INTRODUCCIÓN
Decían que una niña había muerto en el último piso. Habían encontrado su
ropa en la pared. Yo quería subir allí, tumbarme junto a la pared y estar solo.
Habían visto algunas veces al fantasma de la niña, pero ninguno de esos
vampiros podía ver a espíritus, al menos no como los veía yo. Da lo mismo, no
era la compañía de la niña lo que yo buscaba, sino estar en ese lugar.
No ganaba nada permaneciendo junto a Lestat. Yo había acudido
puntualmente; había cumplido mi propósito. No podía ayudarle.
Sus ojos de mirada fija, inmóviles, me ponían nervioso. Me sentía sereno y
rebosante de amor hacia mis seres queridos, mis criaturas humanas, mi pequeño
Benji de pelo oscuro y mi dulce y esbelta Sybelle, pero aún no era lo
suficientemente fuerte para llevármelos conmigo.
Salí de la capilla sin reparar siquiera en quién estaba allí. Todo el convento se
había convertido en la morada de vampiros. No era un lugar desordenado, ni
abandonado, pero no me fijé en los seres que había en la capilla cuando me
marché.
Lestat seguía tendido en el suelo de mármol de la capilla, frente a un
gigantesco crucifijo, de costado, con las manos inertes, la izquierda justo debajo
de la derecha. Sus dedos rozaban levemente el mármol, como si lo tanteara,
aunque no era así. Tenía los dedos de la mano derecha crispados, formando un
pequeño hueco en la palma sobre la que incidía la luz, lo cual también parecía
encerrar algún significado, pero no significaba nada.
Se trataba simplemente de un cuerpo sobrenatural que yacía privado de
voluntad, exangüe, tan inerte como su rostro, cuya expresión parecía
asombrosamente inteligente, teniendo en cuenta los meses durante los cuales
Lestat no había movido un músculo.
Las grandes vidrieras se habían cubierto para que la luz del alba no le hiriera.
Por la noche resplandecían a la luz de las maravillosas velas colocadas alrededor
de las hermosas estatuas y reliquias que abundaban en ese otrora santo y bendito
lugar. Unos niños mortales habían asistido a misa bajo este elevado techo; un
sacerdote había entonado ante el altar las palabras en latín.
Ahora era nuestro, pertenecía a Lestat, el hombre que yacía inmóvil sobre el
suelo de mármol. Hombre, vampiro, criatura de las tinieblas. Cualquiera de estos
apelativos sirve para describirle.
Al volver la cabeza para observarlo, me sentí como un niño. Eso es lo que
soy. Esta definición me cuadra como si fuera el único rasgo que contuviera mi
código genético.
Yo tenía unos diecisiete años cuando Marius me convirtió en vampiro. Para
entonces, ya había dejado de crecer. Hacía un año que medía un metro y sesenta
y ocho centímetros. Tenía las manos delicadas como las de una damisela y era
imberbe, como solíamos decir en aquella época, el siglo XVI. No era un eunuco,
no, sino un jovencito.
En aquel tiempo se estilaba que los chicos fueran tan bellos como las
muchachas. Ahora se me antoja una característica útil, y ello se debe a que amo
a los demás, a mis seres queridos: Sybelle, con sus pechos de mujer y sus piernas
largas y juveniles, y Benji, con su carita redonda e intensa, típicamente árabe.
Me detuve a los pies de la escalera. Aquí no hay espejos, sólo elevados
muros de ladrillo desprovistos de yeso, unos muros viejos sólo a ojos de los
mortales, oscurecidos por la humedad que invade el convento. Todas las texturas
y los elementos habían sido suavizados por los sofocantes veranos de Nueva
Orleans y sus húmedos e insidiosos inviernos, unos inviernos verdes, según los
llamo yo, porque los árboles aquí casi nunca aparecen desprovistos de hojas.
Nací en un lugar donde el invierno es eterno en comparación con este lugar.
No es de extrañar que en la soleada Italia olvidara mis orígenes y creara mi vida
a partir del presente de mis años con Marius. «No lo recuerdo.» Ello se debía a
mi pasión por el vicio, a mi afición al vino y la suculenta comida italiana, al
tacto del cálido mármol bajo mis pies desnudos cuando las estancias del palacio
se hallaban perversa, pecaminosamente caldeadas por los fuegos exorbitantes de
Marius.
Sus amigos mortales, unos seres humanos como yo en aquella época, le
censuraban que malgastara tanto dinero en leña, aceite y velas. Marius sólo
utilizaba las mejores velas de cera de abeja. Cada fragancia era importante.
No pienses más en esas cosas. Los recuerdos ya no pueden herirte. Viniste
aquí por un motivo y ya no tienes nada que hacer en este lugar; ve en busca de
los seres que amas, tus jóvenes mortales, Benji y Sybelle. Debes seguir adelante.
La vida ya no era un escenario donde el fantasma de Banquo cobraba vida
para sentarse a la siniestra mesa. Un intenso dolor me atenazaba el alma.
Sube la escalera. Acuéstate un rato en este convento de ladrillo donde hallaron la ropa de la niña. Tiéndete junto a la niña que murió asesinada aquí, en
este convento, según dicen los cotillas, los vampiros que merodean por estas
habitaciones, los cuales han venido a contemplar al gran vampiro Lestat sumido
en un sueño como Endimión.
Sin embargo, no sentía que en este lugar se hubiera cometido un asesinato,
sino que sólo percibía las dulces voces de las monjas.
Subí la escalera, dejando que mi cuerpo hallara su peso y su paso humanos.
Después de quinientos años, conozco esos trucos. Era capaz de atemorizar a
todos los vampiros jóvenes —los parásitos y los mirones— al igual que los otros
vampiros ancianos, incluso los más modestos, pronunciando unas palabras para
demostrar su telepatía, o esfumándose cuando deseaban marcharse, o utilizando
de vez en cuando sus poderes para hacer que temblara el edificio, una hazaña
interesante teniendo en cuenta que estos muros miden cincuenta centímetros de
grosor y cuentan con unas soleras de madera de ciprés que nunca se pudre.
«A él le deben de gustar los aromas de este lugar —pensé—. ¿Dónde está
Marius?» Antes de que yo fuera a ver a Lestat, no me había apetecido hablar con
Marius y sólo había cruzado con él unas trases de cortesía cuando había dejado
mis tesoros a su cargo.
Yo había llevado a mis pupilos a una morada de vampiros. ¿Quién mejor
para custodiarlos que mi estimado Marius, tan poderoso que nadie se atrevía
aquí a cuestionar su menor deseo?
No existe ningún vínculo telepático natural entre nosotros; Marius me creó,
yo soy su eterno discípulo. No obstante, en cuanto me ocurrió esto, comprendí
que sin la ayuda de ese vínculo telepático no podía sentir la presencia de Marius
en el edificio. No sabía lo que había sucedido durante el breve intervalo en que
me arrodillé para contemplar a Lestat. No sabía dónde se encontraba Marius. No
percibí los olores humanos de Benji y Sybelle que me eran tan familiares. Sentí
una punzada de pánico que me paralizó.
Me detuve en el rellano del segundo piso del edificio. Me apoyé en la pared,
fijando serenamente la vista en el lustroso suelo de pino. La luz creaba unos
charcos amarillos sobre las tablas.
¿Dónde se habían metido Benji y Sybelle? ¿Cómo se me había ocurrido traer
aquí a esos dos maduros y espléndidos seres humanos? Benji era un alegre
muchacho de doce años; Sybelle, una criatura femenina de veinticinco. ¿Y si
Marius, de alma tan generosa, no los hubiera vigilado como yo le había pedido?
—Aquí estoy, joven. —Era una voz brusca, pero al mismo tiempo suave y
acogedora.
Mi creador se encontraba en el rellano del primer piso. Había subido la
escalera detrás de mí, o para ser más precisos, había utilizado sus poderes para
situarse allí, recorriendo la distancia que nos separaba a una velocidad silenciosa
e invisible.
—Maestro —repuse con una breve sonrisa—. Durante unos instantes temí
por ellos —dije a modo de disculpa—. Este lugar me entristece.
Él asintió.
—Están conmigo, Armand —contestó—. La ciudad está atestada de
mortales. Hay comida suficiente para todos los vagabundos que deambulan por
aquí. Nadie los lastimará. Aunque yo no estuviera aquí para asegurártelo
personalmente, nadie se atrevería a hacerles daño.
Fui yo quien asintió entonces, aunque en realidad no estaba tan seguro. Los
vampiros son perversos por naturaleza y cometen verdaderas atrocidades
simplemente por placer. Matar a la mascota mortal de otro vampiro sin duda
habría constituido una estupenda diversión para algunos de esos siniestros y
extraños seres que merodeaban por los aledaños de este lugar, atraídos por los
asombrosos acontecimientos que se producían aquí.
—Eres asombroso, joven —comentó Marius sonriendo. ¡Joven! ¿Quién si no
Marius, mi creador, me llamaría así? ¿Qué significaban para él quinientos años?
—. Has intentado alcanzar el sol, hijo —continuó mostrando una evidente
expresión de inquietud en su afable rostro—. Y has vivido para contarlo.
—¿Alcanzar el sol, maestro? —pregunté como si cuestionara sus palabras.
Pero yo no deseaba revelar nada más. No quería hablar todavía, referirle lo que
había ocurrido, la leyenda del velo de la Verónica y la faz de Nuestro Señor
grabada en él, y la mañana en la que renuncié a mi alma sintiéndome
absolutamente feliz. ¡Qué fábula!
Marius subió la escalera para estar junto a mí, pero se mantuvo a una cortés
distancia. Siempre había sido un caballero, incluso antes de que se inventara esa
palabra. En la antigua Roma debía de existir un término similar para describir a
una persona como él, de exquisitos modales, amable con los demás por
considerarlo una cuestión de honor, e invariablemente educado con los ricos y
con los pobres. Éste era Marius, y siempre había sido Marius, al menos por lo
que yo sabía.
Marius apoyó su mano blanca como la nieve en la balaustrada, la cual emitía
un suave y satinado resplandor. Lucía una larga y holgada capa de terciopelo
gris, otrora espectacular pero ahora un tanto deslucida debido a la lluvia y al uso.
Su pelo rubio era largo como el de Lestat, lleno de caprichosos reflejos y alborotado debido a la humedad, salpicado con unas gotas de rocío, el mismo
que adornaba sus doradas cejas y oscurecía las largas y rizadas pestañas que
enmarcaban sus ojos de un azul cobalto.
Marius emanaba un aire más nórdico y gélido que Lestat, que tenía el cabello
más dorado, cuajado de luminosos reflejos, y cuyos prismáticos ojos absorbían
los colores que le rodeaban hasta adquirir un maravilloso color violeta a la
menor provocación del mundo exterior que le veneraba.
En Marius yo veía el cielo soleado de las desoladas regiones nórdicas, unos
ojos siempre radiantes que rechazaban todo color exterior, unos portales
perfectos de su alma constante.
—Deseo que me acompañes, Armand —dijo Marius.
—¿Adonde, maestro? —pregunté, esmerándome en ser tan cortés como él.
Marius tenía el don de poner de relieve, incluso tras una pugna de poder a poder,
mis instintos más nobles.
—A mi casa, Armand, donde se encuentran en estos momentos Sybelle y
Benji. No temas por ellos. Son unos mortales extraordinarios, brillantes, distintos
y, sin embargo, parecidos. Ellos te aman y han aprendido mucho a tu lado.
Mis mejillas se tiñeron de sangre y de rubor; aquel sofoco me escocía y
resultaba desagradable, pero cuando la sangre se retiró de la superficie de mi
rostro, me sentí refrescado y curiosamente excitado por haber experimentado
aquellas sensaciones.
Me turbaba estar ahí y deseaba que aquella escena terminara cuanto antes.
—Maestro, no sé quién soy en esta nueva vida —dije con tono de gratitud.
¿Renacido? ¿Confundido? Dudé unos instantes, pero no podía detenerme—. No
me pidas que me quede aquí. Quizá regrese en otra ocasión, cuando Lestat
vuelva a ser el mismo de siempre, cuando haya transcurrido un tiempo... No lo
sé con certeza, sólo sé que en estos momentos no puedo aceptar tu amable
invitación.
Marius asintió brevemente, al tiempo que hacía un pequeño ademán de
aquiescencia. Su vieja capa gris se había deslizado sobre un hombro, pero a él no
parecía importarle. Sus raídas ropas de fina lana mostraban un aspecto
lamentable; las solapas y los bolsillos estaban orlados de un polvo grisáceo, lo
cual no dejaba de resultar chocante por tratarse de él.
Marius lucía una bufanda de seda blanca en torno al cuello que hacía que su
pálido rostro pareciera más sonrosado y humano de lo habitual. Pero la seda
estaba desgarrada como si hubiera quedado prendida en una zarza. En definitiva,
vagaba por el mundo vestido de una forma impropia en él. Era el atuendo de un saltimbanqui, no de mi viejo maestro.
Creo que se percató de mi dilema. Alcé la vista hacia el tenebroso techo del
edificio. Deseaba alcanzar el ático, las ropas semiocultas de la niña muerta. Me
intrigaba esa historia de la niña muerta. Tuve la impertinencia de distraerme
pensando en ello, aunque Marius esperaba una respuesta.
Marius interrumpió mis meditaciones con sus suaves palabras:
—Cuando decidas venir a por Sybelle y Benji los hallarás en mi casa —
comentó—. No te costará encontrarnos. Oirás la Appassionata cuando desees
oírla —añadió sonriendo.
—Le has cedido el piano —respondí. Me refería a la dorada Sybelle. Yo
había cerrado mis oídos a todo sonido que no fuera sobrenatural y no deseaba
abrirlos ni siquiera para escuchar a Sybelle tocar el piano, un placer que añoraba
intensamente.
Tan pronto como penetramos en el convento, Sybelle había visto un piano y
me había preguntado al oído si podía tocarlo. El piano no se hallaba en la capilla
donde yacía Lestat, sino en una espaciosa estancia que estaba desierta. Yo le
había dicho que no era correcto, que podía importunar a Lestat, pues no
sabíamos lo que él pensaba o sentía, ni si se sentía angustiado y atrapado en sus
sueños.
—Espero que cuando vengas te quedes una temporada —dijo Marius—. Te
encantará oír a Sybelle tocar mi piano. Podremos conversar, tú podrás descansar
con nosotros y compartiremos la casa durante tanto tiempo como desees.
Yo no respondí.
—Es una mansión palaciega al estilo del Nuevo Mundo —prosiguió Marius
con una sonrisa socarrona—. No está lejos. Poseo un jardín inmenso repleto de
vetustos robles, unos robles más antiguos que los de la Avenida, y grandes
puertaventanas. Ya sabes lo que me gustan esas cosas. Es el estilo romano. La
casa está abierta a la lluvia primaveral, y la lluvia primaveral aquí es de ensueño.
—Lo sé —musité—. Creo que ha empezado a llover, ¿verdad? —agregué
sonriendo.
—Sí, me han caído unas gotas —contestó Marius casi alegremente—. Ven
cuando quieras. Si no esta noche, mañana...
—Iré esta misma noche —respondí. No deseaba ofenderlo, pero Benji y
Sybelle ya habían visto suficientes monstruos de rostro pálido y voz suave.
Había llegado el momento de marcharse.
Observé a Marius casi con descaro, deleitándome, tratando de superar una
timidez que para los seres como nosotros representa una gran desventaja en este mundo moderno. En la Venecia antigua, Marius se había vanagloriado de su
elegancia como todos los caballeros de esa época, siempre espléndidamente
ataviado, el vivo espejo de la moda, para utilizar una antigua y airosa expresión.
Cuando atravesaba la plaza de San Marcos bajo la suave luz violácea de la
noche, todos se volvían para mirarlo. El rojo era su color distintivo, el terciopelo
rojo: una holgada capa, un jubón magníficamente recamado y debajo de él una
camisa de seda dorada, muy en boga en aquellos tiempos.
Marius poseía entonces el cabello del joven Lorenzo de Médicis; parecía
salido de un fresco.
—Sabes que te amo, maestro, pero en estos momentos deseo estar solo —
dije—. Tú no me necesitas, ¿no es cierto, señor? Lo cierto es que nunca me has
necesitado.
En el acto me arrepentí de haberlo dicho. Las palabras, no el tono, resultaban
impertinentes. Y nuestras mentes estaban tan separadas que temí que Marius las
malinterpretara.
—Deseo gozar de tu presencia, querubín —repuso Marius con tono
condescendiente—. Pero esperaré. Me parece que hace poco pronuncié estas
mismas palabras, cuando estábamos juntos, pero no me importa repetirlas.
Yo no me atrevía a decirle que últimamente anhelaba tener compañía
humana, que deseaba pasar la noche charlando con el pequeño Benji, un
muchacho muy sabio, o escuchando a mi amada Sybelle tocar una y otra vez su
sonata preferida. No me pareció oportuno darle más explicaciones. De golpe me
sentí de nuevo triste, abrumado e innegablemente triste por haber acudido a este
desolado y desierto convento donde yacía Lestat, incapaz de moverse y de
hablar, quién sabe por qué motivo.
—No ganarás nada con mi compañía en estos momentos, maestro —
comenté—. Pero confío en que me des alguna pista para que pueda dar contigo
cuando haya pasado un tiempo... —No concluí la frase.
—¡Temo por ti! —murmuró de pronto Marius con afecto.
—¿Más que en épocas pasadas, señor? —pregunté.
Tras reflexionar unos momentos, Marius respondió:
—Sí. Amas a dos criaturas mortales. Representan tu luna y tus estrellas. Ven
a pasar unos días conmigo. Dime lo que piensas sobre nuestro Lestat y sobre lo que ha ocurrido. Espero que me cuentes tu opinión sobre todo cuanto has visto
últimamente. Prometo guardar silencio y no presionarte.
—Te admiro, señor, por expresarlo con delicadeza —repuse—. ¿Te refieres a
por qué creí a Lestat cuando me dijo que había estado en el cielo y el infierno?
¿Deseas saber lo que vi cuando me mostró la reliquia que había traído consigo,
el velo de la Verónica?
—Sí, si deseas decírmelo. Pero ante todo deseo que descanses un tiempo en
mi casa.
Yo apoyé mi mano en la suya, maravillado de que pese a todo cuanto había
soportado, mi piel fuera casi tan blanca como la suya.
—¿Tendrás paciencia con mis niños hasta que yo vaya a buscarlos? —
pregunté—. Se creen intrépidamente malvados por haber venido aquí conmigo y
haberse puesto a silbar con toda naturalidad en la morada de los no muertos, por
así decirlo.
—Los no muertos —repitió Marius, sonriendo con aire de reproche—. No
utilices ese lenguaje en mi presencia. Sabes que lo detesto.
Marius me besó brevemente en la mejilla, lo cual me dejó perplejo. Luego se
esfumó.
—¡Un viejo truco! —exclamé en voz alta, preguntándome si Marius estaría
aún lo suficientemente cerca para oírme, o si había cerrado sus oídos al mundo
externo con tanta firmeza como lo había hecho yo.
Fijé la mirada en el infinito, deseando hallarme en un lugar apacible,
soñando con cenadores, no mediante palabras sino en imágenes, como suele
hacer mi vieja mente, ansiando tumbarme entre los macizos de flores de un
jardín, oprimir el rostro contra la tierra y canturrear suavemente.
Añoraba la primavera que había estallado en el exterior, la neblina que
presagiaba lluvia... Anhelaba los húmedos bosques situados más allá de este
lugar, pero también anhelaba reunirme con Sybelle y Benji, y partir, tener la
fuerza de voluntad de seguir adelante.
«¡Ah, Armand! Siempre careciste de fuerza de voluntad. No dejes que la
vieja historia se repita. Ármate con cuanto ha sucedido.»
Noté la presencia de otro ser que merodeaba cerca. Me pareció intolerable
que un ser inmortal, a quien yo no conocía, tuviera la osadía de entrometerse en
mis reflexiones íntimas y aleatorias, quiza con el deseo egoísta de adivinar mis
sentimientos. Sin embargo, se trataba de David Talbot.
Tras salir del ala donde estaba la capilla, había atravesado las salas del
convento que la comunicaban con el edificio principal, donde yo me encontraba en el rellano del segundo piso.
Le vi entrar en el vestíbulo. A sus espaldas había una puerta de cristal que
daba acceso a la galería, y abajo el patio, invadido por una delicada luz blanca y
dorada.
—Menos mal que todo está tranquilo —comentó David—. El ático está
desierto; supongo que sabes que no puedes entrar en él.
—Vete —repliqué. No sentí ira, sólo el legítimo deseo de que nadie se
entrometiera en mis pensamientos y mis emociones.
David, haciendo gala de su prodigiosa desenvoltura, hizo caso omiso de mi
petición y repuso:
—Reconozco que te temo un poco, pero me puede la curiosidad.
—¡Conque ésa es tu excusa por haberme seguido hasta aquí!
—No te he seguido —contestó David—. Vivo aquí.
—Lo lamento, lo ignoraba —me disculpé—. Me alegra saberlo. Así puedes
vigilarle, no está solo. —Me refería a Lestat, por supuesto.
—Todos te temen —dijo David con calma. Se detuvo a pocos pasos de mí,
con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Sabes?, es muy interesante estudiar
los usos y costumbres de los vampiros.
—A mí no me lo parece —repliqué.
—Es natural—repuso él—. Perdóname, estaba reflexionando en voz alta.
Pensaba en la niña que dicen que murió asesinada en el ático. Es una historia
tremenda sobre una persona muy joven. Quizá tengas más suerte que los otros y
consigas ver al fantasma de la niña cuyas ropas emparedaron para que nadie las
hallara.
—¿Te importa que te observe mientras tratas de colarte en mi mente con
aplastante descaro? —pregunté—. Nos conocimos hace tiempo, antes de que
ocurriera lo que ocurrió: Lestat, el Viaje Celestial, este lugar... No te observé
detenidamente. Me eras indiferente, o quizá me lo impidió mi educación.
Me asombró la vehemencia de mi tono. Estaba muy excitado, pero no por
culpa de David Talbot.
—Pienso en los datos que circulan sobre ti —dije—. Que no naciste con el
cuerpo que muestras ahora, que eras un anciano cuando te conoció Lestat, que
este cuerpo en el que resides pertenecía a un alma inteligente capaz de saltar de un ser vivo a otro y apoderarse de él.
David esbozó una sonrisa encantadora.
—Eso dijo Lestat —contestó—. Eso escribió Lestat, y sin duda es cierto. Tú
sabes que lo es. Lo sabías desde el momento en que nos conocimos.
—Pasamos tres noches juntos —respondí—. Jamás se me ocurrió dudar de
ti. Quiero decir que nunca te miré directamente a los ojos.
—En aquel entonces pensábamos en Lestat.
—¿Y ahora no?
—No lo sé —contestó David.
—David Talbot —dije, midiéndole fríamente con los ojos—. David Talbot,
general superior de la orden de detectives clarividentes, conocida como
Talamasca, catapultado al cuerpo que habita ahora. —Yo no sabía si estaba
parafraseando o inventando lo que decía—. Encerrado o encadenado dentro de
ese cuerpo, sujeto al mismo por multitud de viejas venas y arterias, y convertido
en un vampiro a medida que una sangre ardiente e irrestañable invadía su
afortunada anatomía, sellando su alma dentro de su cuerpo y transformándolo en
un ser inmortal, un hombre de piel atezada y cabello seco, espeso, lustroso y
negro.
—Creo que has acertado —contestó él con condescendiente cortesía.
—Un apuesto caballero —continué—, de color caramelo, que se mueve con
la agilidad de un gato, exhibe una mirada tan encantadora que me hace pensar en
una serie de cosas placenteras y exhala un popurrí de aromas: canela, clavo,
pimienta y otras especies doradas, castañas o rojas, cuyas fragancias son capaces
de estimular mi cerebro y sumirme en unos deseos eróticos que exigen
satisfacción. Su piel debe de oler a anacardos y una espesa crema de almendras.
Estoy seguro de ello.
—He captado tu mensaje —comentó David, echándose a reír.
Yo estaba pasmado y turbado por la perorata que acababa de soltar.
—Pues yo no estoy seguro de saberlo —repliqué.
—Está muy claro —dijo él—. Deseas que te deje tranquilo.
De inmediato reparé en las absurdas contradicciones que encerraba la
cuestión.
—Estoy trastornado —murmuré—. Tengo los sentidos confundidos: gusto,
vista, olor, tacto... No estoy en mis cabales.
Pensé con frialdad y alevosía en atacarlo, apoderarme de él, derrotarlo con
mi astucia y mis facultades superiores a las suyas y probar su sangre sin su
consentimiento.
—Ni lo intentes, soy un viejo zorro —afirmó David—. ¿Cómo se te ocurre
semejante cosa?
¡Qué aplomo! El anciano que llevaba dentro se imponía sobre la envoltura
joven y fuerte, el sabio mortal que imponía su autoridad de hierro sobre todo lo
eterno y dotado de un poder sobrenatural. ¡Qué combinación de energías! Yo
deseaba beber su sangre, apoderarme de él contra su voluntad. No existe nada
más divertido en este mundo que v****r a un ser igual a ti.
—No sé —dije, avergonzado. v****r es un acto poco viril—. No sé por qué
te insulto. Yo quería marcharme cuanto antes. Quería visitar el ático y largarme
de aquí. Quería evitar este enamoramiento mutuo. Me pareces un ser prodigioso,
y tú opinas lo mismo de mí. Es una situación comprometida.
Le miré de arriba abajo. La última vez que nos encontramos yo debía de
estar ciego, sin duda.
David iba vestido a la última. Con la habilidad de otros tiempos, cuando los
hombres podían exhibirse como pavos reales, había elegido unos colores
dorados, sepia y ambarinos para su atuendo. Ofrecía un aspecto pulcro y
elegante, decorado con unos toques de oro puro estratégicamente repartidos, en
la pulsera del reloj, los botones y el alfiler de corbata, esa curiosa tira coloreada
que lucen los hombres de esta época, como para permitirnos agarrarles más
fácilmente por el nudo de la misma. Un ridículo ornamento. Incluso su camisa
de bruñido algodón mostraba unos reflejos irisados que recordaban el sol y la
cálida tierra. Hasta sus zapatos eran marrones, relucientes como el dorso de un
escarabajo.
David se acercó a mí.
—Ya sabes lo que voy a pedirte —anunció—. No luches con estos
pensamientos que no alcanzas a articular, estas nuevas experiencias, estos
conocimientos que te abruman. Escribe un libro para mí basado en ese material.
Yo no pude haber adivinado que ésa sería su petición. Me sorprendió,
dulcemente, pero no dejó de desconcertarme.