Capitulo 1
La impresora estaba averiada, lo que anunciaba el desastre del seminario de esa mañana. Samuel ya le había dedicado tiempo, frustrado de que el departamento se gastara un dineral en amortiguadores nuevos y sofisticados para el estudio de grabación, que solo tenía tres años de renovación, pero no se preocupara por las cosas cotidianas e importantes, como reemplazar una impresora que se estaba muriendo.
No importaba, porque era el departamento de Samuel. Samuel podía lidiar con la impresora descolorida y su obstinación por imprimir las notas del seminario. No había aceptado este trabajo para dedicarse a la música, ni nada por el estilo. nótese el sarcasmo, pensó amargamente.
Samuel miró la impresora con algo parecido al odio, si es que era posible aborrecer un objeto inanimado. La impresora se estremeció por última vez antes de que una fina columna de humo comenzara a elevarse de ella; el montículo de la muerte resonó alto y claro.
—¡Nicolás!, —gritó Samuel tan fuerte como pudo, porque no estaba de humor para lidiar con una impresora tan temprano, justo antes del primer seminario del día a las nueve. —¡Nicolás, se me ha estropeado la impresora!
Nicolás asomó la cabeza por la puerta, con cara de desconcierto, como si Samuel lo hubiera interrumpido en medio de una tarea apasionante. Samuel no lo habría notado de todos modos.
—¿Cuál es el problema? —preguntó, su tono ligero y aireado en comparación con el de Samuel, temblando con furia apenas contenida.
—Se me estropeó la impresora, —dijo Samuel con sequedad, conteniendo cualquier insulto que saliera a la luz: en concreto, sobre la idiotez del departamento y su incapacidad para gestionar un presupuesto adecuado.
Para ser una universidad que se quejaba sin parar de no tener dinero, sin duda sabían cómo desenterrar una montaña de dinero imprevista y gastarla en algo que no afectaría en absoluto la estancia de Samuel.
—¿Has probado a patearla?, —se aventuró Nicolás. —Eso siempre te hace sentir mejor. —Entró en la habitación y se apoyó en la pared, cruzándose de brazos.
—No estoy de humor, Nico, —entonó Samuel. —La imprenta es una mierda, este lugar es una mierda, y se supone que tengo que tener todos los materiales para un seminario listos como por arte de magia —miró la hora en su teléfono—. —En ocho malditos minutos.
Detrás de él, la impresora chispeó y Nicolás retrocedió con cautela. Samuel permaneció de pie, mirándola fijamente, esperando que se incendiara. Eso le enseñaría.
—¿Se lo has contado al profesor Jim?, preguntó Nicolás. Samuel lo fulminó con la mirada. —Puede que no lo sepa, —añadió Nicolás, a la defensiva.
Samuel suspiró. La inquebrantable fe de Nico en la gente, como siempre. El profesor Jim había sido advertido sobre la impresora cuando empezó a fallar hace tres semanas, y no había hecho nada al respecto. Era un dinosaurio que recordaba a Shinhwa como si fuera ayer y se quejaba a menudo de lo que estaba pasando con la música últimamente.
Era mejor que su homólogo, al menos, el profesor Juan, que había defendido la música clásica hasta su último aliento y veía la primera ola de K-pop, recordada con cariño por el profesor Jim, como desafinada y que degradaba todo lo que él representaba.
Entra Samuel, quien se había graduado hacía dos años y había aceptado el puesto de asistente de profesor para apoyar a Jim tras la jubilación de Juan, solo para enfrentarse a la idea de que "sangre nueva", como afirmaba con entusiasmo la página web de la editorial universitaria en su anuncio sobre el nombramiento de Samuel, no significaba nada.
Jim no tenía ningún deseo de cambio, no tenía tiempo para las ideas de Samuel, así que allí estaba, relegado a tareas de reparación de impresoras.
Samuel se mordió la lengua con tanta fuerza que le dolió y, al darse cuenta de lo que tenía que hacer, comenzó a escribir un correo electrónico en su teléfono.
—Ahí está ese chico de mantenimiento… —comenzó Nicolás, pero Samuel lo interrumpió rápidamente con un comentario cortante.
—Ya estoy en ello.
Envió el correo electrónico con un gesto del pulgar y se ablandó al ver a Nico, que parecía inseguro. —Lo siento, —dijo. —A veces este trabajo es..., —se quedó en silencio, pensando cómo expresarlo.
Este trabajo era más problemático de lo que valía, quiso decir, pero le daba para pagar las cuentas y así había sido durante dos años. Todo lo demás que había solicitado —prometían puestos de asistente de estudio e ingeniero de sonido— había sido rechazado por unanimidad.
Afortunadamente, antes de que Samuel tuviera que pensar en cómo expresar con palabras el hecho de que su propio sentido de ser había sido sacudido hasta sus cimientos por el conocimiento de que había arrastrado los pies durante dos años en un trabajo que odiaba, su teléfono sonó con una respuesta de correo electrónico.
El encargado de mantenimiento llegaría en cinco minutos. Por fin había un resquicio de esperanza en la mala fama del departamento por obstinarse en no arreglar las cosas y luego exigir reparaciones de última hora antes de que empezaran las clases. La respuesta fue cortante, pero eso no importó. Samuel podía retrasar el seminario diez minutos, para entonces ya tendría los apuntes impresos y se los entregaría a Jim, como si hubiera tenido algo que ver con la solución del problema que surgió esa mañana.
—¿Quieres que te traiga un café?, —preguntó Nico, adivinando el conflicto interno de Samuel. Samuel negó con la cabeza.
—Lo compraré después, pero gracias, —dijo. —Presiento que lo necesitaré después de esta clase.
•••
A Samuel le habían pedido que acompañara a Jim en seminarios, donde enseñaba individualmente a los estudiantes. Se decía que Samuel aprendería algo de Jim, este veterano de la teoría musical y un pozo inagotable de conocimiento, lo cual era un poco insultante, considerando que Samuel había pasado cuatro años aprendiendo en esa misma universidad, bajo la tutela de Jim. Era como si pensaran que la enseñanza de Jim era lo suficientemente deficiente como para suponer que Samuel necesitaba aprender más de él, pero Samuel no creía que la universidad presumiera lo suficiente. Ni siquiera pensaron lo suficiente como para hacer eso.
En el seminario, Jim había estado presentando un proyecto que quería que emprendieran como parte de una evaluación: debían planificar, grabar y mezclar una canción en cinco días, y tendrían que superponer instrumentos digitales para poner a prueba su propia experiencia. Solo el único filtro antipop que tenían se había desgastado, lo que significaba que ninguna canción alcanzaría el estándar que él establecía, y cuando Samuel se dignó a señalarlo, Jim lo miró con desprecio.
—Pues arréglalo, —le dijo a Samuel, tan alto que todo el seminario lo oyó. Como si Samuel fuera un idiota. Como si no le hubiera enviado un correo electrónico sobre ese mismo filtro antipop la semana pasada.
Pero Samuel tuvo que tragarse su mordaz comentario y asentir en silencio, intentando ignorar que tenían público, y mientras algunos estudiantes apartaban la mirada, avergonzados por la escena que se desarrollaba ante ellos, otros observaban con atención, morbosamente fascinados por la reprimenda de su superior.
La cabeza de Samuel golpeó contra la mesa del comedor mientras revivía el recuerdo.
—Odio mi vida, —se lamentó. —Hoy todo va mal.
Héctor lo miró con cierta diversión. —¿Odias tu vida solo hoy, o en general?, —preguntó.
—Qué grosero —masculló Samuel. Apartó la cabeza de la mesa y se recostó en la silla, sujetando su taza de café con ambas manos—. Se supone que eres mi amigo ... Se supone que te preocupas demasiado por mi bienestar.
—Llevas dos años diciendo cuánto odias este trabajo —señaló Héctor, y lo remató con un sorbo de café—. ¿Por qué no renuncias?
Samuel abrió la boca y luego la volvió a cerrar, con precisión. La excusa de "No hay trabajo que quiera hacer o que me atraiga" no funcionaba con Héctor; representaba un optimismo y una perseverancia sin límites, y la convicción de que al final todo saldría bien.
A veces Samuel se preguntaba cómo sería si Héctor respondiera a su visión pesimista de que todo se iba al diablo con el mismo pesimismo, pero siempre llegaba a la misma conclusión: la vida sería mucho, mucho más oscura si así fuera.
Samuel optó por cambiar de tema. —¿Qué tal el baile?
—Sí, va bien, —respondió Héctor, su forma de decir que va de maravilla. Héctor tenía un don natural para el baile, como Samuel nunca antes había visto, respaldado por la admiración de sus compañeros, quienes reconocían en él una combinación de talento natural y una técnica impecable. En resumen, Héctor era un genio en lo que hacía.
—De hecho, hay un bailarín nuevo; cambió de carrera este año. Es muy bueno. Creo que te gustará.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
Héctor se encogió de hombros y arqueó las cejas, tomando otro sorbo de café. —Solo lo sé, eso es todo. Es un alumno de intercambio, llegó el semestre pasado de Corea del Sur y se ha enamorado de nuestro país.
El brillo en sus ojos era demasiado deliberado para ser accidental, y Samuel lo captó enseguida. —¿Crees que es mi tipo, verdad? Qué me gusten los ídolos de K-pop no significa que me gusten todos los coreanos.
El optimismo de Héctor se extendía a la vida amorosa de Samuel, que había sido lamentable durante su época de estudiante y ahora, como asistente de profesor con mayores responsabilidades y con la inclinación de Jim, su jefe, a encargarle cualquier tarea, ni siquiera merecía la pena mencionarla. Héctor insistía en que Samuel necesitaba una distracción, tener sexo; Samuel discrepó respetuosamente.
—Ni lo pienses —advirtió Samuel—. No tiene caso, Hochi. Estoy demasiado ocupado.
—¡Demasiado ocupado odiando tu vida! —exclamó Héctor, un poco demasiado alto, mientras atraía miradas curiosas de los estudiantes en la cantina—. Lo siento. Pero acabas de decirme lo mal que va todo. ¿No crees que un bailarin nuevo y atractivo podría ayudar con eso?
—Parece que te gusta más que a mí, —replicó Samuel con reticencia.
Una vez, dejó que Héctor le presentara a una bailarina y todo había salido fatal: tenían muy poco en común, Samuel no sabía nada del mundo del baile, su cita no sabía nada del mundo de la música. Incapaces de encontrar puntos en común, la cita estuvo acompañada de largos silencios que se alargaban hasta hacerse insoportables. Cuando Héctor le dio la noticia al día siguiente de que Misaela "probablemente" no estaba interesada en otra cita, Samuel se sintió aliviado.
Era más que consciente de que la vida que llevaba estaba llena de trabajo pesado y un trabajo ordinario con el que estaba profundamente insatisfecho; no necesitaba que nadie se lo confirmara.
—Como quieras, —dijo Héctor. —Pero preguntaba por ti.
Samuel lo miró de reojo. —¿Cómo es posible que preguntara por mí si nunca me ha conocido?
Héctor bebió un sorbo de café, la imagen de la inocencia. Samuel lo observaba, decidido. Héctor finalmente se rindió.
—¡Porque le hablé de ti! —admitió Héctor, levantando las manos—. ¡Solo quiero que mi amigo sea feliz!
Samuel gimió. —¿Qué le dijiste? — Estaba experimentando un déjà vu de la situación de Misaela; Héctor no había sido explícito, pero era evidente que había elogiado a Samuel, a juzgar por la reacción de Misaela al llegar al restaurante. La decepción se reflejó en su rostro, y los últimos vestigios de confianza de Samuel se desvanecieron rápidamente. Se despidió de su dignidad cuando aún se sentó en esa mesa y cumplió con la cita.
Tenía razones de sobra para no querer volver a salir con nadie, ni en un futuro próximo. No mientras fuera patético en teoría: un trabajo sin futuro, la negativa a hacer nada al respecto, una dieta pésima y un patrón de sueño alterado.
—Le dije que estás soltero, que estás buscando algo emocionante y que eres un alfa con gustos poco convencionales, —respondió finalmente Héctor.
—Gustos poco convencionales —repitió Samuel con insistencia—. ¿Así es como le dices a alguien que me gustan otros alfas?
—Es un alfa, —señaló Héctor, —así que al final todo salió bien. Samu, está bien.
—Hochi —dijo Samuel, y su voz se tornó en una súplica—. Ni siquiera me has dicho su nombre.
—¿Así que quieres saber su nombre? —El tono de Héctor era burlón y sus ojos brillaban. Samuel no era interesante, en realidad no; quería el nombre del alfa para saber con precisión a quién evitar. Se negaba a que se repitiera la situación de Misaela.
—No me importa quién sea, —respondió Samuel con sarcasmo.
Héctor se encogió de hombros, como si dijera —haz lo que quieras, y se quedó mirando a Samuel, retándolo a preguntar. Al ver que no lo hacía, Héctor, rebosante de impaciencia, dijo: —Choi Joongwoo. Listo. Tienes un nombre.
—Genial, —dijo Samuel con falsa alegría. Esperaba que la conversación terminara ahí, pero Héctor se había desviado un momento hacia su teléfono mientras escribía algo.
El teléfono de Héctor le fue puesto en la cara a Samuel, quien fijó la vista en la cuenta de i********: de alguien. —Míralo tú mismo, —le instó Héctor. —Y luego decide si no es tu tipo.
Samuel tomó su teléfono en la mano, con cautela, diciendo que esto no significaba que estuviera interesado, solo curioso educadamente, mientras sus ojos se posaban en la primera foto, de Choi Joongwoo, sin camisa y ardiendo ante la cámara, con ojos grandes, un puchero que rivalizaba con el de la mayoría de las estrellas del Kpop, y mucho cabello oscuro y ondulado que caía justo por encima de sus hombros, además de una manga de tatuajes y un anillo en el labio.
Estaba esculpido, con el rostro definido y era innegablemente atractivo. Además, estaba sin camisa. Samuel pasó a la siguiente foto, que era más de lo mismo. Joongwoo, esta vez con camisa, pero con una camiseta blanca sin mangas que misteriosamente se había empapado y dejaba ver los músculos debajo.
Hubo otras tomas intercaladas, de Joongwoo completamente vestido y radiante a la cámara, en el campus, bebiendo un café helado y guiñando un ojo a la cámara de manera juguetona, en un bar, con amigos, en un concierto con una expresión maravillosa en su rostro, que estaba inclinado lejos de la cámara y hacia el escenario, una foto espontánea bellamente tomada si Samuel alguna vez vio una, una instantánea de una vida animada, emocionante y para nada como la de un asistente de enseñanza en un trabajo sin futuro y sin perspectivas que se iba a la cama a las diez de la noche todas las noches, sin falta.
Y en la biografía: JW, 24 años, ese alfa sexy con el que no puedes dejar de soñar.
Samuel puso los ojos en blanco con ironía y le devolvió el teléfono a Héctor. —Creo que estoy bien, —le dijo.
—¿Seguro? Estuviste mirando esas fotos un buen rato —dijo Héctor con voz empalagosa.
Samuel entrecerró los ojos. —¿Qué se supone que significa eso?
—Nada —canturreó Héctor—. Solo que es totalmente tu tipo y tengo un instinto asesino para estas cosas.
—Tiene más fotos en topless de las que creo haber visto en mi vida, —señaló Samuel. —¿Esa también fue tomada profesionalmente? ¿Qué clase de ego tiene?
—En realidad —dijo Héctor levantando un dedo para ilustrar su punto—, trabaja como modelo a tiempo parcial. Así que forman parte de su portafolio.
—Vale —dijo Samuel lentamente—. También puso en su biografía a ese alfa tan guapo con el que no puedes dejar de soñar.
Al parecer, Héctor no tenía respuesta y Samuel se recostó en su silla, satisfecho. Dejaría de insistir en conseguirle una cita y él volvería a su vida triste y sin vida.