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Amantes y otros desconocidos

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Shannon Devereaux estaba que echaba chispas. Era una mujer que nunca había tenido un lugar al que llamara hogar, por eso le gustaba tanto Serenity, pero no sabía sí era el encanto del pueblo o la amabilidad de sus habitantes, incluso de lo más chismosos. O quizá fuera Reece Morgan, su nuevo vecino, un hombre guapísimo y muy sexy.

Aunque en realidad Reece no era nuevo en la ciudad. Contra su voluntad, había vivido allí los primeros diecisiete años de su vida, y no tenía la menor intención de quedarse... hasta que vio a la bellísima chica de al lado y se dio cuenta de que, a veces, no había nada como el hogar...

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Capítulo 1
Durante sus primeros cien años. Serenity Falls había sido, en efecto, una ciudad tranquila. Un caballero carismático de origen desconocido la había fundado en la década de 1870. Al fundador le gustaba decir que una fuerza misteriosa procedente de las estrellas lo había llevado a California, aunque no faltaba quienes sugerían que las únicas estrellas implicadas debían de haber sido las de las placas de los agentes que lo habían hecho huir de su anterior ciudad.  De un modo u otro, no cabía duda de que había acabado en el sitio exacto. ¿En qué otro lugar, aparte de un California, podía nadie adoptar el nombre de Jonathan Reconciliación Eterna sin terminar encerrado en el manicomio más próximo?  Con independencia de su origen, el Hermano Rec sabía que se hacía cuando proyectó el trazado de aquella nueva ciudad, por más que al principio se oyeron quejas sobre la cantidad de espacio abierto que insistía en incorporar a su diseño. ¿Qué sentido tenía dejar tantos terrenos vacíos junto a las casas? No sería sino un incentivo para los ratones y los coyotes.  Pero el Hermano Rec destacada la necesidad de mantenerse en contacto con la naturaleza, de poder ver de cerca la obra del Señor en la Tierra. Los habitantes desoyeron sus excéntricos consejos, compraron ratoneras y dispararon contra todo coyote que se despistara lo suficiente para ser alcanzado por un rifle. Con el tiempo, ratones y coyotes se desplazaron a entornos menos hostiles y los terrenos se convirtieron en parques y zonas de cultivo que confirieron a la ciudad un ambiente rural considerado como uno de sus mayores atractivos.  A principios de la década de 1890, el Hermano Rec dejó Serenity Falls, llevándose consigo cinco mil dólares de los fondos públicos de la ciudad y a la hija del alcalde, de dieciséis años. El escándalo había conmocionado a la ciudad, en gran medida porque el alcalde parecía más afligido por la pérdida de los caballos en que la pareja había huido que por la pérdida de la chica. Claro que, por otra parte, había que reconocer que se trataba de los mejores caballos del condado, si no del Estado entero, y Millie Ann, aunque bonita, nunca había sido demasiado brillante, de modo que la reacción del alcalde tal vez fuera comprensible.  La ciudad sobrevivió a la traición del Hermano Rec y, durante los siguientes noventa años, sobrevivió también a las guerras mundiales, a una etapa de depresión económica, a terremotos de distinta intensidad y a la llegada de los coches, la televisión y la música rap. En todo momento, Serenity Falls siguió siendo lo que siempre había sido: una ciudad pequeña con un sentido comunitario extrañadamente sólido.  Había sufrido sus crisis, por supuesto. Como el desprendimiento del 1932, cuando los peñascos de la colina había echado a rodar hasta descansar en medio de la ciudad. A mediados de los cincuenta, dos leones se habías escapado de un circo itinerante y los ciudadanos se había refugiado en sus hogares por miedo a que las bestias los devoraran. Los leones, probablemente aturdidos por la falta de público, debieron de pasear un par de horas por las calles hasta dejar que volvieran a capturarlos.   Los años sesenta  irrumpieron con su cuota imprescindible de alboroto: los vaqueros, el pelo largo..., hasta una o dos sentadas de protesta. Pero, en conjuntos, Serenity Falls había sobrellevado con calma el paso de los años. Y ello a pesar de que sí hubo un momento, unos veinte años atrás, cuando algunos habitantes había llegado a creer que la ciudad terminarían echándose a perder debido a los esfuerzos de una sola persona; Reecer Morgan acababa de cumplir diez años, se había quedado huérfano y se había ido a vivir con su abuelo; durante ocho años siguientes, Serenity Falls había gozado de bastante menos serenidad que de costumbre.  Si había algún alboroto, Reece siempre estaba relacionado con él. Y si no lo sorprendían en el acto, era porque acababa de abandonar la escena del delito. Cuando se fue de la ciudad, al día siguiente de terminar el instituto, se oyó un suspiro generalizado de alivio. La mayoría pensaba que aquel chico iba por mal camino y prefería que se extraviara del todo en cualquier otro lugar. Tras su marcha, Serenity Falls recuperó su aletargaba placidez habitual.  Pero, al igual que los elefantes, las ciudades pequeñas tienen una memoria prodigiosa. Cuando el abuelo Joe Morgan murió y legó su casa a su nieto, las diabluras que Reece había cometido hacía ya más de veinte años renacieron en las conversaciones de los vecinos. Quienes lo habían conocido recordaban con detalle su rebeldía y se echaban las manos a la cabeza ante la posibilidad de que regresara, si bien se daba por sentado que pondría la vivienda a la venta en cuanto la tinta del testamento se hubiese secado.  Pasaron las semanas. El césped fue amarilleando bajo el calor sofocante del verano y la casa adquirió el aspecto polvoriento de los hogares abandonados, pero el cartel de venta no aparecía. Los vecinos se preguntaban si los abogados habrían podido localizar a Reece.  A medida que el otoño se acercaba, las conjeturas se volvieron más morbosas. Reece estaba muerto. Estaba en la cárcel. Era un traficante de drogas poderoso y los federales estaban esperando a que fuera a reclamar la casa de su abuelo para atraparlo. Los más sensatos argumentos que, según las noticias y las películas de la televisión, las drogas eran un negocio muy rentable, de modo que si Reece dirigía algún cartel de estupefacientes, no era lógico que se arriesgara a que lo detuvieran por conseguir una casucha de dos habitaciones en Serenity Falls.  Además, si el FBI o cualquier otra organización estuviese vigilando la casa, Edith Hacklemeyes habría advertido su presencia. Vecina directa de Morgan, era una mujer observadora, y ningún agente secreto habría podido escapar a su escrutinio.  Poco a poco remitieron las especulaciones. Cedieron el paso a protestas por lo descuidaba que estaba en casa, al estado en que se hallaría por dentro, Edith comentó, no sin acritud, que no la extrañaría que Reece dejara que la casa se devaluara hasta que la declararan en ruinas, solo por maldad. Nunca había respetado nada. ¿Acaso no había pasado con la bici por encima de sus mejores petunias?  Que no le dijeran que aquello había sido un accidente porque no. Y nadie discutió con ella cuando afirmó que Reece Morgan era un hombre conflictivo: siempre lo había sido y siempre lo seria. En octubre casi se habían acostumbrado a ver vacía la casa del viejo Joe y, ante la falta de novedades sobre el paradero de Reece, apenas se hablaba al respecto. Pero los rumores se avivaron de nuevo cuando el hermano de Sam Larrabece, que trabajaba en la compañía eléctrica de la ciudad, le dijo a Sam que había vuelto a solicitar suministro de corriente en la vivienda. Ex convicto, traficante de drogas o muerto de hambre, parecía que Reece Morgan volvía finalmente a casa.  Shannon Devereux frunció el ceño al mirar la agenda. Luego suspiró y volvió a repasar los huecos del calendario a la espera de un poco de inspiración para organizar el horario de las clases. Pero las musas la esquivaron. Hasta el día adquirió la tienda de colchas y edredones cuatro años atrás, Shannon nunca había dirigido un negocio. En aquel entonces buscaba algo en que centrar su vida, algo que llenara sus días e hiciera que las noches pareciesen un poco más cortas.  Colchas Celestiales había resultado ser lo que necesitaba. Shannon sintió que el pecho se le henchía de orgullo mientras paseaba la vista por la tienda. Dos paredes de estanterías ofrecían un arco iris de tejidos coloridos y, en el centro del local. se exhibían muestras y catálogos. A ambos lados de la puerta, un escaparte enorme dejaba pasar la luz del sol a través del cristal y ofrecía una vista agradable de la calle, salpicada de árboles.  Al fondo de la tienda, donde Shannon estaba sentada, había mesas para las clases, y hasta el último centímetro de la pared estaba cubierto por diseños con retazos de tela de alumnas, un mural llamativo para las nuevas estudiantes. Había hecho un buen trabajo. El negocio había ido hacia arriba. En los dos últimos años, la tienda había consolidado una línea ascendente de ingresos. No entraría en la lista de los cincuenta empresarios más ricos, pero no tenía problemas de dinero, cosa que no podían decir la mayoría de las empresas pequeñas.  Pero lo mejor de todo era que le encantaba su trabajo. Casi todo el trabajo, se corrigió mientras devolvía la atención a la agenda. ¿Dónde estaban las hadas de organizar horarios cuando hacían falta?  -Sabes que hay formas más fáciles de hacer eso -dijo Kelly McKinnon tras detenerse ante la mesa con unos rollos de tela.  -Como me digas que seria más fácil si usase el ordenador, te despido -dijo Shannon mientras hojeaba la agenda para ver si tenía libre el sábado por la mañana para la clase de bordado. ¿O debía retrasarla al mes de febrero?  -Sería más fácil si usases el ordenador -contestó Kelly sin hacer caso de la amenza. -Despedida.  -No puedes despedirme.  -¿Por qué no? -Shannon levantó la mirada de la agenda-. Eres insubordinada. Razón suficiente para despedir a una persona. 

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