Mar Egeo
20 de agosto de 1675 AC
Había mucho humo, tanto que no se podía ver nada a más de un palmo de distancia. Apenas se distinguían las siluetas de las ruinas de lo que quedó de Acrotiri, muñones de tierra y trozos de edificaciones esparcidos como un dominó sobre un fragmento de tierra en forma de medialuna. La mayoría de la isla había quedado bajo el agua, sumergida tras el cataclismo desencadenado por Marduk cuando convocó los elementos para sumar fuerzas y contener la furia de Samael. Columnas de agua hirviente subían desde el lecho marino, aniquilando toda forma de vida en su ascenso hacia la superficie.
Tras los temblores producidos por la energía liberada de las entrañas de la tierra por una terrible erupción volcánica, las olas se levantaron embravecidas y avanzaron sobre las costas, con tal ímpetu, que no dio tiempo a los habitantes de la isla a subir a los puntos más altos para ponerse fuera de su alcance. El tsunami fue casi inmediato y paredes de agua avanzaron como enardecidos gigantes, empequeñeciendo a las más altas montañas.
Los que no hicieron caso a la llamada de evacuación sucumbieron casi sin darse cuenta. Hombres, mujeres, niños, animales. Todo. Todo se lo tragó el océano de un solo bocado, desapareciéndolos en sus profundidades. Una de las civilizaciones más avanzadas del Mediterráneo, objeto de admiración y elogio por todos los que la conocieron, se borró de la faz de la Tierra en un solo día, sin dejar prácticamente rastro.
De pie, sobre un promontorio que sobrevivió a la fuerza avasalladora de las aguas, enfundado en su armadura refulgente como el fuego, Camael observaba con estupor la obra de sus manos. Su vista se perdía en el horizonte, cubierto por una enorme nube de hollín que se esparcía rápidamente hacia el este, impulsada por los fuertes vientos que levantaban las aguas con furia para sepultar bajo ellas lo poco que quedaba de Acrotiri.
Algunas embarcaciones repletas de pobladores mojados y cubiertos de ceniza peleaban con los elementos para no sucumbir en un intento por llegar a tierra firme. El arcángel extendió las alas hacia el frente e invocó con voz grave a los vientos para que se calmaran y permitieran a los sobrevivientes alejarse lo más posible del epicentro de la erupción volcánica, que aún escupía fuego y lava hacia los cielos.
Justo en ese momento, un hombre de gran estatura vestido con armadura de oro se materializó junto a él y levantó su mano derecha para calmar las aguas, que retrocedieron de inmediato y dejaron de avanzar tierra adentro. En cuestión de minutos, el mar recobró su quietud hasta quedar completamente en calma. Paralizado. Sin olas. El océano se había tornado n***o, como el hollín que lo envolvía y se reflejaba sobre su superficie como un macabro espejo.
—Hay que ayudarlos a que se salven—dijo el arcángel—. ¡Nadie debió morir! ¡Son demasiados daños colaterales!
—Son menos muertos de los que habría si no lo hubieras contenido— respondió el recién llegado que, a diferencia de su acompañante, no tenía alas ni espada de fuego. Con un ligero movimiento de muñeca impulsó las embarcaciones repletas de aterrorizados acrotienses hacia la franja de tierra más cercana, como si les diera un empujoncito. Los vio llegar a las playas de Creta y bajarse en tropel, besando la arena que los recibía tras escapar del terror y la muerte.
—Tal vez debí seguir mis órdenes y acabar con él, en vez de desencadenar una hecatombe para someterlo.
—Lo hecho, hecho está. Ya no hay cabida para el arrepentimiento. Aunque es una pena que justamente utilizaras este portal para encarcelarlo.
—Si te parece, lo llevaba al de Egipto, que es el próximo— respondió irritado el arcángel, quien tenía el rostro cubierto de hollín y el ceño fruncido.
—Habrá que esconder muy bien lo acontecido, que no quede vestigio en la historia de esta batalla. Borrar del mapa una de las civilizaciones más avanzadas del plano físico para poner en cintura a un ángel rebelde no deja bien parado al Ejército Celestial.
—No me deja bien parado a mí, a nadie más. Seguramente voy a arrepentirme eternamente por no haber matado a mi propio hermano, aunque la Tierra se calcinara en el proceso.
Sin quitar los ojos del oscuro mar que tenía frente a él y que reflejaba la negrura que cubría los cielos, el arcángel guardó su espada y se sacudió el hollín de las enormes alas iridiscentes, justo en el momento en que dos ángeles rubios con armaduras de metal brillantes aparecieron a su lado y lo tomaron por los brazos, sin que se resistiera.
—Tenemos órdenes de llevarte con Mish— dijo uno de ellos.
—¿Ya sabe lo que pasó? —preguntó sin mover un solo músculo de su rostro.
—Hasta el Séptimo Cielo han llegado las nubes de ceniza y el olor a muerte. También se escuchan los alaridos de Samael maldiciendo al Hacedor por recluirlo en el Inferos. Está todo muy agitado y Mish parece molesto con el resultado de tu gesta.
—Entonces, me imagino que no me mandó a buscar para felicitarme— agregó con sorna.
—Mi general—dijo el segundo ángel inclinando la cabeza en señal de respeto, sin soltarlo del brazo—. Escuché decir que piensan castigarlo con el destierro.
El arcángel miró a Marduk, que estaba parado frente a él con expresión irritada al escuchar que pensaban hacerle pagar por su desobediencia.
—Gracias por darme una mano— le dijo Camael al sumerio.
—Cuando quieras, arcángel.