Capítulo II

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Capítulo II IISi esa mucha o poca consideración se dirigía a los resultados, lo cierto es que la señorita Chancellor no merecía tal reproche. Su vestimenta consistía en un simple vestido n***o, sin ningún adorno, y sus cabellos lisos, descoloridos, estaban sujetos tan cuidadosamente como los de la hermana habían sido dejados en libertad. Se había sentado inmediatamente, y mientras la señora Luna hablaba ella mantenía los ojos fijos en el suelo, mirando aún menos en dirección a Basil Ransom que hacia aquella mujer de tantas palabras. El joven, por consiguiente, pudo observarla a su gusto; y advirtió que estaba agitada, pero que trataba de no demostrarlo. Se preguntó el porqué de aquella agitación, sin prever que en el futuro iba a descubrir que la naturaleza de la señorita Chancellor era equiparable a la de un velero en medio de un mar tempestuoso. Aun después de que su hermana hubiera abandonado el salón, seguía sentada en el mismo lugar con la mirada ausente, como si hubiera un encantamiento que le impidiera alzarla. Debo confiarle al lector, a quien en el curso de nuestra historia me veré obligado a impartir mucha información secreta, que la señorita Chancellor era víctima de ataques de tremenda timidez, durante los cuales no era capaz ni siquiera de sostener su propia mirada ante un espejo. Una de esas rachas la había poseído en aquel momento sin ninguna causa evidente, aunque desde luego la señora Luna había agravado la situación con sus impertinentes comentarios. Nadie en el mundo podía ser tan impertinente como la señora Luna; su hermana la hubiera odiado por ello de no haberse prohibido esa emoción cuando se dirigía a un solo individuo. Basil Ransom poseía una inteligencia de primera clase, pero era consciente de las limitaciones de su experiencia. Se mantenía en guardia contra generalizaciones que podían resultar apresuradas, pero había adoptado dos o tres que le servían en su calidad de caballero recientemente admitido en la sociedad de Nueva York y a cargo de una clientela. Una de ellas consistía en aceptar que la división más sencilla que se puede hacer del género humano es entre personas que toman las cosas en serio y personas que las toman a la ligera. Muy pronto se dio cuenta de que la señorita Chancellor pertenecía a la primera categoría. Eso estaba grabado tan claramente en aquel rostro delicado que él sintió una piedad indefinida por ella aun antes de que hubieran cambiado veinte palabras. El joven, en cambio, por naturaleza, tomaba las cosas a la ligera; si se había visto obligado a adoptar actitudes formales últimamente, había sido después de maduras reflexiones y obligado por las circunstancias. Pero esa muchacha pálida, de ojos de un verde claro, rasgos afilados y modales nerviosos era de una naturaleza evidentemente morbosa; era tan claro como el día que aquella joven poseía una naturaleza morbosa. El pobre Ransom se dijo esto como si hubiera hecho un gran descubrimiento; pero en realidad nunca había sido tan «beocio» como en aquel momento. Nada importante hacía de la señorita Chancellor pensar que fuera morbosa; no era suficiente saber que una cierta parte de ella podría clasificarse dentro de los límites de esa condición. ¿Por qué era morbosa y de qué tipo era aquella morbosidad? Ransom se hubiera sentido feliz si hubiera podido penetrar en la zona necesaria para explicar ese misterio. Las mujeres que hasta entonces había conocido pertenecían casi todas al dulce clima del Sur, y no ocurría a menudo encontrar en ellas aquella tendencia por él descubierta (e inmediatamente condenada) en la hermana de la señora Luna. A él le gustaban así, que no pensaran demasiado, que no sintieran ninguna responsabilidad por el gobierno del mundo, cosa que estaba seguro sentía la señorita Chancellor. Le gustaba que llevaran una vida privada y pasiva, que no tuvieran ningún sentimiento fuera de ella, y dejaran la vida pública al sexo de piel más dura. Ransom se complacía con la visión de ese remedio; debemos repetir que era muy provinciano. Estas consideraciones no se le presentaban de un modo tan definido como he escrito aquí; estaban resumidas en el sentimiento de vaga compasión que la figura de la prima excitaba en su mente y que, sin embargo, iba acompañado de un vibrante rechazo a conocerla mejor, sobre todo, al serle evidente que con una cara como la suya debía ser una persona notable. Le produjo pena, pero se dio cuenta al instante de que nadie podría ayudarla; eso era lo que hacía que su situación fuera trágica. Ransom había dejado las tristes tierras del Sur, que pesaban sobre su corazón, para hacer una carrera y no en busca de tragedias; por lo menos no quería que lo persiguieran fuera de su oficina de Pine Street. Rompió el silencio después de la salida de la señora Luna con uno de los corteses discursos que las vencidas regiones del Sur podían todavía sugerir, y enseguida se encontró conversando bastante a gusto con su anfitriona. Aunque Ransom se había dicho que nadie la podría ayudar, el efecto de la voz de él la hizo eliminar toda timidez: su gran ventaja (y ella se lo había propuesto para triunfar en su carrera) era que en ciertas circunstancias se podía volver repentinamente audaz. Se sintió segura al advertir que su huésped era una persona peculiar; por su manera de hablar no le extrañaría que hubiera combatido del lado de la Confederación. Nunca había encontrado a un personaje tan exótico, y ella siempre se sentía más cómoda en presencia de algo extraño. Eran las cosas cotidianas de la vida las que la llenaban de una rabia silenciosa; y eso era bastante natural, ya que según su modo de concebir las cosas casi todo lo que era ordinario era también malvado. Por eso no tuvo ninguna dificultad en preguntarle si se quedaría a cenar, esperaba que Adeline le hubiera transmitido su invitación. Se hallaba arriba con Adeline cuando le entregaron la tarjeta de visita de Ransom, y fue una inspiración repentina y del todo anormal la que la llevó a hacer este (para ella) supremo favor; nada, en efecto, más lejano de sus costumbres normales que el atender a solas, en el comedor, a un caballero que jamás había visto. Era la misma clase de impulso que la había llevado a escribirle a Basil Ransom, en la primavera, después de haberse enterado accidentalmente de que había viajado al Norte y que pretendía ejercer su profesión en Nueva York. Su naturaleza le exigía buscar nuevos deberes que cumplir, y apelar a su conciencia para imponerse tareas nuevas. Este vigilante órgano, seriamente consultado, le había recordado que él era el retoño de la antigua oligarquía esclavista, la cual, por lo que recordaba su viva memoria, había sumergido al país en un mar de sangre y lágrimas. Le había también recordado, como consecuencia de tales hechos abominables, que él no representaba un objeto digno de ser protegido por una persona como ella, cuyos dos hermanos, sus únicos hermanos, habían dado la vida por la causa del Norte. Pero asimismo le había también hecho rememorar que también él, por su parte, había sufrido muchas privaciones y que, además, había combatido y ofrecido por la causa su propia vida, aunque esta, después de todo, no le había sido arrancada. No podía impedirse admirar con pasión y con una especie de tierno sentimiento de envidia a quien había tenido la fortuna de una oportunidad semejante. La aspiración más secreta, más sagrada de su naturaleza, era la de poder tener un día una fortuna semejante: ser una mártir, poder morir por algo digno. Basil Ransom había sobrevivido, pero ella sabía que al sobrevivir había tenido experiencias amargas. Había contemplado la ruina de su familia: habían perdido sus esclavos, sus propiedades, amigos y conocidos, la casa; había debido saborear todas las crueldades de la derrota. Durante algún tiempo había tratado de hacerse cargo de la plantación, pero se había rendido bajo el peso aplastante de las deudas y no había soñado sino en encontrar un trabajo que le permitiera trasladarse a un lugar frecuentado por seres humanos. El estado de Mississippi le parecía el estado de la desesperación; así que entregó los restos del patrimonio familiar a su madre y a su hermana, y, casi con treinta años de edad, había llegado por primera vez a Nueva York, con la ropa de su provincia, con cincuenta dólares en el bolsillo y un condenado apetito en el corazón. Que aquel incidente le había revelado al joven su ignorancia de muchas cosas, solo, sin embargo, para hacerle que se confesara a sí mismo, después de un primer ímpetu de furia, que había entrado en el juego y que permanecería allí hasta ganarlo, eran cosas que Olive Chancellor no podía conocer; lo que a ella le bastaba es que se hubiera recuperado, como dicen los franceses, había aceptado los hechos reales, había admitido que el Norte y el Sur eran un solo e indivisible organismo político. Su parentesco —el de los Chancellor y los Ransom— no era muy próximo; era de esa categoría que uno puede tomar o dejar, a voluntad. Se trataba de la rama femenina de la familia, como le había escrito Basil Ransom al responder a su carta con una gran abundancia de expresiones delicadas y formales; había hablado como si se tratara de casas reinantes. Había sido la madre de Olive quien se había interesado por la suerte de la familia; solo el temor de parecer demasiado protectora en relación con personas caídas en desgracia le había impedido escribir a Mississippi. Si hubiera sido posible enviarle dinero a la señora Ransom, o aunque solo fuera vestidos, lo habría hecho de muy buena gana; pero no tenía medios para saber cómo hubiera sido recibida tal proposición. Para la época en que Basil fue al Norte, tomando, por así decirlo, la iniciativa, ya la señora Chancellor había muerto; así las decisiones habían recaído enteramente sobre Olive, que vivía sola en la pequeña casa de Charles Street (Adeline estaba en Europa). Sabía lo que hubiera hecho su madre, y eso la ayudó en su decisión, pues su madre siempre elegía las soluciones más positivas. Olive tenía miedo de todo, pero su miedo mayor era el de tener miedo. Deseaba inmensamente ser generosa, ¿y cómo poder ser generosa a menos que se corriera algún riesgo? Había elegido como sistema de vida la norma por la que si se presentaba un riesgo debía asumirlo; y sufrió frecuentes humillaciones al encontrarse, después de todo, a salvo. Estaba perfectamente a salvo después de haberle escrito a Basil Ransom, y era en verdad difícil imaginarse qué otra cosa podría haber hecho él fuera de agradecerle su invitación (en términos excepcionalmente superlativos), y asegurarle que la visitaría en la primera ocasión que sus negocios (comenzaba a tener unos cuantos) lo llevaran a Boston. Ahora había llegado para dar fe de su voto de gratitud, y tampoco esto bastó para darle a la señorita Chancellor la sensación de haber corrido un peligro. Ella había advertido (a la primera mirada) que él no consideraba desde un punto de vista mundano cosas que para ella eran un principio que desafiar. Era demasiado simple —demasiado impregnado de Mississippi— para eso; se sentía casi desilusionada. Con seguridad ella no había esperado que fuera a asombrarlo haciendo algunas declaraciones nada femeninas (la señorita Chancellor aborrecía esa expresión tanto como la contraria); pero tuvo el presentimiento de que Ransom sería demasiado bondadoso, primitivo hasta ese grado. De todo lo existente en el mundo lo que más amaba era discutir (aunque el porqué es difícil de imaginar, pues siempre le costaba lágrimas, jaquecas, un día o dos en la cama, emociones agudas), y era muy posible que Basil Ransom no tuviera ningún interés en discutir. No hay nada más desagradable que esa indiferencia, cuando la gente no está de acuerdo con los principios de uno. Y que él estuviera de acuerdo con sus principios era lo que menos podía esperar. ¿Cómo iba a estar de acuerdo con ella un oriundo de Mississippi? De haber pensado que estaría de acuerdo con ella, ni siquiera le hubiese escrito.
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