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Pasión y Traición

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Blurb

Su audaz aventura con Alina le había costado una vez a Brand todo cuanto poseía.Ahora, recuperados su antigua riqueza y su poder, el deber le exigía que raptara de un convento a la princesa fugitiva.Con su país al borde de la guerra, Brand debía entregar a Alina a su rey antes de cobrarse venganza.

El dolor y la traición habían consumido su amor.pero al verse cercados por el peligro la pasión volvió a surgir. ¿Sería esta vez el sacrificio demasiado grande para que Brand lo soportara...O sería finalmente el amor su camino hacia la redención?

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Capítulo 1
Era un espíritu de fuego y había a por ella.  Todos los presentes en la pequeña estancia del convento de monjas de Wessex retrocedieron. Menos Alina. Ella lo conocía. -Esa mujer es mía. Voy a llevármela y nadie me detendrá- Alina se quedó sin respiración. Él, aquella criatura hecha de luz, fuego y energía irrefrenable, cumpliría su palabra. Se lo había demostrado antes. La mirada de Alina se fijó en su rostro de líneas feroces y clara. Había amado aquel hombre con toda su alma, entre los extremos del dolor y gozó. Y le había destruido. El amor no saldaba esa deuda.  Él, su nortumbrío de alma salvaje, había venido a por ella, y se la llevaría: no por amor, sino por venganza. La traición de Alina había sido absoluta. Él no tenía motivos para perdonarla. Ella no le daría ninguno. Ni siquiera aunque ello le costara la vida. Dio un paso adelante separándose de las desconocidas que se apiñaban a su alrededor. -Brand- dijo. Aquél era el nombre Sajón para el fuego. Fuego vivo. Él se movió. Un solo paso de aquel guerrero y el frío espacio que la rodeaba se ensancho de pronto, al tiempo que, entre susurros, se retiraba la gente. Alina se mantuvo firme ante ellos, tal y como había llegado del huerto, con la tosca túnica y el manto manchado del jugo purpura de las endrinas. De la basta e incómoda  toca escapaban mechones de pelo n***o. Un hábito de monja delante del hombre más aguerrido y noble de toda Britania. -Te acuerdas aún. Aquella discreta ironía del Norte de Inglaterra hería de muerte. La había olvidado. Aquella ironía era capaz de traspasar con su mordiente de hierro, hierro como el que llevaba enfundado en la cadera. Su mano reposaba sobre la empuñadura como si aquel fuera su sitio natural. Y lo era. Él se adelantó. El sol que entraba por la ventana abierta centelleó sobre su pelo brillante sobre una llama, destelló en las ajorcas de oro de sus muñecas, en la empuñadura de su espada, en la hebilla de su cinturón de cuero. Los ojos doloridos de Alina lo miraban con incredulidad. Pero allí estaban: todo cuanto ella le había robado por ser quien era. Riqueza, posición, influencia, los cimientos mismos de su vida, restaurados. -Pareces sorprendida. -Estoy asombrada. Alina levantó una ceja negra, con la misma expresión que usaba con los vasallos inoportunos en el palacio de su tío en Craig Phádraig. Jamás mostrar emociones inapropiadas. Eso era lo que enseñaba la vida.  Sonrió porqué no pudo articular palabra. Si hablaba, él advertiría el miedo en su voz. La luz dorada de sus ojos pasó sobre ella. -Soy yo quién debería estar asombrado al ver a una muerta revivida. Alina se estremeció. Por un instante, creyó ver en el fondo luminoso de sus ojos un leve reflejo del dolor que su traición forzada le había causado. Parecía más grande y distinto, mil veces más profundo de lo qué esperaba. -La princesa perdida de los pictos. ¿O hablo acaso con el ave fénix resurgido de sus cenizas?  En sus ojos había solo fuego. Creía que ella había muerto y que su cuerpo había sido pasto de las llamas.  Ella se había asegurado de que lo creyera. Pero él no debía perseguirla. Se dejaba llevar por los impulsos, no por el frío y desapasionado cálculo. Todo el mundo lo decía.  -Sí -dijo Alina con voz tan altiva como la curvatura de sus cejas-. Restaurada, al parecer. Igual que tú.  Se forzó a mirar el azul oscuro de su túnica, el hilo de oro que adornaba sus bordes, el fino paño oscuro de sus calzas, los zapatos de cuero. Volvió el oro y los granates. Lo que llevaba en la cintura y las muñecas habría comprado más tierras que las pertenecientes a aquella pequeña abadía.  No debía mirarlo a la cara; si lo hacía, quizá él advirtiera cuanto ella quería ocultar. El metal tintineo cuando él movió la mano.  Vería terror.  -¿Y bien? ¿El pasado se ha borrado?  Ella levantó la cabeza.  -Sí.  Los ojos de Brand centellaron. El fulgor de los metales, las gruesas ajorcas de brazos, las tachuelas del cinturón, la vaina plateada de la espada,  se agrisaba al lado del esplendor de su cuerpo. Sus ojos eran del color de ámbar. Fuego líquido.  -¿De verás? ¿Quieres que veamos si es así? Ella intentó no mirarlo.  -Claro que es así. El pasado no existe. ¿Qué esperas que recuerde? ¿La huida? ¿El fracaso? ¿El desastre?  Brand caminó hacia ella.  -Tengo esas cosas clavadas en la memoria.  Siguió avanzando. Sus anchos hombros, sus grandes manos de guerrero, aquel cuerpo propio del héroe de una saga inglesa sedienta de sangre rezumaban energía. Su fortaleza hablaba el lenguaje del miedo; el esplendor que lo adornaba causaba espanto.  Pero nada era comparable al fuego de sus ojos.  Nadie podía sostener la mirada de aquellos ojos. Alrededor Alina, se oyó un leve bisbiseo, como si doce personas contuvieran la respiración al mismo tiempo. Doce personas que retrocedían.  Debían de estar ya pegadas a las paredes de madera, la abadesa, el cura, las monjas, las sirvientas, todos los moradores de la abadía del Sur de Wessex que le había dado cobijo. Para cuando el espíritu de fuego la alcanzó, podían haber sido las dos únicas personas de la tierra media.  Alina inhaló, y el aire le quemó la garganta. Se había quedado sin palabras. Sin nada que ocultará la certeza de que aún lo amaba, de que por eso lo había abandonado.  -Brand -eso fue lo único que salió de su boca: sólo su nombre, como alguien que repitiera un ensalmo que podía ser mortal-. Brand...  Él se detuvo, casi a punto de tocarla. Sin embargo, no la tocó. Ella no disfrutaría ya jamás del mágico frenesí de sus caricias. Su cuerpo las ansiaba, traspasado de deseo incluso ahora. Todo, las palabras, hasta el sonido de su nombre, se había consumido.  Era tan alto que tuvo que levantar la cabeza para mirarlo. Recordaba que siempre era así. Su corazón lo recordaba todo , todo cuanto podía saberse sobre él. Había almacenado aquel conocimiento en el fondo de su alma porque su cuerpo, la noción de su presencia, era lo único que le había impedido volverse loca durante aquel exilio autoimpuesto. Así eran las cosas para ella. El rostro de Brand, la primera que lo vio al otro lado del opulento salón del palacio de Bamburg, era como la luz.  Y en ese momento también lo era. Luz y fuego. Pero en aquel entonces el fuego la había calentado, traspasándola hasta el lugar remoto y escondido de su ser, hasta un lugar que no creía que existiera en un criatura como ella.   El mismo fuego ardía de nuevo en ella. Era tan intenso que consumía el aire a su alrededor, hasta que no quedaba nada que respirar.  Por eso se le nublaba la mente, como si fuera a desmayarse.  -No nos queda nada que decir...  En algún lugar a su espalda, en el aposento de la abadesa, oía un arrastrar de pies sobre la fina capa de juncos que cubría el suelo de tierra. Alina se volvió. Cara pálidas, fascinadas, aterrorizadas, le devolvieron la mirada. Se preguntó si ella tenía el mismo aspecto con sus ropas prestadas: pálida como el yeso, espantada, desesperada.  -¡Largaos! -gritó Athelbrand, príncipe de Bernicia, a la habitación atestada-. ¡Vamos! Dejadme a solas con ella.  Por un momento, Alina pensó que el cura o el hombre que había ido a arreglar el corral de las ovejas intentarían ayudarla. Que no se daban cuenta de que era imposible.  Vio que la mano enjoyada se tensaba sobre la empuñadura dorada de la espada. Se oyó un ruido que no se parecía a ningún otro: el chirrido del acero al deslizarse en el interior de la vaina de metal y cuero.  -Salid.  Se fueron. No quedaba más remedio. Ella vio culpa en sus rostros. Sus espaldas tensas. La puerta cerrada. Nada.  Brand dejó la espada sobre la tosca mesa de madera. Con ella no la necesitaba. Ella no podía hacer nada. Brand apoyó un hombro contra la pared. Estaba todavía muy cerca de ella. Alina veía la rápida agitación, advirtió la inhalación más profunda que anunciaba que iba a tomar la palabra. -Bienvenida de nuevo, Alina.  Su voz, áspera y tersa a un tiempo, desgranó aquellas palabras en la lengua de Alina, el celta. La hablaba bellamente, pero no como un picto o un escoto, sino como un anglo. Alina había escuchado aquel acento durante casi toda su niñez. Era como una canción. Capaz de hacer añicos su resolución.  -He venido para llevarte de vuelta.  -De vuelta...

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