―¿Familiares de la señora Rosa María Relish? ―El doctor paseó la vista por la sala de espera hasta que una entorpecida joven con café en mano, castaña oscura, un rostro angelical y unos enormes ojos celestes, se acercó a él―. ¿Está usted sola? ―Frunció el ceño y miró en busca de alguien más.
―Es mi abuela. Yo estoy sola.
La delicada voz lo hizo suspirar.
―¿No hay alguien que sea mayor?
Nahara, quien ya estaba acostumbrada a que la cuestionaran y la vieran como algo frágil, negó.
―Tengo la mayoría de edad. Soy lo único que mi abuela tiene, y lo único que tengo yo es a ella ―el hombre dudó incluso más al saber aquello―, así que, por favor, dígame lo que está pasando con mi abuela, lo voy a resistir.
Casi en contra de su voluntad, le señaló el camino directo a su despacho.
Nahara, una joven sensible e inocente que por cosas de la vida se había visto obligada a madurar desde muy temprana edad, siguió al doctor hasta el despacho. Su corazón latía con fuerza. Ella estaba nerviosa, rogándole a Dios que todo estuviera bien con su yaya. ¿Qué haría ella sin la mujer que la había criado y amado toda su vida?
―¿Está bien? ―Nahara salió de sus pensamientos y asintió con una pequeña sonrisa―. Su abuela tiene una afección cardíaca llamada ateroesclerosis ―empezó a informarle―. La ateroesclerosis es la acumulación de grasas, colesterol y otras sustancias dentro de las arterias y en sus paredes.
Nahara no lo escuchaba. Ella solo podía percibir un poderoso pitillo en sus oídos, tan fuerte que la entumeció por completo, quitándole toda capacidad.
«¿Su corazón?», era lo único que se repetía en su cabeza.
―¿Está bien?
Ella, al sentir la mano fría del hombre en su antebrazo derecho, asintió sin saber por qué. No había oído nada.
―¿Q-Qué se puede hacer para que se recupere?
El hombre le tendió una carpeta.
―En un caso tan avanzado como el de ella, lo recomendable es hacer una cirugía a corazón abierto para tratar de quitar la placa.
Nahara evitó cerrar los ojos y derrumbarse en llanto ahí mismo.
―¿Cuánto cuesta? ―preguntó con voz firme, pero por dentro no dejaba de vacilar.
―Cuarenta y cinco mil euros.
Nahara dejó de titubear. ¿Cómo iba a conseguir ese dinero si apenas podía llegar a fin de mes con lo que se ganaba? ¿De dónde podría sacar tal cantidad de dinero?
―De acuerdo. ―Lo miró―. Ella se quedará aquí, ¿cierto?
―Sí, por eso no se preocupe. La mantendremos cómoda hasta que se le haga la cirugía. ―Nahara asintió un poco preocupada―. Quédese tranquila, solemos dar tiempo. ―Se puso en pie y le sonrió.
―Muchas gracias, doctor. ―Observó la puerta―. ¿Puedo verla antes de marcharme?
―Por supuesto. La guiaré a la habitación.
Ambos se dirigieron al quinto piso, donde estaban los pacientes internados. Nahara sonrió al saber que su yaya estaría muy cómoda y podría ser bien cuidada.
―¡Yaya! ―La contempló con incredulidad―. ¿Qué haces con los pacientes?
La mujer, que era una gitana, se encogió de hombros.
―Echándoles la suerte ―respondió como si tal cosa―. Aquí más de uno morirá. Lo bueno es que tendrán seguro de vida para cuando eso pase.
Nahara no se lo podía creer. Su abuela siempre había sido libre como el viento y creía en la suerte como cualquier gitano.
―Por Dios, yaya, vuelve a tu cama, te lo suplico. —Se quejó por tener que recoger todo―. Por favor, quédate en cama y sé buena.
La anciana miró los hermosos ojos celestes de su nieta y sonrió.
―Pronto todas esas preocupaciones que tienes se desvanecerán y tú renacerás como una mujer fuerte y poderosa. ―Nahara la miró con amor―. Hazme caso, muchacha. El amor llegará a ti. Un encuentro lo definirá todo en tu vida.
―Ay, yaya, deja de decir esas cosas. No pienso enamorarme nunca. No hay hombre como mi abuelo.
La mujer sonrió.
―Estaba tu abuelo. ¿Quién te garantiza que no haya otro como él?
Nahara besó la frente de su abuela.
―Debo irme a trabajar. En cuanto termine mi turno, vendré a verte, ¿de acuerdo? Mientras tanto descansa.
La anciana acarició la mejilla de su nieta.
―Prométeme que, cuando yo no esté, tú buscarás la manera de ser feliz. Dime que harás todo lo posible por cumplir cada uno de tus sueños. Necesito escucharlo.
Nahara, con ganas de llorar, asintió.
―Prometo hacerlo, pero a ti no te pasará nada. ―Besó su frente―. Nos vemos mañana en la mañana.
―Y traes desayuno. Aquí matan de hambre a la gente.
Nahara se sonrojó por la vergüenza y, tras disculparse con todos los pacientes y sus familiares, se marchó.
―¿Quién más quiere que le lea las cartas? Solo cobro veinte euros. Venga, aprovechen.
Como era de esperarse, doctores, pacientes y familiares desearon saber su futuro.
Nahara respiró hondo. Ya la noche había caído, y estaba tan fría como la anterior. Miró al hospital y sonrió. Su abuela la crio leyendo cartas, vendiendo telas y rebuscándose de todas las maneras posibles. Por eso ella no dudó en aceptar ser bailarina en un antro de mala muerte para ayudar a su abuela, quien ya no tenía la misma energía ni la salud de antes.
―Taxi. ―Paró el auto y se subió rápidamente.
No tenía mucho dinero, pero no podía permitirse llegar tarde. Sus espectáculos eran de los más esperados, y si se atrasaba, su jefa la castigaba quitándole las propinas, y no quería eso.
Mirando por la ventanilla del auto, suspiró una y otra vez. Incluso el chofer le preguntó si estaba bien, pero Nahara no logró escucharlo. Sus pensamientos hacían muchísimo ruido y la sumían de tal manera que no podía percatarse de lo que pasaba a su alrededor.
―Señorita. ―El hombre miró a sus espaldas. ¿Por qué era tan grosera y lo ignoraba si ya llegaron?―. ¡Señorita!
Nahara, que todavía estaba sumida en sus pensamientos, se sobresaltó por su grito.
―Lo siento mucho ―lo observó avergonzada―, no fue mi intención. Tome. ―Le pagó con una cariñosa sonrisa que le bajó el enojo al hombre.
―No debería perderse de esa forma. No todo el mundo es bueno.
Ella agradeció el consejo, bajó del auto y corrió dentro del lugar, que estaba repleto de gente.
Rápidamente, el bullicio del lugar alteró todo en ella. La única parte que disfrutaba era estando en el escenario, mientras bailaba. En el escenario se olvidaba de todo y era feliz de una manera que no podría serlo en su día a día.
―Gitana ―la voz autoritaria de su jefa la tensó por completo―, nos ha llegado un cliente muy importante.
Nahara deseó resoplar. Para ella todos los clientes eran importantes después de que tuvieran mucho dinero.
―Quiero que te pongas las prendas más sexis y te prepares para salir al escenario. No tardes.
Nahara la siguió con la mirada. ¿Por qué se lo pedía a ella si, al contrario de sus compañeras, solo bailaba?
―Es muy imponente y sexi. ―Las chicas estaban emocionadas por alguna razón que ella ignoraba―. Se dice que es el dueño de toda Sicilia. ¿Cómo lo ven?
―¡Quiero que se fije en mí! ―chilló otra―. Estar entre los brazos de ese hombre sería un sueño.
―¿De qué hablas? ―otra se unió a la conversación―. Dicen que es un demonio en cuerpo de hombre. ―Negó―. Es un animal en la cama. Toda mujer que se acuesta con él queda sin caminar por varios días y otras incluso deciden no tener más sexo.
―Pero paga bien. Eso lo vale absolutamente todo. ―Se encogió de hombros―. Si a mí me pagaran una cantidad ridícula, aceptaría que me usen como una muñeca. ―Miró a Nahara―. ¿No estás de acuerdo conmigo, gitana?
―No creo que el sexo con dolor valga la pena.
La chica entornó los ojos.
―¿Para qué te lo pregunto? Eres virgen y no sabes nada ―se burló―. Solo hay que ver cómo rechazas las ofertas de esos hombres.
Nahara negó y se dirigió a cambiarse. Necesitaba hablar con su jefa antes de salir al escenario.
Cuando ya estaba lista con su maquillaje pesado, peluca roja, al igual que su sexi vestimenta, corrió al despacho de su jefa. Tocó la puerta y no tuvo respuesta, pero, como necesitaba hablar con ella, la abrió.
―Señora, ¿puedo hablar con usted? ―El hombre rubio que estaba en el interior del lugar la contempló de inmediato, pero Nahara no se percató de su presencia—. Es muy urgente.
La mujer, tras gruñir y disculparse con su acompañante, salió del despacho.
―¿No viste que estoy demasiado ocupada? ―ladró molesta―. ¿Qué quieres? ―preguntó a regañadientes.
―Quería pedirle un favor. ―Su jefa alzó las cejas, y eso hizo sentir muy incómoda a Nahara, quien bajó la mirada―. Mi abuela necesita una cirugía y no tengo para pagarla. Quería saber si usted podría prestarme cuarenta y cinco mil euros para…
―¿Acaso estás loca? ―la cortó, y se carcajeó por su osadía.
―Le pagaré cada centavo, no importa cuántos años deba trabajar para usted.
La mujer esta vez sonrió con malicia.
―¿Acaso estás dispuesta a trabajar más que para atender mesas y bailar? El señor Johnson todavía pide por una sesión privada.
Nahara apretó las manos. Era un viejo asqueroso que golpeaba a las chicas.
―Puedo tener otro trabajo aparte de este para pagarle más rápido y…
―Vete ―ordenó, callándola―. Sal de aquí.
―Lo siento ―susurró―. Iré a terminar de prepararme y…
―No, he dicho que te vayas. ―Nahara la miró sorprendida―. No me sirves de nada.
―Pero… pero…
―Lárgate. Mis otras chicas valen por mil.
Los ojos de Nahara se le llenaron de lágrimas.
―Pero vivo de esto. Si usted me despide, yo…
―¿No dijiste que encontrarías otro trabajo? ―se burló―. Pues bien, es hora de hacerlo. ―Le dio la espalda y se metió al despacho.
Nahara, llorando a mares, corrió al camerino, se puso una gabardina para cubrir su diminuta vestimenta y salió del local. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo podría mantenerse? ¿Qué haría para ayudar a su abuela? ¿Por qué le pasaban tantas cosas?
―Señorita ―miró al hombre alto, de pelo n***o y mirada peligrosa―, necesito hacerle una propuesta.
―Lo siento, ya no trabajo aquí, y no tengo sexo con los clientes ―lo cortó de una vez. Tenía mucho que pensar para estar lidiando con ese tipo de hombres―. Por favor, retírese. ―Lloraba en la acera, y se puso en pie al ver que él no se movía.
―Espere. ―La agarró del brazo con un poco de fuerza, y eso la asustó―. Cien mil euros al cash si acepta ver a mi jefe.