DOS AÑOS Y TRES MESES ATRÁS
—¡No me hables! —le grito con desenfreno—¡No quiero escucharte más, ¿no entiendes?! ¡No me hables, maldición! ¡Ya no me hables más!
Sus ojos negros se abren como platos y su rostro de piel trigueña palidece.
—Nicci por favor, por amor al cielo, tienes que tranquilizarte.
Cierro los ojos un momento. El dolor es casi insoportable. Aunque no debería de ser así, es insoportable, me presiona el pecho, me quita el aliento, me hace querer llorar desconsoladamente.
—Cierra... La puta boca —balbuceo, tragándome las lágrimas—. Cállate. Hazme el favor y cállate.
Respiro profundo, o al menos trato de hacerlo.
Sé que Rashid está desconcertado, nervioso y asustado. Sé que quiere contentarme y tranquilizarme, pero la realidad es que no tiene idea del enorme dolor que estoy sintiendo.
—Aljamal —trata de tomar mi mano, pero con violencia lo rechazo.
Con mayor rapidez continúo dando pasos y caminando en círculo por toda la habitación.
—¿Aljamal? —espeto—. ¿Ahora vienes a decirme aljamal? ¿Piensas que no sé lo que significa esa palabra? —intento tomar aire. Inspirar profundo, tanto y tantas veces como los pulmones lo permitan—. ¿Acaso me estás tomando el pelo?
Resoplo, y me quito un molesto mechón de pelo que roza mi frente y mi mejilla.
—Estás dolorida, asustada y agotada, cielo —le veo negar con la cabeza y esbozar una apenada sonrisita—. Pero yo estoy aquí contigo. Con ustedes. Y no los voy a dejar ni por un minuto.
Me siento una jodida hija de puta por tratarlo así de mal. Pero es que es un idiota, no me comprende. No es mujer, es imposible que comprenda. Encima dice esas cosas tan lindas en este momento de mierda y yo sólo pienso en largarme a llorar.
—Te odio —tartamudeo—. Y te amo.
De repente la puerta de la habitación se abre y una voz femenina llamando de señor a Rashid, me obliga a voltear.
—Si altera a su esposa, con todo el respeto del mundo le pediré que se retire de la sala.
Con la respiración acelerada, e inhalando y exhalando con rapidez, enarco una ceja.
¿Respeto?
¿Es respetuoso decirle a mi marido que me deje sola y se pierda el nacimiento de nuestro primer hijo?
—Mejor haga su trabajo —me quejo, tocando con ambas manos mi gigantesca barriga—, y que mi bebé nazca ahora o juro por Dios que no voy a aguantar.
He hablado con chicas de la clínica que han experimentado el parto, he visto y leído cientos de artículos en internet y conferencias on line, he escuchado decena de veces los consejos de mi obstetra, pero nada; absolutamente nada ni nadie me preparó para éste instante.
Nadie me avisó que el dolor te lleva al límite de lo insoportable, que te sientes agotada al extremo, asustada hasta las entrañas temiendo que algo le pase a tu hijo, que te ves gorda, fea, sudada y aún así, el hombre que amas sigue a tu lado "conteniéndote", siendo que en realidad, el único efecto que tienen las palabras cariñosas en una embarazada a término, es el de la irritación.
Nadie me explicó que en las mamás primerizas las nuevas sensaciones se perciben al cuadrado, y que tampoco todas dan a luz de las mil maravillas, viéndose radiantes, felices, consumidas por la emoción.
Con fuerza cierro los ojos.
Ahí viene de nuevo, otra contracción; mucho más dolorosa que un cólico, que el estreñimiento, o que la menstruación.
—¡Auuuch! —aúllo, inclinándome hacia adelante. Los músculos de mi abdomen se contraen dificultándome la respiración, haciéndome transpirar, y rechinar los dientes.
Son periódicas, desconozco cada cuántos minutos, pero sé que son muy periódicas.
El obstetra que se encargó de cuidar mi embarazo, junto a dos enfermeras controlan y monitorizan cada segundo de mi bebé. En tanto por mi parte, ya perdí la cuenta del tiempo que llevo en trabajo de parto.
—Por la nariz y suelta el aire por la boca —dice Rashid, inclinándose y agarrando mi mano—. Vamos nena, sólo respira —esta vez no rechazo su caricia. Necesito su apoyo—. Toma aire por la nariz; suéltalo por la boca —me repite, y con la mínima pizca de atención que me queda, le imito—. Eso es aljamal. Lo estás haciendo muy bien.
Centro la mirada en la ropa esterilizada de color celeste que trae puesta y chillo. Otra contracción.
—¡No aguanto más! —lloriqueo.
La enfermera toma mi presión arterial, se acerca al monitor donde se escuchan los latidos de nuestro hijo y me informa que el doctor viene en camino.
—Vamos hermosa —alienta Rashid, al ver que estoy a punto de quebrarme.
—No... Me digas hermosa —murmuro entre suspiros, derramando las primeras lágrimas —. Soy un desastre.
Su risita danza en mis oídos y por un breve instante me ayuda a tolerar el dolor.
—Estás hermosa, habibi —al fin consigo enderezarme y aprovecho mis minutos de descanso para respirar profundo.
Él sostiene suavemente mi codo, me dirige a la cama y me siento en el borde.
—¿Qué te pasa? ¿Estás ciego? —sollozo, olvidándome incluso de la presencia de la nurse—. Estoy gorda, despeinada, sudada, ¡y mira mis pies! —hago un mohín—. Ya no son pies, ¡son salchichas gruesas y deformes!
Lo miro de reojo. El grandísimo desgraciado está conteniendo las carcajadas.
—Así seas una pequeña bolita de ojos verdes, te ves hermosa. Infernal.
Justo cuando estoy por responderle con un insulto, una nueva contracción llega. Ha demorado menos en aparecer que las anteriores y es más intensa que las demás.
Con brusquedad la puerta se abre. Esta vez quien entra es mi obstetra y una mujer que supongo le asistirá en el parto.
Ese hombre veterano, con bigotes de mostacho y cabeza calva es un encanto, pero justamente ahora es un jodido cabrón que se ha demorado en venir.
—Muy bien preciosidad, vamos a empezar—me dice con dulzura, acomodándose el barbijo y los guantes de látex, igual que sus dos asistentes. Me acuesto en la cama y una de ellas me ayuda a levantar las rodillas—. Muy bien. Este será un trabajo difícil. Ser madre y ser padre es muy difícil, pero los resultados valen; lo valen todo—mira a Rashid y yo también lo hago. Luce demasiado pálido y tiembla—. ¿Contracciones? —pregunta.
—Cada un minuto —responden.
—Nicci, cuando te diga, empezarás a pujar, ¿entendido?
Asiento. Con desesperación busco la mano de Rashid y enredo sus dedos en los míos.
—No sueltes mi mano —le suplico—. No vayas a dejarme sola.
Esboza una tenue y nerviosa sonrisa—. Jamás voy a dejarte sola.
—En diez segundos llegará una nueva contracción —me avisa el médico mientras la enfermera mide los segundos—. Ahora. Puja, Nicci —ordena con seriedad, sin perder de vista mi postura, la energía que pongo y principalmente, que nuestro hijo nazca.
El dolor que siento es inmenso. Es todo mi cuerpo contrayéndose, mi espalda, mis piernas, mi cabeza. Todo reacciona al mismo tiempo mientras hago fuerza. Comienzo a transpirar, grito, me quejo, trato de controlar mi respiración, pujo y vuelvo al inicio. No tengo muchos minutos de descanso entre uno y otro intento, pero tampoco me interesa. Lo único que deseo es el escuchar el llantito de mi hijo, y que esto se acabe.
—Lo estás haciendo bien. Su cabeza está saliendo —le escucho decir al doctor—. Hazlo otra vez. Respira profundo y hazlo de nuevo.
No consigo siquiera afirmar con la cabeza, pero acato de inmediato. Hago acopio de toda mi energía, pierdo la noción incluso de mis propias palpitaciones, y solamente empujo. Empujo hasta que mis dientes rechinan y mis ojos se empañan. Doy hasta mi aliento, pero en verdad, estoy exhausta.
—No... Puedo más —balbuceo—. Ya no puedo más.
—Un último esfuerzo, querida —me pide la enfermera—. Tu bebé está casi en manos del doctor. Sólo un último empujón.
—Ha-habibi —tartamudea Rashid, limpiándome el sudor de la frente—. Falta poco.
Trago saliva, inhalo profundo y cierro los ojos. No tengo fuerzas pero pujo como si ellas me sobraran. Reprimo mi grito de cansancio y dolor, y cuando por fin escucho un agudo sollozo que me alivia el corazón, me echo hacia atrás en la cama. Caigo totalmente rendida y observo a mi esposo.
—Eres una campeona, cielo —dice con la mirada cristalizada.
En mi rostro se dibuja un intento de sonrisa y trato de enderezarme otra vez.
Su sollozo fino pero melodioso me llena de curiosidad, de ansiedad, de enormes ganas de tenerlo en mis brazos.
—Felicidades, señor y señora Ghazaleh —la mujer que asistió a mi obstetra durante el parto se me acerca, y pone en mi pecho a un ángel. A un precioso bebé de piel rosada y cara regordeta—. Es un sano varón de excelentes medidas.
Lo pego a mí y acuno a mi pequeño príncipe entre mis brazos. Levanto la cabeza y veo con orgullo el embeleso y amor, que refleja la cara de Rashid.
—Es tan hermoso —murmura—. Y es... Es mi hijo.
Sin más remedio mis lágrimas empiezan a caer. Lágrimas de felicidad que ruedan por mis mejillas.
Este preciso instante; es el instante más feliz de toda mi vida.
Con sumo cuidado y con el permiso del doctor, cargo a nuestro bebé y se lo entrego a él; a un papá completamente enamorado de su descendencia.
El arabillo lo acerca a su rostro y desde la cama, sin mentir, la postal que aprecio es increíble. Es perfecta. Es tan perfecta como el recuerdo que atesoro de nuestro casamiento y nuestra luna de miel.
La postal de mi familia, de mi esposo y de mi hijo.
Los tres juntos. Inseparables.
—Dime si no es precioso, Ismaíl... —susurro.
Automáticamente me escucha, su mirada se detiene en la mía.
No habíamos decidido un nombre para nuestro bebé y por eso su asombro.
Rashid ha mencionado muchos, pero la verdad es que yo traía uno en mente desde que supe que era varón.
Ismaíl.
—¿I-ismaíl? —pregunta con ronquera. Enseñándome un semblante tan pálido y desmejorado, como sonriente y deslumbrado.
Definitivamente no se lo esperaba. Sin embargo por mi parte estoy segura; quiero que con honor y orgullo lleve el nombre de su difunto abuelo.
—Ismaíl —ratifico—. Ismaíl Ghazaleh.
Con delicadeza, como si el pequeño fuese una frágil y preciosa pieza de cristal lo pone nuevamente en mis brazos.
Ahora somos nosotros, piel con piel. Madre e hijo.
Se remueve y lloriquea. Con mucha dificultad trato de sentarme y en un impulso casi animal, como una acción efectuada por inercia, le doy pecho.
Respiro aliviada al ver que no me rechaza; sino que me acepta con total agrado.
—¿Alguna vez te dije qué tan feliz que soy a tu lado, Nicci?
Me deleito en Ismaíl, en su cuerpecito pequeño, su piel tersa y rosada.
—Nunca te cansas de decirlo —respondo—. Y te amo por eso.
Acaricio suavemente su nariz con forma de botón y alzo la cabeza para saber porqué se ha quedado tan callado.
Se frota los ojos con frenesí y eso me hace fruncir el ceño—. ¿Amor, te sientes bien? —cuestiono con preocupación, observando a la enfermera por si acaso le sucede algo.
—Sí, habibi —murmura, alejándose lentamente de la cama—. Lo que pasa es que las clínicas me agobian —continúa retrocediendo. Sus pasos son tambaleantes y débiles. Tan temblorosos en cuestión de segundos se desploma, cayendo de bruces al suelo.
—¡Rashid! —le llamo con angustia, al ver cómo se ha desmayado.
—Tranquila —interviene la nurse de guardia, que cuida de mí en lo que el médico regresa—. Solicitaré una camilla y atención para él. El shock post parto de los padres primerizos es común. Lo derivaremos a una sala hasta que recupere el conocimiento.
Intentando aplacar mis nervios, la mujer amable y muy profesional, permanece a mi lado mientras observo cómo de a poco, mi esposo recobra el control sobre sí y también, es conducido a un control de salud.
Habitual descompensación post parto.
Es increíble.
Al final, mi hombre de hierro no es tan duro, tan frío y tan invencible como pensaba. La mezcla de un montón de nuevas sensaciones lo llevaron a mostrarse frágil y vulnerable, y no cabe dudas, eso me hace amarlo a cada minuto mucho más.