Prólogo
Un viento desolado se sacudía a través del cardo quemado por el sol, levantando remolinos de polvo rojizo mientras el pequeño poni blanco estaba de pie en la puerta, buscando en el horizonte a su niña. Cada día la tierra se secaba más, el forraje era más escaso, y el dique se convertía en un lodoso charco, salobre y lleno de parásitos que la enfermaban. Los otros caballos deambulaban más profundamente en el Outback, en busca de alimento para sofocar el estruendo constante de sus estómagos, pero el poni blanco no se atrevía a ir tan lejos, porque si lo hacía, no estaría aquí cuando su pequeña niña regresara a montarla.
Antes de que el remolque de caballos la dejara aquí a valerse por sí misma, la niña venía todas las tardes para trenzar su melena y su cola con lazos bonitos. Luego cabalgaban en una pista con todos los otros ponis bonitos hasta que estuvieran cansadas y felices y llenas de risas y relinchos. Si cerraba los ojos, todavía podía recordar lo bien que se sentía cuando la niña le daba zanahorias dulces y suculentas y acariciaba su pelaje con un cepillo de cerdas suaves. ¡Oh! ¡Cómo echaba de menos a la niña! Ella la quería mucho, y no podía entender por qué la niña la había enviado lejos.
Muchas estaciones habían pasado desde la última vez que el poni blanco había visto a la niña, pero cada tarde, tan pronto como el sol empezaba a esconderse hacia el Outback, el poni blanco se tambaleaba hacia la puerta, ahora tan demacrada y delgada que apenas podía andar, y pacientemente esperaba a que su niña viniera y la llevara a casa.