Capítulo 1: La fragancia del destino
La mansión de los hermanos Belmont se alzaba imponente entre los bosques, majestuosa y fría, como los tres alfas que la gobernaban. Sus muros, testigos de incontables celebraciones y risas, también ocultaban las sombras del sufrimiento. Entre esas sombras vivía Tracy, una joven invisible para todos, marcada por el desprecio y las humillaciones, soportando su destino sin una sola queja.
Aquella noche, sin embargo, todo estaba a punto de cambiar.
Tracy arrastró los pies hasta la cocina, con el cuerpo consumido por el cansancio y el dolor. Había sido un día particularmente cruel: insultos, empujones disimulados y una carga de trabajo que parecía inhumana. Sus dedos, enrojecidos y temblorosos, apenas lograban sostener los platos mientras el vapor caliente la envolvía. Su mente, sin embargo, ya no estaba allí. Viajaba lejos, a un rincón imaginario donde el dolor no existía.
De pronto, un mareo la golpeó sin previo aviso. Sintiendo que el suelo se desvanecía bajo sus pies, intentó aferrarse a la realidad, pero fue en vano. Su cuerpo cedió y la frialdad de la piedra fue lo último que percibió antes de que la oscuridad la envolviera.
En el piso superior, Adrian Belmont alzó la cabeza de golpe. Sus ojos dorados brillaron con intensidad mientras sus puños se cerraban con fuerza sobre el escritorio. Un aroma dulce y embriagador invadió sus sentidos con la fuerza de una tormenta.
Vainilla.
Dulce. Cálida. Inconfundible.
—No puede ser...—susurró, sintiendo a su lobo interior rugir con una impaciencia que nunca antes había experimentado.
En la sala de juegos, Lucas Belmont se inclinaba sobre la mesa de billar, preparando su siguiente tiro, cuando la fragancia lo golpeó como un disparo en el pecho. La tiza resbaló de entre sus dedos. Su sonrisa despreocupada se esfumó, dejando en su lugar una expresión de asombro e incredulidad.
—No jodas…—murmuró, entrecerrando los ojos. Su corazón martillaba con fuerza, empujado por una fuerza desconocida. Por primera vez en su vida, sintió miedo. Su lobo estaba inquieto, expectante.
Mientras tanto, en la biblioteca, Santiago Belmont dejó de pasar las páginas del viejo libro que tenía entre manos. Un escalofrío recorrió su espalda y, por instinto, cerró los ojos para inhalar profundamente. La fragancia lo envolvió por completo, despertando en él una necesidad primitiva, incontrolable. Sus labios se entreabrieron, pero no encontró palabras.
Sin necesidad de hablar, los tres hermanos se encontraron en el pasillo. Se miraron a los ojos, todos encendidos por la misma certeza. No necesitaban preguntas ni explicaciones.
Sus corazones ya conocían la respuesta.
—Mate —gruñeron al unísono.
En la cocina, Tracy yacía inconsciente en el suelo, ajena al cambio irreversible que estaba a punto de marcar su destino para siempre.