Capítulo IV

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Capítulo IV IVLa señorita Chancellor le había dicho, antes de salir, que debían llegar temprano; deseaba tener una conversación con la señorita Birdseye a solas antes de que llegara cualquier otro invitado. Eso era solo por el placer de verla, una verdadera oportunidad, ya que siempre estaba ocupada con otras personas. La señorita Birdseye recibió a Olive en el vestíbulo de la mansión, que tenía una fachada saliente, un número muy alto y muy grande —756— pintado con cifras doradas en el fanal de vidrio sobre la puerta, una placa metálica con el nombre de una doctora (Mary J. Prance) colocada en una de las ventanas de la planta baja, y una extraña apariencia de algo nuevo y a la vez consumido por los años, una especie de fatiga moderna, como ciertos artículos de escaparate que se venden a precios rebajados por estar algo gastados. La habitación era muy estrecha; una parte muy considerable estaba ocupada por una gran percha, de la que colgaban ya varios abrigos y chales; el resto dejaba espacio para permitir ver algunos movimientos de la señorita Birdseye, que se hizo a un lado para recibir a sus visitantes y que finalmente pasó frente a ellos para tratar de abrir una puerta, que resultó estar cerrada desde dentro. La señorita Birdseye era una mujer anciana, de pequeña estatura, con una cabeza enorme; eso fue lo primero que Ransom observó: la frente clara, espaciosa, protuberante, cándida, despejada, encima de un par de ojos fatigados, débiles y bondadosos; una frente que en vano un sombrerito colocado de modo que parecía que iba a caérsele hacia atrás a cada momento trataba de contrabalancear, y mientras hablaba, la señorita Birdseye de pronto alargaba la mano hasta el sombrerito con movimientos inútiles e injustificados. Tenía el rostro triste, delicado, pálido; parecía (y ese era el efecto de la enorme cabeza) que hubiese sido macerado, aplanado y desdibujado por exposición a un lento disolvente. La larga práctica de la filantropía no había logrado fortalecer sus rasgos; había borrado las expresiones, los significados. Las olas de simpatía y de entusiasmo habían trabajado sobre ellos de la misma manera en que las olas del tiempo terminan finalmente por modificar la superficie de los viejos bustos de mármol, eliminando poco a poco todas las asperezas, todos los detalles. En su amplio rostro aquella vaga sonrisita parecía perderse. Era un mero esbozo de sonrisa, una especie de abono de un p**o a plazos; parecía querer indicar que sonreiría más ampliamente si tuviera tiempo disponible, pero ya aquel gesto dejaba entrever su generosidad y su capacidad para dejarse seducir fácilmente por sentimientos de amistad. Vestía siempre de la misma manera; llevaba una especie de amplio chaquetón n***o, con bolsillos profundos, llenos siempre de papeles, residuos de una correspondencia voluminosa; por debajo de aquella chaqueta salía un corto vestido de lana. La brevedad de esta prenda, muy simple, era el expediente mediante el cual la señorita Birdseye trataba de sugerir que era una mujer de negocios, que deseaba libertad de acción. Pertenecía, por supuesto, a la Liga de las Faldas Cortas; pues formaba parte, sin excepción, de todas y cada una de las ligas que hasta la fecha se hubieran fundado cualquiera que fuese el propósito. Esto no le impedía ser una anciana confusa, complicada, inconsecuente, discursiva, cuya caridad comenzaba en casa y no se sabía dónde acababa, cuya ingenuidad no se quedaba atrás, y que sabía menos de sus semejantes, si eso era posible, después de cincuenta años de celo humanitario, que el día que había decidido lanzarse al campo de batalla a luchar contra las injusticias de la vida. Basil Ransom conocía muy poco sobre ese tipo de existencias, pero la señorita Birdseye le pareció la revelación de una clase, y una multitud de personajes socialistas, de nombres y episodios de los que había oído hablar, se agrupaban tras ella. Su aspecto era el de la persona que ha pasado la vida en tribunas, auditorios, convenciones, falansterios y séances; en su cara fatigada se veía casi el reflejo de las malas lámparas usadas durante esas sesiones; por la tendencia que tenía de mirar siempre hacia arriba, parecía dirigirse hacia un orador público, con un esfuerzo de respiración que siempre provoca el aire viciado en que, por lo general, se discuten las reformas sociales. Hablaba constantemente, con una voz quebradiza como la de un timbre eléctrico demasiado gastado; y cuando la señorita Chancellor le explicó que había llevado al señor Ransom porque aquel tenía grandes deseos de conocer a la señora Farrinder, ella le tendió al joven una pequeña mano frágil, sucia, democrática, mirándolo con simpatía, ya que le era imposible hacerlo de otra manera, pero sin la menor discriminación referente a quienes no habían tenido la fortuna (la que tal vez implicara una injusticia) de estar presentes en una ocasión tan interesante. Le dio la impresión de vivir muy pobremente, pero hasta más tarde no se enteró de que la señorita Birdseye jamás había tenido un centavo en su vida. Nadie sabía exactamente de qué vivía; cuando tenía algún dinero lo daba inmediatamente a un n***o o a un refugiado. Ninguna mujer hubiera podido ser más imparcial, aunque, en general, ella prefería esas dos categorías del género humano. Desde el fin de la guerra civil muchas de sus ocupaciones habían cesado; ya que antes la mayor parte de su vida había transcurrido imaginándose que ayudaba a algún esclavo del Sur a escapar. No era por tanto desatinado el preguntarse si en lo más profundo de su corazón no desearía a veces, solo por volver a experimentar aquel género de excitación, que los negros volvieran a encontrarse encadenados. Del mismo modo había sufrido por el relajamiento de algunos despotismos europeos, ya que en años anteriores, buena parte de lo que daba el tono romántico a su vida había consistido en suavizar las almohadas del exilio a conspiradores desterrados. Sus refugiados habían sido para ella algo precioso; siempre estaba tratando de recaudar dinero para un polaco cadavérico, de conseguir clases para que las impartiera un italiano descamisado. Corría la leyenda de que un húngaro había poseído en una época su corazón, y que luego había desaparecido robándole todo cuanto poseía. Era, sin embargo, una leyenda apócrifa, ya que ella jamás había poseído nada, y además se prestaba a serias dudas el que hubiese podido concebir un sentimiento tan personal. Ya en esa época ella podía enamorarse solo de causas, y languidecer ante cualquier forma de emancipación. Pero habían sido sus días más felices, porque cuando aquellas causas se encarnaban en extranjeros (¿qué otra cosa si no eran los africanos?) eran sin lugar a dudas más sugestivas. Había bajado en ese momento para ver a la doctora Prance, para ver si deseaba subir. Pero no la encontró en su habitación, y la señorita Birdseye supuso que había salido a cenar. Cenaba siempre en una pensión a dos calles de distancia. La señorita Birdseye expresó su esperanza de que la señorita Chancellor hubiese ya cenado, ella lo había hecho con holgura de tiempo pues ese día no había llegado todavía nadie; no sabía qué podía haberlos retrasado tanto. Ransom advirtió que las chaquetas que colgaban de la percha no eran señal de que los amigos de la señorita Birdseye estuviesen ya reunidos; si se hubiera detenido a observarlas un poco más, habría identificado la casa como uno de esos locales en que se encuentran siempre misteriosas prendas de vestir colgadas en algún gancho en el vestíbulo. Los visitantes de la señorita Birdseye, los de la doctora Prance y los de otros inquilinos —pues la residencia marcada con el número 756 era la vivienda de muchas personas entre quienes reinaba una gran confusión de confines— acostumbraban a dejar allí objetos que luego volvían a reclamar; muchos se presentaban con bolsos de mano para los que siempre estaban buscando un sitio en que depositarlos. Lo que completaba la atmósfera de aquel edificio era el apartamento de la propia señorita Birdseye, al cual, precisamente en aquel instante, entraban, y donde fueron seguidos por varios otros miembros del círculo de aquella buena dama. A decir verdad, el apartamento era un complemento de sí misma, si algo podía decirse para rendir un tributo a aquella anciana tan esencialmente informal, que no tenía más estilo del que puede tener una paca de heno. Pero la desnudez de su salón, amplio, vacío, abierto a todos los vientos (tenía exactamente la misma forma que el de la señorita Chancellor), manifestaba que nunca había tenido otras necesidades que no fueran las de carácter moral, y que toda su historia había sido la de sus simpatías. El lugar estaba iluminado por una pequeña lámpara de gas, que lo hacía aparecer blanquecino e informe. Hasta el mismo Basil Ransom se quedó impresionado por aquella escualidez y se dijo que su prima debía de tener algo metido entre ceja y ceja para gustar de semejante sitio. Lo que entonces no sabía, y tampoco llegó a saber jamás, era que ella lo odiaba mortalmente, y que en una carrera en la que constantemente se exponía a ofensas y mortificaciones de todo género, sus más agudos sufrimientos provenían de las ofensas a su sentido del gusto. Había tratado de aniquilar aquella fibra, de persuadirse de que el gusto era solo una frivolidad con disfraz de sabiduría; pero su sensibilidad volvía a surgir constantemente y hacía que se preguntase si la carencia de cosas atractivas era una parte integrante del entusiasmo humanitario. La señorita Birdseye trataba siempre de obtener empleos, lecciones de dibujo, encargos de retratos, para artistas pobres extranjeros, cuyo talento garantizaba sin la menor reserva; aunque, en realidad, no tuviera la más mínima capacidad de percepción del elemento escénico o plástico de la vida. Hacia las nueve de la noche la luz de la triste lámpara de gas se reflejó sobre la majestuosa personalidad de la señora Farrinder, que hubiera contribuido a responder en sentido negativo a los escrúpulos de la señorita Chancellor. Era una mujer robusta y atractiva, en la que ciertas angulosidades habían sido corregidas por un aire triunfal; llevaba un vestido susurrante (era la muestra de su punto de vista sobre el buen gusto), una abundante cabellera de un n***o brillante, los brazos extendidos, que parecían tratar de expresar que el reposo, en una carrera como la suya, era algo tan dulce como breve, y una terrible regularidad de expresión. Aplico ese adjetivo a su máscara de placidez porque parecía dirigir a sus interlocutores una pregunta cuya respuesta ya conocía de antemano; la pregunta que suscitaba era cómo un rostro así podía no ser hermoso con tal regularidad de rasgos. Era imposible poner en duda ni la perfección ni la nobleza de aquel rostro y había que rendirse al hecho de que la señora Farrinder lograba imponerse. Había una cierta tersura litográfica en torno a ella, y una mezcla de la matrona americana y el personaje público. Había algo de ese personaje público que se revelaba en sus ojos, grandes, fríos y serenos; habían adquirido un aire de reticencia formal debido al hecho de tener que mirar siempre desde lo alto de una tribuna de conferencias, por encima de las cabezas de la multitud mientras su distinguida propietaria era elogiosamente presentada por un ciudadano ilustre. La señora Farrinder, en casi todas las ocasiones, mantenía el aire de quien es presentado con algún comentario pertinente. Hablaba con lentitud y claridad, y evidentemente con un alto sentido de responsabilidad; pronunciaba cada sílaba de todas las palabras e insistía en ser explícita. Si, en conversación con ella, usted intentaba considerar algo como ya establecido, o saltar dos o tres escalones de golpe, ella hacía una pausa, lo miraba con fría paciencia, como si ya conociera ese truco, y entonces continuaba su exposición con su habitual paso mesurado. Sus conferencias tenían por tema la templanza y los derechos de la mujer; los fines que proseguía eran el de darles a las mujeres de su país el derecho a votar y el de apartar de la mano de los hombres la copa burbujeante. Gozaba de gran consideración por sus modales refinados, y porque encarnaba las virtudes domésticas y las gracias de la vida de salón; era, en efecto, una prueba contundente de que para las damas la tribuna no es de ninguna manera incompatible con el hogar. Tenía un marido llamado Amariah. La doctora Prance había vuelto de la cena e hizo su aparición en respuesta a una invitación que la voz desmayada de la señorita Birdseye le dirigía desde el corredor, apoyada en la balaustrada de la escalera, con insistencia para obtener su atención. Era una joven de aspecto sobrio y modesto, de cabello corto y gafas. Miraba a su alrededor con el aire de desaprobación de los miopes, y parecía esperar que no se le pidiera hacer ninguna declaración, ni que se pensara que hubiese subido con algún otro propósito más social que ver qué se le ofrecía en esa ocasión a la señorita Birdseye. A eso de las nueve de la noche se hallaban reunidas unas veinte personas, acomodadas en las sillas colocadas a lo largo de las paredes de la sala estrecha y sin adornos; lo que producía el efecto de un enorme tranvía. El apartamento contenía pocas cosas más fuera de esas sillas, muchas de las cuales tenían el aspecto de haber sido prestadas, lo que implicaba alcobas desnudas en las regiones superiores; una mesa o dos con cubiertas de mármol descolorido, unos cuantos libros, y una colección de periódicos apilados en un rincón. Ransom podía ver por su cuenta que la ocasión no era precisamente festiva: faltaba en efecto un movimiento de cordialidad entre los invitados y, entre la mayor parte de los asistentes, hasta de reconocimiento mutuo. Estaban sentados allí, como si esperasen algo, y miraban con el rabillo del ojo y en silencio a la señora Farrinder, dando la clara impresión de que, por fortuna, no se encontraban reunidos allí para divertirse. Las damas, que constituían una abrumadora mayoría, llevaban sombreritos semejantes al de la señorita Chancellor; los hombres tenían un aire fatigado, muchos de ellos llevaban abrigos raídos. Dos o tres seguían con los zapatos cubiertos por chanclos de goma y al acercarse era muy perceptible el olor a goma de mala calidad. Por supuesto la señorita Birdseye jamás había percibido ese tipo de cosas; ella nunca sabía a qué olían ni qué sabor tenían los alimentos que comía. La mayor parte de sus amigos tenían una mirada ansiosa y fatigada, aunque había algunas escasas excepciones, media docena de rostros plácidos y floridos. Basil Ransom se preguntaba quiénes serían todas aquellas personas. Tenía una idea general de que se trataba de médiums, comunistas y vegetarianos. No era que la señorita Birdseye no se hubiese dedicado a circular entre ellos reiterando sus preguntas y dejando amistosamente de escuchar las respuestas; se sentó por turno junto a cada uno de ellos, diciendo vaga y bondadosamente «Sí, sí» a los comentarios que le hacían, llevándose de vez en cuando una mano al bolsillo lleno de papeles de su amplia chaqueta, reacomodándose el sombrero y colocándose las gafas, pero tratando más que nada de enterarse para qué había reunido a toda aquella gente. Al fin le pareció recordar que se trataba de algo más o menos relacionado con la señora Farrinder; que esa elocuente dama había prometido favorecer a la compañía con el relato de algunos incidentes de su última campaña; trazar tal vez las líneas de un plan de acción para el próximo invierno. Eso era lo que Olive Chancellor había ido a escuchar; esa sería la atracción para el joven de ojos negros (parecido a un genio) que la había acompañado al lugar. La señorita Birdseye se abrió nuevamente paso para ir a reunirse con la gran conferenciante, que en ese momento dispensaba una indulgente atención a la señorita Chancellor; esta última estaba comprimida en un espacio mínimo para poder estar sentada cerca de ella; tenía las manos juntas y una expresión tan concentrada e inquisitiva que por contraste los modales de la señora Farrinder parecían libres y desenvueltos. En aquel tránsito, la anfitriona fue detenida por la llegada de nuevos peregrinos. No recordaba de ninguna manera haber mencionado a tanta gente la celebración de esa reunión; solo recordaba, por así decir, a aquellos a quienes se había olvidado de invitar, y eso era, sin duda alguna, una prueba del interés que sentía por la obra de la señora Farrinder. Los recién llegados eran el doctor Tarrant con su esposa y su hija Verena; él era un curandero mesmeriano y ella pertenecía a una antigua familia abolicionista. La señorita Birdseye esbozó una vaga y seca sonrisa dirigida a la hija, un rostro nuevo para ella, y de alguna manera creyó percibir que se trataba de una joven de inteligencia notable; tenía por qué serlo. En cada huésped la señorita Birdseye descubría un genio. Selah Tarrant había efectuado curaciones prodigiosas; ella conocía a muchas personas que si solo se decidieran a ponerse en sus manos… Su mujer era hija de Abraham Greenstreet; ella había ocultado a un esclavo fugitivo en su casa durante treinta días. Eso había ocurrido muchos años atrás, cuando esta joven debía de haber sido una niña; pero ¿no habría creado ese hecho una especie de arco iris sobre su cuna, y no debía de tener por ello una especie de don natural? La muchacha era muy bonita a pesar de ser pelirroja.
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