QUINCE

1317 Palabras
Durante diez minutos, más o menos, Beatrice se dejó arrastrar por Danielle, quien no dijo en ningún momento ni una sola palabra de adónde iban en realidad, o por qué es que tenía tanta prisa por llegar allá donde fuera. Pese a que a Beatrice le interesaba bastante saber dónde la estaba metiendo aquella muchacha, tampoco podía negar que le gustaba el sentimiento de libertad y rebeldía que se había instalado en su pecho. El saber que estaba en un lugar que su madre jamás aprobaría, lleno de personas a las que nunca miraría con buenos ojos, le dió una satisfacción enorme. Una satisfacción, no obstante, que por más grande que fuese no pudo invalidar la enorme interrogante que seguía persistiendo en medio de todo: —¿Adónde vamos?—preguntó Beatrice, cuando ya llevaban un buen tiempo cruzando callejones llenos de esclavos, vendedores y gente común—. ¿Adónde me llevas, Danielle? —Al mejor y más divertido lugar que este pueblo te puede ofrecer. —¿Y eso dónde se supone que queda? —En un lugar donde nadie lo pueda encontrar, por su puesto. Está muy pero que muy bien escondido. —Creeme cuando te digo que de eso ya me he dado cuenta yo sola. Pese a lo imperativo de su pregunta, la dinámica no cambió de inmediato. Durante un buen rato más, Beatrice siguió viéndose arrastrada por Danielle a través de callejones que, si bien eran abismalmente diferentes al entorno que normalmente frecuentaba, no por ello se le hacían especialmente interesantes. Sin embargo, la cosa cambió de pronto cuando Danielle bruscamente giró a la izquierda en un callejón, internádolas a ambas en una especie de plazuela secreta a la que solo se podía acceder a través de una cortina de cuentas magistralmente camuflada para que pareciera una pared común y corriente más. A simple vista, aquel lugar era igual a todo lo demás que habían visto hasta el momento, más sin embargo guardaba dentro de sí una especie de aire de misterio y misticismo que lo hacía destacar. —Bienvenida a lo que a mí me gusta llamar la única parte mínimamente interesante del pueblo. Tras un rápido repaso al entorno, Beatrice estaba a punto de preguntar qué tenía aquello de especial, cuando Danielle, tomándole la delantera, empezó a explicarlo por sí sola: —Puede que no parezca gran cosa al principio, pero este lugar guarda bastantes cosas de lo más interesantes. Aunque, si me lo preguntas, te diría que lo mejor de todo esto son los esclavos. De inmediato, y sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo, a la mente de Beatrice acudió, veloz como un rayo, la imagen del esclavo de ojos hipnóticos, el mismo que le había curado las heridas y quién la había visitado en su habitación en medio de la noche, a pesar de lo extremadamente peligroso que algo como eso era. No obstante, aquel no era ni el momento, ni mucho menos el lugar para perderse en las profundidades de sus pensamientos y recuerdos, así que guardó para más tarde la imagen del esclavo, el misterio que este guardaba consigo, y se centró en el presente. —¿Qué pasa con ellos?—preguntó Beatrice, tratando de actuar normal, serena—¿Qué tienen de interesantes, o que los hace...especiales? —¡Todo! Hay algunos que confeccionan vestidos hermosos, otros que hacen ungüentos con plantas extrañas de su tierra que te sirven para dejarte la piel como una taza de porcelana...¡Incluso hay algunos que te pueden hasta leer la fortuna, imagínate eso! Si antes había estado interesada con todo aquello, eso no era nada comparado con el nivel de interés que despertó en su interior a raíz de aquel detalle. Ahora mucho más dispuesta, dejó que Danielle la internara en aquella pequeña parte de su propio mundo personal. Y sí, resultó que, en efecto, todo era tan interesante como la muchacha acababa de describirlo, pues a medida que caminaban, Beatrice fue descubriendo más y más detalles que no hacían sino confirmarle lo que poco a poco había ido aprendiendo en aquellos últimos días: el mundo, el real, era mucho más amplio y diverso de lo que ella jamas habría pensado que pudiera ser, encerrada como siempre había estado en su burbuja perfecta y cómoda. Durante media hora, más o menos, se paseó junto a su amiga por todo tipo de puestos y tenderetes dónde, en efecto, se exponían más que nada articulos interesantes que, en su mayoría, tenían que ver con la cultura primigenia de aquellos esclavos que por suerte o castigo, habían caído en mano de unos amos que, en lugar de explotarlos físicamente, habían decidido socavar su cultura primigenia para sacar de ella el mayor provecho posible. Había tapices tejidos con fibra natural, trozos de seda natural, artesanías, amuletos contra la mala suerte, la muerte o la pobreza. Se ofrecían medicamentos, pinturas, e incluso, en uno de los puestos, se prometía, por un módico precio, una noche de pasión inigualable con un esclavo que, segun anunciaba a voz en cuello su amo, había sido bendecido con una virilidad de otro mundo. —¿Es que no piensas comprar nada en este lugar?—preguntó Beatrice poco después, al ver que Danielle no habia hecho mas que mirar y curiosear lo que se exponía. —No, la verdad no. Casi nunca compro nada en este lugar. —¿Entonces por qué has venido? —Porque quería traerte para que conocieras, para que te distrajeras aunque fuese por un momento. —¿Solo por eso vinimos? —Sí, bueno y...por esto. Cuando Danielle dijo aquello, Beatrice fijó la vista al frente y se dió cuenta de que habían llegado a un puesto que, si bien es cierto que era más pequeño y modesto que todos los que habían visto hasta el momento, resultaba mucho más llamativo. Decorado con telas de vistosos colores, solo mostraba una mesa pequeña y destartalada, frente a la que se hallaba sentado un esclavo que, por la razón que fuera, tenía una especie de bolsa negra cubriéndole la cabeza. Detrás de él, un hombre blanco de mediana edad, barriga prominente y barba tupida, sonrío al verlas llegar. —¡Adelante, adelante mis bellas y distinguidas damas!—les dijo, haciéndoles señas para que se acercaran aún más—. Los ojos del n***o Hakim lo ven todo, todo lo saben y pueden decirle cualquier detalle de su futuro que quieran saber. Antes de que Beatrice pudiera decir nada, Danielle se volteó hacia ella y exclamó: —Es cierto lo que dice, cada palabra. Este mismo esclavo me predijo la visita de tu familia a mi casa, y cada uno de los detalles que me dió se cumplió a la perfección. —¿De verdad?—inquirió Beatrice, asombrada. —¡Por supuesto que sí, mi bella dama, claro que sí!—exclamó el hombre blanco, todavía muy sonriente—. Pruébelo usted misma y verá que todo lo que le dice su amiga es cierto. —¡Yo primero! ¡Yo quiero ir primero!—pidió Danielle, y acto seguido lanzó sobre la mesa un par de monedas. El hombre blanco tomó las monedas, y luego de guardárselas en el bolsillo, comenzó a quitarle al esclavo aquello que cubría su rostro; en cuanto lo hizo, todo sucedió muy rápido. Quedó al descubierto un rostro anguloso, cubierto de sudor en el que destacaban unos ojos grandes y completamente blancos, cegados, que se centraron en Danielle apenas unos segundos, antes de voltear a ver a Beatrice, quien se asustó y no pudo retirar su mano a tiempo antes de que el hombre se la sujetase con fuerza, y tras abrir mucho la boca, le dijera: —Él va a morir. Va a morir y aunque lo ames con toda la fuerza de tu ser, no podrás hacer nada para evitarlo.
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