El dolor, pero también la rabia y el enojo me sacuden por dentro.
Impulsivamente, abro de un manotazo la puerta del cuarto y entro decidida. Decidida a que vea que no soy una cosa que mancillará a su antojo, y que por si se le olvidó, yo también puedo tener un carácter de mierda cuando me lo propongo.
Me apresuro a dónde se encuentra parado. Justo en el medio de este hermético refugio que adoptó como suyo hace casi un año, y que tanto detesto.
—Se te pasa por alto un pequeño detalle —mascullo, apuntando con mi dedo a su pecho, cubierto por la camisa y la chaqueta del traje.
—No me interesa oírte —dice entre dientes. Evitando mi mirada.
—Pues me importa un carajo si te interesa o no —replico con frustración. Demasiada frustración porque pese a que suena como un auténtico y desalmado cretino, se acerca a mí; tanto que debo bajar el dedo y alzar la cabeza para observarlo—. Nunca podrás hacer de cuenta que no existe un nosotros —recalco—. Porque tienes un hijo, conmigo, eres mi marido hace ya tres años y aún te amo. Vive con eso.
—Ni... —suelta un suspiro—. Nicci...
—No —intervengo con determinación—. Estoy aquí, siguiéndote como una estúpida y humillándome de la peor forma para que me escuches. Tengo contados los días en que me tratas de la manera que te prometiste jamás tratarme: con desprecio e ignorancia. Y me confundes a pesar de todo. No sé si estás actuándome un papel brillante, si me mientes o si por el contrario eres la peor escoria de este planeta —hago una pausa y tomo distancia. Quiero que me vea segura, no a punto de quebrarme—. Aunque te cueste creerlo yo también te conozco bien a ti. Te conozco muchísimo y no me asombraría descubrir que todo esto que haces conmigo y con Ismaíl es una muralla que alzaste para no sentirte vulnerable ni expuesto.
Se da la vuelta, cabizbajo.
—V-vete —me ordena en un balbuceo más que gruñido.
Me atrevería a decir que un temeroso balbuceo.
—No me voy a mover de acá hasta que me hables con la verdad —le desafío.
—¿Nunca te das por vencida? —pregunta, tratando de sonar frívolo—. ¿Siempre tendrás que quedarte con la última palabra?
—Te estás equivocando —con el desconcierto que me producen sus cambios bruscos de actitud, le rodeo, me aproximo a él y sostengo su rostro entre mis manos. Es la primera vez en casi un año que acuno su cara y lo que siento no me gusta. Sus facciones están muchísimo más pronunciadas, casi filosas. Sus pómulos, la línea de su mandíbula, por debajo de sus ojos... Ha bajado de peso—. No se trata de necedad ni capricho, sólo quiero pelear por ti, como tú has peleado por mí —miro fijamente sus ojos negros, que aún en la penumbra ya no se vislumbran fríos e indiferentes, sino tristes—. No eres este hombre Rashid. No eres el bastardo que estás fingiendo ser.
—Habibi —susurra, dejándose acariciar—, ya es tarde para esto.
—Entonces sí hay algo más —paro de tocarle de inmediato.
Por instante luce enojado y luego simplemente se separa.
—¡No te quiero! —espeta retomando su gélido papel estelar—. ¿Era lo que querías oír de mí? Pues no te quiero. No te amo.
Enarco una ceja y largo una risotada cargada de sarcasmo.
—Eres un maldito cínico mentiroso —tensa pero me ignora. Gira sobre sus talones, va a la cama y se acuesta boca arriba, mirando al techo—. Me has perseguido desde que tenía doce años, ¿y ahora dices que ya no me quieres? —en este preciso momento soy como una leona herida, embravecida y furiosa. Mis emociones se arremeten unas contra otras. Me encantaría sonsacarle la verdad a guantazos y al mismo tiempo largarme a llorar—¿De un día para otro dices que no me amas? —enfatizo—. No te creo una sola palabra.
—Fueron trescientos sesenta y cinco, no de un día para otro —corrige, haciendo caso omiso a mis palabras—. Y tampoco puedes obligarme a sentir algo por ti, que ya no siento.
—¡Eres tan imbécil! —exploto, llena de cólera y veneno. Caminando hacia la puerta y dando por terminado esto que no ningún sentido—. No tienes los huevos suficientes para decirme lo que te pasa.
—Pues... Qué lástima —parece que se burlara de mí. Y eso... Eso me encabrona.
—Si sientes que ya no damos para más, que ya no me quieres y que yo no puedo obligarte a sentir algo por mí, entonces estás sobrando aquí —antes de marcharme, volteo y miro la cama. Deseo herirlo tanto como él me hiere a mí—. Cuando te decidas y sostengas tus palabras, coge tus bolsos, lárgate de esta casa y contrata a un abogado para negociar tu tiempo con mi hijo.
—Pues te informo que ésta casa también es mía y que tu hijo también es mi hijo —me provoca.
Y no sabe cuánto me estoy conteniendo de aventarle un objeto por la cabeza.
—Ojalá te des cuenta de lo que estás perdiendo por comportarte como un idiota —tras pronunciar mi última frase, cierro con fuerza su puerta.
Quisiera gritar de impotencia hasta quedarme sin voz, tirar todo por la borda, agarrar a mi hijo, largarme de este lugar y solicitarle el maldito divorcio.
Quiero hacerlo pero... Me frena mi instinto. Me congela, porque pese a ser consciente de que atravesar los muros que Rashid ha alzado es difícil, soy optimista y entiendo que una vez los traspase, todo volverá a ser como era antes.
Es una pequeña chispa de esperanza que guardo en lo profundo de mi ser.
No comprendo la causa, pero sé que me está mintiendo. Más que nadie, yo sé que las apariencias engañan. Que me oculta algo y no es una mujer, ni una carencia de sentimientos hacia mí.
Me lo dice el corazón; no es eso.
Trago saliva y también, la amargura que de pronto me inunda.
¿Qué explicación hay a su rostro tan delgado y demacrado? ¿Desde cuándo sus facciones atemorizan tanto a mi piel? ¿Por qué la lejanía que se impuso con Ismaíl si él es inocente y nada entiende de nuestros problemas? ¿Por qué querer olvidarse de todo así, sin más? ¿Porqué?
Respiro profundo. El llamado de Ismaíl me devuelve al presente. Mi presente indefenso, en miniatura, que me necesita fuerte, feliz y completa.
Abro un portón de hierro y subo la escalera. Llego a la planta superior y abro otro portón de hierro.
Así fue como decidimos arreglar algunos detalles de la casa para darle toda la seguridad posible a nuestro hijo.
Entre tantas cosas, el barandal del primer piso ahora es más alto, con sus barrotes prácticamente pegados entre sí, mientras que los dos portones de idéntico diseño cuentan con pasadores, que están lejos del alcance de mi pequeño.
Camino hasta su habitación. Rara vez duerme en ella por las noches, pero nunca deja de ser su sitio favorito y especial para las siestas a deshoras o para jugar hasta el aburrimiento.
Me paro bajo el marco y admiro a mi príncipe, que se frota los párpados, le sonríe a la nada y se balancea con entusiasmo en su cama-cuna.
—¿Tienes hambre? —me acerco y lo cargo a upa. Me encanta su olor a bebé, loción y talco.
Balbucea que sí pero ya sé que lo dice por inercia. Aprendió a decir sí a cualquier cosa de buenas a primeras.
—¿Vamos a comer bananas? —me contengo de reír cuando empieza a removerse entre mis brazos. Lo alejo un poco de mí y observo su encantador rostro enseñándome una horrenda cara de enfado—. Bananas, amor. Bananas.
Su ceño se frunce.
—No. ¡No, mamá, no! —dice con tanta determinación que me roba un par de carcajadas. Ismaíl, dentro de una larga e intensa lista de comidas no preferidas, detesta la banana.
La detesta y punto. No existe negociación posible para le dé un mordisco a esa fruta.
Vamos a su sillón con estampados de animales. Un sillón bajo confeccionado a su medida, y lo acomodo allí.
Busco ropa limpia en los cajones del armario y lo cambio.
Lo hago con sacrificio, porque es demandante pero sobre todo es autoritario; quiere siempre hacer cumplir su voluntad.
Como ahora, que no quiere ponerse las medias, sino ir a jugar. Con lo que sea, pero a jugar a fin de cuentas.
Cuando terminamos y damos por un concluida la lucha diaria de poder en la que yo acabo venciendo, vuelvo a uparlo.
Bajamos las escaleras y le dejo correr libremente por la sala. Ama gatear en las alfombras y meterse en su corral lleno de juguetes.
Voy a la cocina, enciendo el televisor y reproduzco los vídeos de sus canciones infantiles favoritas para atraer su atención.
Con éxito me sigue de atrás al oír la música y se sienta frente al plasma en tanto me preparo para cocinar.
Busco una olla, la lleno con agua y la dejo hervir. De la alacena saco spaguetti y me dispongo a hacer la salsa al ritmo de los cinco monitos saltando en la cama.
Es un platillo básico pero a mi bebé le encanta.
Ajo en aceite de oliva caliente, tomates frescos, apenas un chorro de vino tinto, una pizca de azúcar, sal y albahaca. En diez minutos está pronta y para Ismaíl es la mejor comida del mundo.
—¡Muy bien mi amor! —le llamo, después de preparar la mesa para nosotros dos, ya que Meredith no está en la casa—. ¡Vamos a comer!
Embelesado con Cocomelon, finge que me ignora, pero al cabo de unos minutos, con esfuerzo se levanta y viene a mí.
Lo acomodo en su sillita y sin preocuparme por la suciedad que haya que limpiar luego, coloco frente a él su plato de spaguettis y un vasito de jugo de frambuesa.
Cenamos juntos. Entre cánticos y risas, aplaudiendo y siguiendo al unísono cada canción que se reproduce en la televisión. Llenándonos la barriga de pasta y para su sorpresa, un buen plato de helado de crema como postre. Listos para en cualquier momento continuar la maratón de canciones en mi cuarto, rodeado de los juguetes que trae de su habitación, mientras mamá prepara su baño y adelanta algo de trabajo para mañana.
***
Son más de la once y hace rato que Ismaíl se durmió en mi cama, tras haberle leído varias veces su cuento preferido.
Sumergido en su etapa de amor por mickey mouse, no para de pedir el libro del ratón con sus amigos en un día de campo.
Podría leérselo por horas que seguro, él no se aburrirá.
Tomo aire y lo suelto despacio.
Es mi gran anhelo, cuando sea más grande y todo lo pueda procesar y disfrutar mejor, llevarlo a conocer Disney.
Sin importar cuál sea el rumbo que tome mi vida con Rashid, ese es un sueño que quiero hacer realidad con mi hijo. Irnos dos semanas a los parques de Orlando.
Parpadeo y apago la notebook. He estado revisando las nuevas promociones de Maracaibo Sun' Milán hasta recién, que poco a poco el cansancio amenaza con vencerme.
El próximo mes viajaré a Milán. Tengo planificado con mi equipo de marketing, presentar una nueva línea de tratamiento facial con un evento que reúna inversionistas, mis más fieles clientes y grandes publicistas.
Bruna, Meredith e Ismaíl vendrán conmigo. Eso le dará tiempo a Rashid de pensar un pocos las cosas y replantearse el hecho de que está comportándose como un cretino y también, un estúpido, y que no tiene sentido alguno que continúe así.
Retiro la silla giratoria del mini escritorio que instalé en el dormitorio, me levanto y estiro la tela de mi camisón.
Me acerco a la cama y me quedo quieta un instante, esbozando una tenue sonrisa al admirar a mi niño tranquilamente dormido.
Ojalá los genes que carga no le jueguen una mala pasada cuando grande.
Ojalá no sea tan terco y orgulloso como su padre, ni tan bruto como su madre.
Haré mi mayor y mejor esfuerzo para inculcarle a Ismaíl el luchar por lo que ama. Le enseñaré que no estará mal romperse de vez en cuando.
Inhalo hondo cuando siento que una lágrima quiere caer.
Juro que le diré un millón de veces que la verdad es lo correcto, que puede llorar cuánto él lo necesite y que confiar en quienes más lo aman es la base esencial de la familia y la amistad.
Me acuesto a su lado, después de apagar las luces y poner la alarma bien temprano en la mañana.
Es que aunque mi estabilidad emocional se esté haciendo añicos, el mundo sigue. Siempre sigue.
Acaricio suavemente su mejilla y tarareo por lo bajo su melodía favorita. Lo tapo, me acurruco contra su regordete cuerpecito y cierro los ojos.
A pesar de que estoy agotada, no suelo dormirme rápido y tampoco mi sueño es profundo; no lo es desde que mi hijo nació.
Paso un brazo por debajo de la almohada y sin desearlo, la situación vivida con Rashid hace unas horas, comienza a repetirse en mi mente varias veces, mientras transcurren los minutos y la pesadez de mis párpados le gana la partida al insomnio.
Estoy a punto de dormir; lo sé porque no distingo realidad de fantasía.
Estoy a punto de conciliar el sueño cuando escucho que la puerta de mi cuarto es abierta.
Mi espalda se tensa pero mantengo mi postura; en alerta pero simulando estar dormida.
Oigo pisadas. Sus pisadas recorriendo todo el dormitorio. De ojos cerrados, lo imagino parándose frente a Ismaíl para observarle, y a mi costado para cerciorarse de que duermo profundamente.
Finjo estarlo porque por una parte ya no quiero pelear, pero por otra es la única manera; una manera indigna, humillante y carente de orgullo para poder disfrutar de su cercanía.
Trago saliva y mi corazón late a mil cuando escucho que se quita los zapatos y al siguiente instante se acuesta a mi lado, en la inmensa cama que solía ocupar conmigo.
Estoy... Aturdida y confundida.
Me encantaría darme la vuelta y abrazarlo, pedirle otra vez que confíe en mí y que vuelva a ser el de antes... Pero no lo hago.
Después de un año de frialdad ésto me alcanza. Me alcanza su abrazo cálido y angustioso. Me basta su caricia cargada de desesperación, ansiedad, incluso culpa.
Su perfume Polo azul me embriaga y reconforta. Un gesto tan normal y simple para cualquiera, para mí, hoy, lo significa absolutamente todo. Es mi cura del momento.
—Habibi —susurra su boca sobre mi cabello—. No te imaginas cuánto me duele —mis latidos se desbocan, mis sienes punzan y mi garganta arde, al percibir que se aferra a mí—; pero te tienes que olvidar de mí. Necesito que te olvides de mí —con esa horrible amargura que me aplasta el pecho de vez en cuando, trago saliva. Mi alma se entibia con su contacto, pero al mismo tiempo sus palabras la destrozan—. Te amo —dice, abrazándome—. Y aunque no puedas entenderlo ahora, yo voy a protegerlos. Hoy, mañana y siempre... Voy a protegerlos.