El viento del atardecer acariciaba suavemente las cortinas de la ventana de Sofía mientras ella, con una pluma en la mano, miraba el papel en blanco frente a ella. En el silencio que llenaba su pequeño apartamento, las palabras de Andrés seguían resonando en su mente. Cada frase de sus cartas había tejido un lazo invisible entre ellos, un puente de emociones que trascendía la distancia física. Pero junto a esa conexión naciente, crecía una sombra: la incertidumbre.
Andrés, el hombre de las palabras perfectas, parecía no tener fisuras. Describía su mundo con una belleza que era casi irreal. Sus relatos sobre el río que serpenteaba cerca de su hogar, las montañas que lo rodeaban y los pequeños momentos de su vida cotidiana tenían un toque mágico, casi onírico. Pero esa perfección inquietaba a Sofía. Aunque sentía una profunda conexión emocional, no podía ignorar las preguntas que surgían en su mente: ¿Quién era realmente Andrés? ¿Por qué no había compartido nunca una foto, un número de teléfono, algo más tangible que las palabras?
Mientras miraba el papel en blanco, Sofía recordó cómo sus cartas habían cambiado su vida. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva, inspirada. Pero también sabía que había llegado el momento de enfrentar sus propios temores. Andrés le había dado una fecha para encontrarse en persona, y aunque la idea la llenaba de emoción, también la aterrorizaba. ¿Qué pasaría si la realidad no correspondía con lo que habían construido en su mundo de cartas?
Esa noche, tras varias horas de dudas y pensamientos, Sofía comenzó a escribir. Decidió ser completamente honesta con Andrés, abriendo su corazón de una forma que nunca había hecho antes. En su carta, le habló de sus temores, de cómo sentía que estaba caminando sobre una cuerda floja entre la ilusión y la realidad. Le confesó que, aunque lo que compartían era hermoso, no podía evitar preguntarse si todo eso era suficiente para sostenerlos cuando finalmente se miraran a los ojos.
Terminó la carta con una pregunta simple pero poderosa:
“Andrés, ¿estás seguro de que quieres cruzar esta línea entre las palabras y la realidad? Porque yo no quiero perderte, pero tampoco quiero que esto sea una ilusión.”
Cuando la respuesta de Andrés llegó, Sofía sintió su corazón acelerar mientras rasgaba el sobre. En la carta, él no esquivó la pregunta. Admitió que también tenía miedo. Le habló de cómo había dudado antes de proponer un encuentro, de cómo se había preguntado si lo que compartían era lo suficientemente fuerte como para sobrevivir fuera del refugio seguro de las palabras. Pero Andrés también fue claro: no quería seguir escondiéndose detrás de las cartas.
“Sofía,” escribió, “he encontrado en ti algo que nunca creí posible: alguien que realmente me entiende. Y aunque me asusta la posibilidad de que la realidad no sea como la hemos imaginado, creo que vale la pena arriesgarse. Porque lo que siento por ti no es una ilusión. Es real.”
La propuesta de Andrés era sencilla pero contundente. Había elegido un pequeño café en la ciudad de Sofía para su encuentro. La fecha estaba fijada, y el momento estaba más cerca de lo que ella había anticipado. Por primera vez, las palabras no serían el único puente entre ellos.
En los días previos al encuentro, Sofía pasó por un torbellino de emociones. A veces, se imaginaba el momento con una claridad que la asustaba: el cruce de miradas, las primeras palabras, el silencio incómodo que inevitablemente seguiría. En otras ocasiones, el miedo se apoderaba de ella. ¿Y si Andrés no era quien decía ser? ¿Y si todo esto había sido una fantasía cuidadosamente construida?
Pero incluso en medio de sus dudas, había algo que la empujaba hacia adelante: la sensación de que, aunque el futuro era incierto, el presente era innegablemente real. Lo que habían compartido a través de sus cartas había cambiado su vida, y no podía ignorar eso.
La noche anterior al encuentro, Sofía no pudo dormir. Se quedó en su escritorio, leyendo y releyendo las cartas de Andrés. Cada palabra parecía cobrar un nuevo significado ahora que el momento de la verdad se acercaba. Finalmente, cuando el amanecer comenzó a iluminar su habitación, tomó una decisión: no importaba cómo resultara el encuentro, estaba dispuesta a arriesgarse. Porque lo que habían construido, aunque frágil, era hermoso.
Cuando Sofía llegó al café, su corazón latía con fuerza. El lugar estaba tranquilo, con pocas mesas ocupadas. Miró alrededor, buscando un rostro que pudiera pertenecer a Andrés. Pero no lo vio. Se sentó en una mesa junto a la ventana y esperó, sus manos temblando ligeramente.
Pasaron los minutos, y la ansiedad comenzó a crecer. Justo cuando estaba a punto de levantarse para irse, un hombre entró al café. Su mirada la buscó, y cuando sus ojos se encontraron, Sofía supo que era él. Andrés no era como lo había imaginado, pero tampoco era un extraño. Había algo en su rostro que le resultaba familiar, aunque no lograba descifrar qué.
Sin embargo, antes de que Andrés llegara a su mesa, algo insólito ocurrió. Un hombre diferente, de rostro pálido y ojos sombríos, apareció de entre las sombras y se acercó a ella con paso decidido. Sin mediar palabra, dejó un sobre en la mesa y desapareció rápidamente entre la multitud.
Sofía, confundida, tomó el sobre. Sus manos temblaban mientras lo abría. Dentro había una nota, escrita con una caligrafía que no reconocía, pero con un mensaje que la heló hasta los huesos:
“No confíes en Andrés. Él no es quien dice ser.”
Levantó la vista, pero Andrés ya estaba a solo unos pasos. Sofía escondió la nota rápidamente, sintiendo cómo la incertidumbre y el miedo la invadían. Cuando Andrés se sentó frente a ella y le dedicó una sonrisa tranquila, Sofía supo que su encuentro no sería lo que había imaginado.
Las palabras que habían construido su conexión ahora parecían una trampa, un velo detrás del cual se escondía algo más oscuro. ¿Quién era realmente Andrés? ¿Y quién había dejado esa advertencia?
Mientras lo miraba a los ojos, algo en su interior le decía que las respuestas estaban más cerca, pero que descubrirlas podría cambiarlo todo.