban en el mismo carro. Cual león que, penetrando en la vacada, despedaza la cerviz de una vaca o de una becerra que pace en el soto, así el hijo de Tideo los derribó violentamente del carro, les quitó la armadura y entregó los corceles a sus camaradas para que los llevaran a las naves.
Eneas advirtió qué Diomedes destruía las hileras de los troyanos, y fue en busca del divino Pándaro por la liza y entre el estruendo de las lanzas. Halló por fin al fuerte y eximio hijo de Licaón; y deteniéndose a su lado, le dijo:
-¡Pándaro! ¿Dónde guardas el arco y las voladoras flechas? ¿Qué es de tu fama? Aquí no tienes rival y en la Licia nadie se gloría de aventajarte. Ea, levanta las manos a Zeus y dispara una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento a los troyanos -de muchos valientes ha quebrado ya las rodillas-, si por ventura no es un dios airado con los troyanos a causa de los sacrificios, pues la cólera de una deidad es terrible.
Respondióle el preclaro hijo de Licaón:
-¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas túnicas! Parécese por entero al aguerrido Tidida: reconozco su escudo, su casco de alta cimera y agujeros a guisa de ojos y sus corceles, pero no puedo asegurar si es un dios. Si ese guerrero es en realidad el belicoso hijo de Tideo, no se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales lo acompañe, cubierta la espalda con una nube, y desvíe las veloces flechas que hacia él vuelan. Arrojéle una saeta que lo hirió en el hombro derecho, penetrando por el hueco de la coraza; creí enviarle a Aidoneo, y sin embargo de esto no lo maté; sin duda es un dios irritado. No tengo aquí corceles ni carros que me lleven, aunque en el palacio de Licaón quedaron once carros hermosos, sólidos, de reciente construcción, cubiertos con fundas y con sus respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena. Licaón, el guerrero anciano, entre los muchos consejos que me dio cuando partí del magnífico palacio, me recomendó que en el duro combate mandara a los troyanos subido en un carro; mas yo no me dejé convencer -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo- y rehusé llevarme los corceles por el temor de que, acostumbrados a comer bien, se encontraran sin pastos en una ciudad sitiada. Dejélos, pues, y vine como infante a Ilio, confiando en el arco que para nada me había de servir. Contra dos próceres lo he disparado, el Tidida y el Atrida; a entrambos les causé heridas, de las que manaba verdadera sangre, y sólo conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el corvo arco el día en que vine con mis troyanos a la amena Ilio para complacer al divino Héctor. Si logro regresar y ver con estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y de elevado techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al relumbrante fuego este arco, ya que su compañía me resulta inútil.
Replicóle Eneas, caudillo de los troyanos:
-No hables así. Las cosas no cambiarán hasta que, montados nosotros en el carro, acometamos a ese hombre y probemos la suerte de las armas. Sube a mi carro, para que veas cuáles son los corceles de Tros y cómo saben así perseguir acá y acullá de la llanura como huir ligeros; ellos nos llevarán salvos a la ciudad, si Zeus concede de nuevo la victoria a Diomedes Tidida. Ea, coma el látigo y las lustrosas riendas, y bajaré del carro para combatir; o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré de los caballos.