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El mafioso y su bailarina

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Blurb

Daslan no era nadie, hasta que fue secuestrado y llevado con Vassil Ivanov, el capo de una de las mafias más terribles de todo el país. Vassil no era un hombre que tuviera piedad ante un niño de ocho años, desde el momento en que Daslan está ante él, sabe que su vida se ha ido al infierno.

Vassil convierte a Daslan en su aprendiz, destruye su inocencia y lo hace consciente del mundo crudo de la mafia, donde después de años deja de ser el niño aterrorizado que sacaron de un burdel. Ahora es Daslan Ivanov. Cruel. Asesino. Ladrón. Un hijo del pecado que fue adoptado por la corrupción.

Un nuevo negocio se pone en marcha y Daslan tiene que ir a los barrios más bajos de Francia en busca de su atracción principal. Es entonces cuando escuchará los rumores de “La petite mort”. Nicolle tiene una belleza inaudita, cuando ella baila algunos lloran, otros cantan, pero la mayoría…reza. Cuando se detiene su alias cobra sentido.

Nicolle es “La pequeña muerte” y está a punto de ser comprada por Daslan Ivanov, el hombre que todo lo puede.

Nota de la autora: Actualización diaria de septiembre.

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Prefacio
Le habían advertido que tuviera cuidado, que lo que sentía por esa mujer iba a arruinarlo. Destruirlo. Ahora caminaba entre ruinas, siguiendo a ciegas el fantasma de una voz devastadora que aclamaba su nombre. La tierra levantada por los escombros recién caídos formaban figuras que jugaban con su mente. ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba a quien había declarado como su mujer? Sentía que caminaba dentro de sí mismo, un lugar devastado por una explosión, ambas ocasionadas por la misma mujer. La mujer que tenía demonios en sus ojos y pecado divino en sus labios. La mujer de la que muchos habían huido por miedo y por la que otros se habrían arrodillado solo para ella los tocara. Así era ella, temida y deseada. Para Daslan, ella era su pequeña muerta. Lo había matado de muchas formas, ninguna tan grave como para llevarlo a la tumba, pero si era ella quien terminaba muerta y desaparecía para siempre, iba a enloquecerlo. El pánico comenzaba a roerlo, hacía que sus manos temblaran como nunca antes habían hecho, hacía que sus ojos reclamaran llenándose de agua indeseada y tortuosa. ¿Dónde estaba ella? Sus manos estaban manchadas de sangre, los trozos de ladrillo y madera le cortaban la piel, pero no le importaba, él iba a seguir. Si tenía que escarbar para encontrarla lo haría. Hasta el núcleo de la tierra si fuera necesario. Voces llenaron su cabeza, recuerdos de cada vez que La petite mort era presentada y alabada. «La muerte por la que todos rogarían», las personas cantaban ovaciones estando de acuerdo, «La visión de un ángel con ojos malditos». Él se habría creído inmune a cualquier adicción mortal. Él había sido un dios malvado y oscuro. Sus adoradores lo conocían por ser alguien que todo lo podía. “Daslan Ivanov. El que todo lo puede”. Habían festejado su desapego por las tentaciones. Hasta que llegó ella. Ella. ¿Dónde estaba ella? No podía perderla también. No iba a soportarlo. «Daslan, mírame a los ojos». Le había dicho su madre el día en que su desgracia comenzó. «Siempre voy a estar contigo». «Siempre voy a estar contigo». Era una de las ultimas cosas que su mujer le había dicho también. Darse cuenta de eso lo nubló, perdió el juicio, la razón. Los fantasmas se alzaron y se lo tragaron por completo, hundiéndolo en la desesperación. La asfixia lo llevó al día en el que fue asesinado y obligado a convertirse en otra persona. Esa vida oscura y terrorífica antes de la catarsis. ***** Tenía solo ocho años y estaba escondido. Su madre siempre le decía que debía esconderse cuando llegaban los clientes. Daslan no era tonto, aunque los otros niños allí lo llamaran así por ser era el más pequeño. Él sabía tanto como ellos y entendía lo que pasaba cuando esos hombres visitaban el lugar. Le hacían daño a su madre, ella lo negaba siempre, lo ocultaba, pero él se daba cuenta. No importaba si ella se cubría el rostro con gruesas capas de polvos y cremas. Daslan veía sus hematomas durante las noches, cuando ella se lavaba los rastros del día y se dejaba la piel de la cara al natural. Pero Daslan tenía prohibido decirle algo, ella misma se lo había ordenado una vez después de darle una bofetada. La impotencia y la angustia lo ahogaban en ese pequeño agujero en la pared que su madre había construido para él, desde que las noticias sobre los secuestros de niños por las mafias nefastas abundaron en los callejones, todas las madres encontraron ratoneras donde meter a sus pequeños. Había telarañas en su escondite y en ocasiones los ratones le rozaban las piernas, estaba acostumbrado a ello. Les había puesto nombres incluso. Palabrotas, dos grandes palabrotas, porque era divertido y porque nadie más podía escucharlo. Fue una gran palabrota lo que brotó de él cuando el sonido de las detonaciones comenzó. Los gritos femeninos le helaron la sangre. Los pasos apresurados hicieron que su vejiga se apretara y casi se ensució los pantalones. Cubrió sus oídos y cerró sus ojos, sacudiéndose con pánico. «Eres un cobarde». Se habría burlado Dante, uno de los niños más grande. «Delgaducho y débil. No tienes que esconderte de la mafia, ninguna tomaría a un niño como tú». Sus comentarios siempre eran crueles, los que venían serían peores que los anteriores, lo sabía, porque así era su vida en el burdel. Había aprendido que cuando la comida y las mantas para el invierno escaseaban, los débiles eran descartados. Él era débil. O al menos eso decían todo el tiempo. Cuando el silencio volvió Daslan asomó su rostro removiendo las gruesas telas que cubrían el agujero en la pared. Se encontró con un hombre devolviéndole la mirada. Ni siquiera le dio tiempo de gritar, el hombre tiró de sus hombros tan fuerte que Daslan sintió que uno de sus huesos se salía de su lugar. El sonido de su respiración enterró todos los demás, sintió una presión en su pecho, creyó que iba a desmayarse, pero entonces el hombre lo tiró en medio del recibidor del burdel y el aire salió de sus pulmones con rabia. —¡Daslan! —el gritó horrorizado vino de su madre, ella estaba acurrucada junto con otras mujeres apenas vestidas—. Por favor, es mi hijo. —¿Lo quieres vivo? —preguntó uno de los hombros, tenían dos revólveres en sus manos. Daslan se levantó del suelo tembloroso, quiso ir hacia su madre, pero una gran mano lo detuvo—. Entonces déjalo venir con nosotros. —Por favor —lloró su madre. Las rodillas de Daslan chocaron entre sí por la fuerza de sus temblores, estaba aterrorizado. Quería correr con su madre, abrazarla y que le cantara para espantar sus miedos, como hacía cuando tenía pesadillas, pero esa mano en su hombro no se lo permitió. —Déjalo convertirse en alguien de utilidad, mujer, ¿qué vida puede esperarle creciendo en un lugar como este? —se rió el hombre que lo sostenía—. Con nosotros al menos tendrá la posibilidad de hacerse hombre. “Hacerse hombre” para ellos significaba matar y no apartar la mirada. Bañarse de sangre y seguir teniendo la capacidad de comer y rezar durante la cena. “Hacerse hombre” era convertirse en un asesino. Matar para un capo que conseguía su dinero de manera sucia e ilícita. Lo que ellos no decían era que la mayoría de los niños y adolescentes que tomaban ni siquiera sobrevivían a la iniciación, morían secuestrados por mafias enemigas, como corderos enviados al matadero. Dante les contaba sobre eso algunas veces, tenía a varios amigos en las calles y siempre tenía historias llenas de crudeza para contar. —Daslan, mírame, mírame a los ojos —le ordenó su madre, ella se lanzó hacia adelante, pero las otras mujeres le clavaron los dedos en su piel blanda para detenerla—. Siempre voy a estar contigo, hijo. Siempre. Compartían los mismos ojos grises fríos, pero donde ella era rubia, Daslan tenía el cabello del color de la noche. No pudo seguir observando el rostro hermoso de su madre marchitado por el odio del mundo, un saco fue puesto sobre su cabeza y su cuerpo fue tirado hacia atrás. —¡Daslan! Escuchó los gritos de su madre incluso después de que lo tiraron dentro de un carruaje, escuchaba la herradura de los caballos contra las piedras y sus relinchidos, sentía otros cuerpos contra él y supo que no era el único niño asustado, el olor a orina, vómito y otros fluidos era perceptible. Se quedó quieto, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo. Todo en lo que podía pensar era en su madre gritando su nombre, rogando porque no se lo llevaran. Los sollozos de los demás estaban haciendo que sus orejas ardieran y la respiración le fallara. Eran demasiados y ese carruaje demasiado pequeño. —Van a convertirse en hombres, pequeñas alimañas de pared —graznó una voz grotesca—. ¡A callar! O juro que el siguiente que abra la boca conocerá el sabor del plomo. Su amenaza hizo que el volumen de los lloriqueos disminuyera, pero no cambiaba su situación. Habían sido secuestrados, apartados de su familia y todos en Tierra Santa sabían que los que eran tomados por la mafia, jamás volvían a ver a sus seres queridos. Daslan se permitió soltar un par de lágrimas, sus labios se movían, pero no producían sonido alguno. Estaba articulando una palabra. «Mamá». Una y otra vez la misma. «Mamá». No se dio cuenta del momento en el que carruaje se detuvo, solo lo supo cuando estaban empujando su cuerpo afuera y comenzaron a dirigirlo como lo hacían los ganaderos con su ganado. El pensamiento le sacudió el cuerpo con horror. Estaban siendo llevados al matadero, iban a morir, pero Daslan le había prometido a su madre que nunca iba a dejar que esos asesinos lo atraparan. —Prométeme que si los ves, vas a correr, Daslan —le había pedido muchas noches, cuando se escuchaban los disparos en las calles y ella lo apretaba con más fuerza—. No dejes que te atrapen, no permitas que derramen tu sangre. Tú eres sagrado. Eres bendito. «No permitas que derramen tu sangre». No iba a dejarlos. Nunca iban a vanagloriarse de tener su sangre sobre sus manos. Si él iba a morir hoy, sería por su propia mano. Porque nadie nunca iba a tener su sangre en sus manos salvo él mismo. —Tengo miedo, mamá —le había respondido él más de una vez. —Ten miedo, ten mucho miedo. Tal vez sea eso lo que te dé una oportunidad. ***** Lo siguiente que supo fue que le habían quitado el saco del rostro, estaba en una sala oscura. Todos los niños estaban formando una fila y los asesinos los rodeaban. La habitación estaba tan mal iluminada que en sus sombras alguien se mantenía oculto con intención. Era un hombre sentado frente a ellos, su cuerpo vestido con un traje elegante era visible, pero de su rostro nada se podía vislumbrar. —Nos fue bien, señor —habló uno de los hombres—. Hemos conseguidos suficientes prospectos esta noche. —¿Prospectos? —soltó una voz fría y dura como la hoja de una cuchilla—. Esto parece la camada de una rata recién parida —movió su mano con desdén, las sombras recogieron más de su cuerpo cuando se echó hacia atrás con movimientos aburridos—. Que se presenten. Daslan sintió que el hombre a su lado iba a empujarlo al frente, pero el niño del otro extremo fue empujado primero. No se trataba de un niño, era uno de los chicos mayores, el mensajero del burdel. —Di tu nombre, muchacho. —Me llamo Dante —balbuceó el chico, no debía tener más de catorce años. Dante estaba pálido como la tiza, temblaba de pavor y tenía una mancha oscura en sus pantalones. El chico que lo había llamado “cobarde” había ensuciado sus pantalones, Daslan no pudo sentir satisfacción en eso. —¿Dante qué? —apresuró el hombre de la sombra. —No tienen apellido, son hijos de prostitutas, señor. Y los hijos de las mujeres que trabajaban en casas de placer no merecían tener apellido, no eran nadie, solo errores. Bastardos sin futuro. —Menudo grupo me han traído —masculló con sarcasmo—. El siguiente —espetó. El siguiente niño fue empujado y la atención de la sala estuvo en él. Daslan aprovechó el momento y con disimulo observó al asesino que estaba junto a él, tenía su arma guardada en su cinturón, el pantalón que vestía tenía varios bolsillos escondidos estratégicamente. En uno de ellos la forma de un cuchillo se marcaba. Niño tras niño se fueron presentando, cuando el que estaba antes que Daslan fue tirado al frente, un sudor frío le recorrió el cuerpo. «No seas cobarde y muere como un hombre». Se dijo a sí mismo.  Pensó en su madre sollozando su nombre, recordó sus palabras. «Tú eres sagrado. Eres bendito». Una promesa. Una declaración. No iba a dejar que nadie derramara su sangre. Cuando el hombre junto a él se movió para empujarlo, Daslan lo esquivó, sabiendo a la perfección el movimiento que haría. Deslizó su mano en el bolsillo y tomó el cuchillo. Apuñaló al asesino en la pierna y retrocedió dirigiendo el arma hacia su propio corazón. «No dejes que te atrapen». Puso el filo contra su piel. «No permitas que derramen tu sangre». Le arrebataron el cuchillo de la mano antes de que pudiera atravesarse el pecho, dos hombres lo sometieron en el suelo y pusieron un arma contra su cabeza. Se escuchó un disparo y Daslan abrió los ojos, tenía que mirar a los ojos a su ejecutor. Pero ya no había nadie sobre él, el hombre yacía muerto a su lado, empujado por la fuerza de una bala entre sus cejas. Alguien se había desmayado y sus orejas pitaban, Daslan no podía dejar de ver el agujero en la frente del sujeto, no podía dejar de ver la sangre. Le había salpicado el rostro, le había caído en la boca. Vomitó sobre el cadáver con repugnancia. —Llévense al resto de los mocosos, este se queda conmigo. Escuchó los pasos del hombre de las sombras, toda la habitación contuvo el aliento. —¿Cómo te llamas? —exigió. Daslan estaba paralizado. —Se llama Daslan —le dijo uno de los niños. —Él puede hablar por sí mismo —gruñó el hombre—. ¡Sáquenlos de aquí! ¿Qué están esperando? Había un cadáver real frente a él, no era una rata o un insecto. Era un hombre, sus ojos estaban abiertos, lo estaban mirando. Acusándolo. —Está muerto —dijo el hombre de las sombras, acuclillándose junto a él—. Pero tú estás vivo. Daslan sintió que iba a desmayarse. —En todos mis años de vida, nunca había visto a alguien hacer lo que tú hiciste hoy. Tienes el tamaño y el grosor de un meñique, aun así tuviste las agallas de herir a un hombre en una habitación llena de asesinos expertos —la apreciación en su tono no hizo nada más que repugnarlo—. Daslan, yo soy Vassil Ivanov y seré quien te enseñe como se sobrevive en Tierra Santa. Vassil Ivanov era uno de los grandes capos de Tierra Santa. Cuando Daslan lo miró, supo que no iba a aprender a sobrevivir, porque la persona que era en ese momento no podría. Él iba a morir y a renacer, iba a convertirse en otra persona. “Sobrevivir” significaba matar el alma y quedarse vacío, tan vacío como para no solo aprender a ser un asesino, sino para ser el mejor.  

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