Capítulo 1: El Primer Encuentro

1075 Palabras
Sofía vivía atrapada en un vacío que la consumía lentamente, una soledad que ni el rugir del mar podía disipar. A pesar de la brisa salada que se filtraba por la ventana de su apartamento, la sensación de estar completamente desconectada de la vida seguía pesando sobre ella. Cada ola que chocaba contra las rocas parecía gritarle que el mundo seguía su curso, pero para Sofía, todo estaba en pausa. Había sido escritora, sí, pero la inspiración había huido de su vida como una sombra escurridiza. Las palabras que antes eran su refugio, ahora se sentían vacías, huecas, como si ya no pudieran abarcar los vastos vacíos que habitaban en su interior. Como escritora, su vida giraba en torno a historias de otros, pero la suya parecía carecer de sentido. En las calles de la ciudad costera donde vivía, todo era ruido, movimiento… y silencio interior. La gente pasaba a su alrededor, inmersa en sus propias vidas, pero ella sentía que no encajaba, como si fuera una observadora, una espectadora atrapada en un teatro vacío. Una tarde gris, cuando la luz del día ya comenzaba a desvanecerse, mientras el viento agitaba las cortinas de su pequeño apartamento, algo rompió la monotonía de su aislamiento. Un sobre llegó a su mesa de trabajo. No era como los demás. Azul profundo con bordes dorados y una caligrafía que parecía danzar en el papel. Era una carta que sobresalía entre las demás, casi como si hubiera llegado a ella por un propósito mayor, como si el destino hubiera elegido ese preciso momento para cambiar su vida. Al abrirla, un aroma tenue y familiar le acarició los sentidos, algo que evocaba recuerdos de tiempos pasados, algo reconfortante pero también lleno de misterio. Al leer las primeras líneas, el corazón de Sofía dio un vuelco. “Querida Sofía, no sé si estas palabras podrán abarcar lo que siento al dirigirme a ti…” El remitente, Andrés, no hablaba de banalidades. Su carta estaba impregnada de una intimidad que la desconcertó. En sus palabras, había algo más que la simple formalidad de una carta desconocida. Le describía paisajes que parecían pintados por su alma: un río cristalino que se deslizaba entre las montañas, las sombras que caían sobre un pueblo antiguo, la calma de un cielo estrellado que lo acompañaba en su soledad. Cada imagen que evocaba parecía conectarse con un rincón secreto en el corazón de Sofía, algo que ella misma había olvidado. Sin embargo, lo más desconcertante era cómo, en cada frase, Andrés parecía conocerla. Era como si le hablara directamente al rincón más oculto de su corazón, como si, de alguna manera, él supiera lo que ella necesitaba leer. Al terminar la carta, Sofía sintió algo que hacía mucho no experimentaba: una chispa, un susurro de emoción que la envolvía suavemente. En un impulso que no pudo controlar, tomó su pluma y escribió una respuesta esa misma tarde. Le habló de sus miedos, de la sensación de vacío que la perseguía y de cómo el sonido del mar ya no era suficiente para calmar la tormenta interior que la azotaba. Le confesó lo que nunca había dicho a nadie: que a veces sentía que la vida real nunca podía igualar a las historias que escribía. Cada palabra que trazaba en el papel era un salto al vacío, una vulnerabilidad que la aterraba, pero que también la liberaba de una forma que no entendía. Los días siguientes se convirtieron en una espera cargada de ansias. Cada atardecer era una mezcla de esperanza y temor. La espera por una nueva carta se convirtió en su anhelo más profundo. ¿Respondería Andrés? ¿Había sentido lo mismo que ella? La necesidad de saber más sobre él se volvió una obsesión. Y cuando finalmente llegó la segunda carta, el alivio fue tan abrumador que casi la hizo llorar. “Tus palabras son como una ventana a un mundo que creí perdido”, escribió Andrés. Le habló de su propia soledad, de cómo cada carta que leía de ella le brindaba una luz en la oscuridad de su vida. Andrés admitía ser reservado, pero con Sofía podía ser sincero de una manera que nunca antes había experimentado. Había algo en ella, en sus palabras, que le permitía abrirse, como si su alma estuviera siendo curada por la comprensión mutua que compartían. En las semanas que siguieron, las cartas se convirtieron en un puente entre dos almas distantes. Cada palabra compartida era un ladrillo en un muro invisible que los protegía del mundo que no entendía su conexión. Sofía comenzó a notar que sus días, antes grises y monótonos, ahora tenían un propósito. Las cartas de Andrés eran el hilo que unía su existencia fragmentada, y a través de ellas, sentía una presencia que la acompañaba, aunque a miles de kilómetros de distancia. De alguna manera, Andrés había convertido su soledad en algo manejable, en algo soportable. Pero había algo que no podía ignorar. Andrés era un misterio. ¿Quién era realmente? ¿Qué lo había llevado a escribirle a ella, precisamente a ella? Sus palabras eran un bálsamo, pero también un enigma. Y aunque Sofía sentía una conexión profunda, no podía evitar preguntarse si aquello que compartían era real o simplemente un espejismo tejido entre palabras. Una noche, mientras observaba el reflejo de la luna sobre el mar, Sofía se dio cuenta de algo. En sus cartas, Andrés nunca hablaba de su presente, siempre del pasado. Había algo que callaba, algo que escondía entre líneas. Su corazón latía con fuerza al pensar en lo que eso significaba. ¿Era una advertencia o simplemente un misterio que debía desentrañar? Sofía tomó su pluma y empezó a escribir otra carta, esta vez con una mezcla de emoción y nerviosismo. Sabía que las palabras que eligiera podían cambiarlo todo. Sin darse cuenta, su vida entera ya giraba en torno a esas cartas. Andrés, aunque todavía un desconocido, se estaba convirtiendo en una presencia que ella no podía imaginar perder. Él había penetrado en su vida de manera silenciosa pero poderosa. Esa noche, mientras el viento aullaba en las ventanas, Sofía se preguntó si estaba lista para descubrir lo que realmente escondía Andrés. Y si lo estaba, ¿podría enfrentar lo que hallara? El miedo y la esperanza se entrelazaban en su mente, mientras la oscuridad de la noche parecía envolverla aún más, casi como si el destino mismo estuviera esperando a que tomara una decisión.
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