Capítulo 3: Plan B Fallido

1469 Words
Mekeril respiró hondo y miró por la ventanilla del auto. Estaba listo para darles un golpe contundente a los franceses. Los robos de cargamentos no eran para nada su estilo, pero esos estúpidos consideraron que lo podían joder, y él les demostraría lo que pasaba cuando pensaban que podían joderle la vida. Un mes llevaba en Francia, estudiando al enemigo para que su movida fuera perfecta, como todo lo que él hacía, follándose a sus perras y comprando a toda su gente. Los destruía lentamente para más placer. Y ya quería ver la cara de Orson Leroy, el pobre desdichado que osó fastidiarle una de sus negociaciones con un importante capo. ―Señor ―Alessandro, el sottocapo o mano derecha de Mekeril, llamó su atención―, hay movimientos. Llegó la hora. Mekeril asintió. Lo había esperado por más de un mes. Gracias a ese imbécil se vio en la obligación de salir de Italia. Eso provocó que aquella chiquilla de ojos celestes y dulces desapareciera antes de que sus hombres pudieran encontrarla, y desde la distancia no podía presionarlos como deseaba. Sin duda, de estar presente ya la habría encontrado de una vez por todas. ―No quiero errores. Prepárense para lo peor. Alessandro miró a su jefe y negó. Quería una confrontación, y era justo. Por eso lo consideraban demasiado peligroso, aunque el boss veía a su hijo como un imprudente. ―Quiero ver al hijo de puta a los ojos antes de acertarle un disparo en medio de las cejas. Amo cuando mueren con los ojos abiertos. ―Ladeó la sonrisa. ―Ya están haciendo la negociación. Es hora. Al escuchar la radio, Mekeril, Alessandro y otros de sus hombres salieron de las camionetas y corrieron al lugar donde se daba la negociación. Naturalmente, los hombres pensaron que el otro había traicionado, pero Mekeril puso al francés como el conspirador y pronto ganó a un aliado para acabar con Orson. El hombre luchó como estaba acostumbrado. Mekeril y el otro capo lo redujeron a cero en cuestión de minutos. ―Tu muerte cerrará una nueva alianza. Quien gana con traición pierde con muerte. ―¡No! ―El hombre no pudo rogar más por su vida, ya que Mekeril le disparó justo en medio de la ceja, llevándolo a morir de la forma que se imaginó. ―Gracias por esto. ―Miró a su nuevo socio―. Espero que pronto cerremos el trato como se merece. ―Le tendió la mano―. Tienes una invitación a Italia cuando gustes. ―Lo mismo digo. ―Le estrechó la mano―. Francia es tu hogar. Y gracias por ayudarme a deshacerme de esa escoria. Mekeril asintió con seriedad. Solo lo usó. ―Hay que irnos. Recójanlo todo ―ordenó con un gruñido. Un disparo le alcanzó el costado. ―Debería ir a un hospital antes de irnos ―aconsejó Alessandro al verlo perder demasiada sangre. ―No te preocupes por mí. Sabes que no me gusta dejar rastro. ―Apretó la mandíbula―. Acelera todo. Quiero irme a casa. El hombre suspiró. Era un muchacho bastante necio. Mekeril sudaba frío. La sangre que perdía era mucha, pues brotaba constantemente. Intentó sellarla para evitar tanta pérdida, pero nada pareció funcionar. Él ya estaba bastante pálido y apenas habían despegado. Nahara abrió los ojos y suspiró. Todavía no se acostumbraba a estar sola. Hacía un mes recibió una de las noticias más dolorosas de su vida. Su abuela murió en el quirófano y ni siquiera pudo despedirse de ella. Decidió mudarse de Roma a Sicilia para dejarlo todo atrás y empezar una vida nueva, como se lo prometió a su yaya. Cada día era más doloroso que el primero. No se daba a la idea de que su única compañera la hubiese dejado sola tan repentinamente. ―Bien, Nahara, es hora de seguir con tu promesa y… ―Las ganas de vomitar le descompusieron el gesto―. Dios, no vuelvo a beber más cervezas. ―Se negó a ello debido al malestar. El dolor de cabeza era punzante―. Madre mía. ―Miró todo lo que vomitó. Por poco devolvió también las entrañas―. Es un hecho, no volveré a beber. ―Negó, bajó la cadena y se metió a la ducha. A solo unas semanas de cumplir sus veinte años, aceptó un voluntariado en un hospital, ya que se metió a la universidad a estudiar medicina. Ella soñaba con ser una cirujana y lucharía por lograrlo sin importar lo que pasara. Al verse al espejo, sonrió. Enormes ojos celestes, cabello oscuro y extremadamente largo, aspecto inocente y muy bonita, según las personas que la rodeaban. Recordar eso la hizo reír. Su abuela decía que era una auténtica gitana y que la seducción estaba en su sangre. Eso siempre la hacía rabiar porque ella era todo, menos sensual o atrevida. Miró el hospital y sonrió. Le fascinaba ayudar a todas las personas sin importar su procedencia. Apenas era una voluntaria, pero ya sabía suturar, tomar muestras de sangre, limpiar heridas, entre otras cosas. No era que ya debía saber esas cosas, pero le encantaba aprender, y no era algo que se le hiciera difícil. Solo bastaba ver algo una sola vez y lo aprendía. Por eso era y seguía siendo la mejor en sus clases. ―Hola, Nahara. ¿Lista para el brote de gripa? ―Le tendió una mascarilla―. Cuídate. No podemos darnos el lujo de quedar sin personal. Ella se puso la mascarilla de inmediato. ―¿Cubro urgencias entonces? El doctor asintió. ―Por favor. ―Le guiñó un ojo con una sonrisa en los labios. Nahara corrió para cambiarse de ropa y ponerse el uniforme. A ella nadie la cuestionaba, pues vivía en una parte modesta de Sicilia, exactamente en un pueblito donde todos se conocían y las cosas eran tranquilas. Se ganó a la gente con rapidez y ya no temían por su apariencia, es más, la pedían siempre que visitaban el hospital. ―¿Estás bien? ―Chiara, su amiga, alzó las cejas―. Desde ayer has estado con malestares estomacales. ―Lo sé, y aun así me dejé llevar por ti y bebí esas cervezas. Ahora me arrepiento. ―Limpió su boca con el dorso de la mano―. ¿También te enviaron para urgencias? ―No, estaré en laboratorio entregando resultados. ―Entornó los ojos―. Quiero terminar la universidad rápido para que me tomen en serio. ―Solo te faltan dos años ―la animó―. El internado no será fácil, pero podrás hacer más. Chiara sonrió. ―Oye, te veo muy pálida. ―Cambió el gesto―. ¿De verdad te sientes bien? Nahara, que se había sentido muy mal, asintió. ―Solo falta que la gripa me haya alcanzado. ―Resopló―. Nos vemos en el almuerzo ―se despidió de su amiga, pero esta, que no podía quedarse quieta, buscó lo que necesitaba y la siguió hasta urgencias. ―Vamos al baño, venga. ―¿Qué haces? Debo apoyar a los doctores a atender a las personas. ―Y lo harás, pero primero esto ―le señaló la prueba, pero Nahara rápidamente la ocultó y miró a todos lados. ―¿Estás loca? No estoy embarazada. ―La llevó al baño―. Mira, tuve mi primera vez antes de mudarme acá, pero tomé un plan B. No hace falta esa prueba. He de haber pescado un virus y… ―Háztela, Nahara. ―Se la tendió. Fastidiada, se la arrebató y se metió en uno de los cubículos. ―Aquí tienes. ―Se la entregó―. Ahora déjame en paz. Necesito trabajar. ―Salió del baño sin hacerle mucho caso. ―Señor, debe quedarse quieto ―pidió una de las enfermeras, nerviosa. ―Solo cierra la herida y ya está ―ordenó rabioso. Él ni siquiera quería ir a ese hospital, pero según su mano derecha estaba casi muerto. ―Hola. ―Nahara sonrió―. No te asustes, no pasa nada ―calmó al niño que no dejaba de ver la cortina que lo dividía de la cama de al lado―. Algunos grandulones son más flojitos que los más pequeños. ―Le guiñó―. Ya viene el doctor, ¿vale? Yo te haré compañía mientras tanto. Mekeril, que había escuchado esa voz conocida, apartó a la mujer que estaba por cocerle la herida y abrió la cortina solo para ver ese pelo n***o recogido. ―¡Estás embarazada! ―Chiara llegó sin importarle quién estuviera a su alrededor―. Plan B fallido. Nahara, la enfermera, el niño y sobre todo el rubio malherido que se puso en pie miraron a Chiara impactados por la noticia. ―Embarazada…
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