El jueves, hacia la hora de comer, llamaron a la puerta. Me sobresalté. No estaba acostumbrado a los ruidos repentinos. Era extraño lo rápido que me había aclimatado al silencio de este apartamento. Me apresuré a mirar por la mirilla. No había nadie fuera. Me puse nerviosa, casi desconfiada, pero no pude resistirme a abrir la puerta para asegurarme. Podía abrirla y cerrarla rápidamente, con suerte más rápido que quienquiera que me estuviera esperando para tenderme una emboscada en el pasillo. Abrí una rendija, lo suficiente para asomarme al exterior. En el suelo había un enorme ramo de las flores más hermosas que jamás había visto. Con cuidado, abrí la puerta un poco más, lo suficiente para estirar la mano y agarrar el ramo. Pero no había nadie en el pasillo y no corría peligro. Aun as