Capítulo diez, Jensen.

3030 Palabras
Los días parecían mezclarse, como si el tiempo no tuviera intención de avanzar o retroceder, sino sólo girar en torno a la misma pregunta. La pregunta que me martillaba la cabeza sin descanso: ¿qué estoy haciendo? Después de la misa del domingo, me quedé en el atrio, saludando a los feligreses que, como siempre, se acercaban a agradecerme las palabras de la homilía. Pero mi atención estaba dispersa, anclada en un solo rostro. El rostro que había evitado ver desde aquel último encuentro en el evento. Mary. Cuando terminé de hablar con la última anciana que se acercó a besarme la mano, vi a Eric acercándose. Estaba sonriendo, como siempre, con esa confianza despreocupada que solía caerle bien a la gente, pero que ahora me resultaba irritante. Algo en su sonrisa hoy, sin embargo, me hizo detenerme. Había un brillo diferente en sus ojos, algo que me hizo sentir que la conversación que se avecinaba no iba a gustarme. — Padre Jensen, —dijo, estrechándome la mano con más fuerza de la necesaria— excelente homilía, como siempre. Me quedé pensando en lo que dijiste sobre el amor como sacrificio. Me parece una enseñanza necesaria, especialmente cuando estás... involucrado con alguien. "Involucrado." Mi cuerpo se tensó. Sabía por dónde iba la conversación, pero no estaba preparado para enfrentarlo. — ¿Involucrado? —pregunté, intentando mantener la voz neutra, aunque por dentro los celos ya comenzaban a removerse como una marea venenosa. Eric sonrió de nuevo, esta vez con un aire de orgullo. — Mary y yo hemos estado saliendo. Es una chica increíble, ¿verdad? Aunque, —hizo una pausa, como si estuviera por decir algo significativo— me gustaría que fuera más católica. Tal vez, con tu ayuda, podría acercarse más a la fe. Sentí una puñalada de rabia. ¿Cómo podía hablar de ella como si fuera una simple pieza que podía moldear? Intenté mantener la compostura, pero las palabras salieron con más fuerza de la que pretendía. — ¿Saliendo? ¿Desde cuándo? —mi tono, aunque contenido, dejó claro que no me agradaba la dirección de la conversación. Eric se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa, como si estuviera hablando de una salida casual y no de algo que se deslizaba peligrosamente hacia una relación. Una relación que, sin razón aparente, me dolía más de lo que debería. — Hace unas semanas ya. Nos conocimos en el evento, como sabes. Es gracioso... Mary es más joven de lo que aparenta, ¿no crees? Cuando me dijo que tenía 22, me sorprendí un poco. Mis pensamientos se detuvieron abruptamente. ¿22? El mundo pareció detenerse por un instante. Siempre había asumido que Mary tendría, no sé, 25 quizás. Pero 22... tan joven, tan vulnerable. De alguna manera, el hecho de que ella fuera incluso más joven de lo que pensaba sólo hacía que mis pensamientos y sentimientos por ella se sintieran aún más incorrectos. Me congelé, incapaz de articular una respuesta coherente, mientras mi mente comenzaba a divagar. 22. Una niña casi, al menos en comparación a mí. Y Eric, con sus 38 años, hablaba de ella como si fuera algo que podía moldear, cambiar. ¿Qué derecho tenía él a estar con ella? Pero, ¿qué derecho tenía yo a sentirme celoso? Yo, que había renunciado a todo lo terrenal. Intenté sacudirme esos pensamientos y mantenerme neutral. — ¿No es... un poco joven para ti? —pregunté finalmente, sabiendo que la misma pregunta podría aplicarse a mí. Después de todo, yo tenía 34. ¿Quién era yo para juzgar la diferencia de edad? Eric sonrió, un gesto que sólo me irritó más. — Es mayor de edad, padre. Y muy madura para su edad. —Su tono insinuante, como si estuviera justificando algo que no debía, sólo hizo que la sensación en mi estómago empeorara. 22. Mi cabeza daba vueltas. Intenté mantener una apariencia tranquila, pero la realidad se me clavaba como espinas bajo la piel. 22 años. Mary, tan inocente, tan... joven. Y yo, ¿qué hacía? Pensando en ella de una forma que, sabiendo su edad, me hacía sentir aún peor de lo que ya me sentía. La sangre se me helaba, pero no de miedo. Era una mezcla de celos, rabia e impotencia. Eric, con sus 38 años, parecía no ver problema en su relación con ella. ¿Y yo? Sabía que no podía permitirme estos pensamientos, pero no podía detenerlos. Intenté dar por concluida la conversación lo antes posible, inventando una excusa para salir de ahí. Necesitaba tiempo para pensar. Para aclarar lo que estaba sintiendo y, sobre todo, para recordar quién era y qué había jurado. Pero las palabras de Eric seguían repitiéndose en mi mente mientras me alejaba, como un eco constante. ¿Qué demonios estoy haciendo? Me alejé de Eric tan rápido como pude sin levantar sospechas, pero sentía que todos en la iglesia podían leer mis pensamientos. La túnica que llevaba me pesaba más que nunca, como si me estuviera sofocando bajo el peso de mis propios deseos. "22 años...". Esa cifra se había convertido en una letanía constante en mi cabeza. Caminé hacia mi oficina, con la esperanza de encontrar algo que me anclara a la realidad, algo que me recordara quién era. Me senté frente a mi escritorio, miré las paredes austeras, los crucifijos, las imágenes de santos, y por un segundo, me pregunté si ellos alguna vez habrían sentido algo similar. Si habían sido tentados, si el deseo alguna vez los había atrapado con tanta fuerza que los obligaba a cuestionarlo todo. Los pensamientos sobre Mary y Eric eran un tormento que no podía apartar. Verlos juntos, la forma en que Eric la miraba, tocaba su hombro, acercaba su rostro al oído de ella... ¿Cómo podía estar tranquilo con esa imagen en mi mente? ¿Qué derecho tenía él, a sus 38 años, de acercarse a ella así? ¿Y qué derecho tenía yo para sentirme tan enfadado por ello? Sabía que necesitaba hablar con alguien. No sobre Mary, claro, no podía decir nada de eso, pero sí sobre mis dudas. Había estado evitando esta conversación durante semanas, pero ahora no podía seguir ignorándola. Me levanté, cruzando el pasillo hasta la pequeña oficina del padre Martin. Sabía que a estas horas estaría allí, repasando las cuentas de la iglesia o preparando algún sermón. Toqué suavemente la puerta antes de entrar. El padre Martin levantó la vista, su mirada cálida y serena, pero con esa astucia que sólo los años pueden otorgar. Sabía que me estaba leyendo como un libro abierto. — Padre Jensen, ¿todo bien? —preguntó, dejando el bolígrafo sobre la mesa, señal clara de que tenía toda mi atención. — Creo que necesito hablar de algo importante —dije, sentándome frente a él—. He estado... dándole vueltas a mi vocación. No estoy seguro de si todavía soy... el hombre adecuado para este camino. Él me observó en silencio durante unos segundos, sopesando mis palabras. Podía ver en su rostro que no estaba sorprendido. Quizás, como siempre, él había sabido que algo me inquietaba, incluso antes que yo. — Sabía que este momento llegaría —dijo suavemente—. Jensen, el sacerdocio no es un camino fácil. Todos tenemos dudas, tentaciones, momentos en los que queremos dejarlo todo atrás. — No es solo tentación, —repliqué, mis palabras saliendo más rápido de lo que pretendía— es algo más profundo. No sé si todavía siento el llamado. No como antes. El padre Martin asintió, como si comprendiera perfectamente de qué estaba hablando. Pero lo que no sabía era que no se trataba simplemente de un vacío espiritual, sino de algo mucho más tangible y peligroso. Algo con nombre y rostro. Y ese algo se llamaba Mary. — Si decides dejar el sacerdocio, Jensen, no serías ni el primero ni el último. Pero debes pensar en lo que viene después. El sacerdocio no es una prisión. Si tu corazón está en otro lugar, debes seguirlo. Pero también debes ser honesto contigo mismo. ¿Por qué crees que tienes estas dudas? Me quedé en silencio. Quería decirle la verdad, pero las palabras no salían. ¿Cómo podía admitir que parte de mí deseaba a una joven de 22 años, alguien a quien debería proteger, no desear? ¿Cómo podía admitir que los celos hacia Eric estaban nublando mi juicio, que me estaba alejando de todo lo que había jurado ser? El padre Martin se inclinó hacia adelante, su expresión más seria ahora. — ¿Hay algo que te esté afectando en este momento? Algo específico que te haga sentir que estás en conflicto? Sus palabras penetraron más profundamente de lo que esperaba, y me encontré sin aire por un momento. No podía decirle la verdad, no podía exponer mis propios deseos de esa manera. Así que simplemente asentí, evitando su mirada. — No estoy seguro de qué es —mentí—, pero necesito tiempo para pensarlo. No sé si estoy preparado para lo que viene, si decido que esto no es lo mío. — Tómate tu tiempo —respondió con calma—. La vida del sacerdote no está escrita en piedra. Si tu corazón está en otro lugar, la fe te guiará. Me levanté, agradeciéndole por su tiempo, pero con más preguntas que respuestas. Cuando volví a mi oficina, me sentía aún más inquieto que antes. ¿Qué significaba todo esto? ¿Realmente estaba dispuesto a dejarlo todo? Y si lo hacía, ¿sería por Mary? ¿O simplemente porque había perdido la capacidad de resistir la tentación? Me senté en la silla, observando el crucifijo que colgaba en la pared frente a mí. La imagen de Cristo en la cruz, sufriendo por el mundo, por nuestros pecados. ¿Y yo? ¿Qué estaba dispuesto a sacrificar por mi fe? ¿O estaba dispuesto a sacrificar mi fe por... ella? Los pensamientos me consumían, pero antes de que pudiera siquiera ponerles orden, escuché el sonido de la puerta de la iglesia abriéndose suavemente. Al mirar hacia el confesionario, vi una figura que me era demasiado familiar. Mary. Se dirigió al confesionario, sin mirarme, como si ya hubiera tomado una decisión. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Esto no iba a ser fácil. La penumbra del confesionario tenía algo de... ¿misericordia? No, quizás era más una trampa cómoda. El sonido amortiguado, la incapacidad de vernos. Era un lugar en el que, por unos minutos, podíamos ser sinceros sin tener que enfrentarnos a la realidad de lo que éramos afuera. Y ahí estaba Mary, al otro lado, en ese pequeño cubículo de madera. Ni siquiera tuve que verla para saber que era ella. Su respiración, el leve temblor en su voz al decir mi nombre. —Padre Jensen... necesito confesarme. No sabía si era más el peso de la costumbre o la expectativa de lo que iba a decir lo que hizo que me inclinara hacia adelante, como si acercarme pudiera ayudarme a escuchar mejor el eco de su alma. Pero sabía que esto iba a ser distinto. Podía sentirlo en cada fibra de mi ser. —Te escucho, Mary. El silencio fue lo primero que se coló entre nosotros. Y, de repente, escuché cómo su voz se rompía, aunque lo intentara ocultar. —Me he equivocado... y he deseado lo que no debía desear. Mis manos se apretaron en el borde del confesionario. ¿Qué quería decir con eso? Mi mente no tardó en divagar por lo que había sucedido entre nosotros. Ese momento en el evento, cuando casi nos besamos... cuando quise besarla. Mis labios aún sentían la ausencia de los suyos, como si esa distancia jamás hubiera sido completamente recuperada. Pero no, no podía ser eso, ¿verdad? —¿A qué te refieres, Mary?—pregunté, aunque no sé si quería escuchar la respuesta. —A él...—dijo con un hilo de voz—He deseado a un hombre que no me pertenece. Que nunca podría pertenecerme. El aire en el pequeño espacio se volvió más denso. Sabía que estaba hablando de mí, pero no podía reconocerlo sin traspasar una línea de la que no había retorno. Y, por Dios, cuánto me dolía eso. —Todos cometemos errores, Mary—le dije, intentando sonar tranquilo—, pero el arrepentimiento es el primer paso hacia el perdón. —No sé si puedo arrepentirme—admitió, y me dio una punzada en el pecho—. Porque ni siquiera estoy segura de si fue un error. Ahí estaba. Esa confesión oculta entre palabras que no se atrevían a decir la verdad. —A veces deseamos cosas porque no las entendemos del todo—le respondí, más para convencerme a mí que a ella—. Queremos lo que creemos que nos falta. Mary dejó escapar una risa suave, triste, que casi me rompió. —Quizás. O tal vez simplemente... veo algo en él que me hace querer más. Pero sé que está mal. Y por eso estoy aquí. Necesito... necesito que me ayudes a alejarme de todo esto. Sus palabras, aunque llenas de inocencia, estaban cargadas de un peso emocional que no podía ignorar. Me pedía ayuda, pero yo era parte del problema. ¿Cómo podía ser su guía espiritual cuando yo también estaba atrapado en esos deseos? —Te prometo que haré lo que esté en mis manos para ayudarte—le dije, aunque no estaba seguro de si era una promesa que podía cumplir. Silencio otra vez. Y luego, en un susurro que apenas escuché, Mary habló: —No quiero confundirte... no quiero que esto te cause daño. Pero ya lo estaba haciendo. Cada palabra suya me hundía más en una realidad de la que no podía escapar. Me consumía, me retorcía por dentro. Quería decirle que sentía lo mismo, que yo también deseaba lo imposible. Pero ¿cómo podía? Mis votos, mi fe... todo eso estaba en juego. —A veces el mayor sacrificio que podemos hacer es dejar ir lo que más queremos—respondí, con la voz tensa—. Y seguir adelante. Pero incluso mientras decía esas palabras, su eco se sentía vacío. —No quiero lastimarte más, padre—murmuró Mary—. Lo siento. La palabras de Mary me golpearon como un mazo en el pecho. No fue lo que dijo, sino la manera en que lo hizo, como si estuviera al borde del abismo, esperando una mano que la jalara hacia atrás antes de caer. —Padre, necesito que me perdones. No puedo salir de esto si no lo haces. El odio que siento hacia mí misma... por lo que he pensado, por lo que he deseado... Me está empujando a lugares a los que no quiero volver. Mi garganta se cerró al escucharla. Sabía a qué se refería, lo veía en sus ojos cada vez que mencionaba el dolor de su pasado, esos momentos oscuros que habían marcado su vida. Y ahora, ahí estaba, otra vez, en la puerta de entrada a sus viejos demonios. Y en parte, sabía que yo era responsable de mantenerla en esa delgada línea. —Mary, te perdono—le dije, y la fragilidad en mi voz me sorprendió—. Pero tienes que perdonarte a ti misma también. Eso es lo más importante. Ella dejó escapar un suspiro largo, como si llevara cargando el peso de esas palabras por demasiado tiempo. Pero su alivio duró apenas unos segundos antes de que su voz regresara, tensa, como si estuviera tratando de contener algo que amenazaba con desbordarse. —Voy a seguir viniendo...—me dijo, casi como una declaración—. No por esto, no porque quiera confundirte o porque espere algo más. Pero porque estoy depositando mi fe en mi relación con Eric. El nombre de Eric me heló por dentro, aunque ya sabía que lo iba a mencionar. Las palabras golpearon como un martillo contra mi pecho, cada golpe más fuerte que el anterior. —Eric...—repetí, en un tono que intenté que sonara neutral, pero que delataba más de lo que pretendía. Mary continuó sin titubear, como si estuviera decidida a convencerme de algo, o tal vez a convencerse a sí misma. —Él quiere que vuelva a ser devota, padre. Que recupere mi fe. Y, aunque sé que esto suena mal... siento que tal vez mi camino esté con él. Quizás sea mi forma de encontrar la paz que tanto he buscado. La escuchaba, pero era como si cada palabra se convirtiera en un eco distante, como si ella ya estuviera tomando un camino del que no podría regresarse. Yo debería alegrarme, ¿verdad? Eric, un buen católico, un hombre que podría guiarla hacia una vida más estable. Pero en mi pecho, el peso de la verdad se hundía más y más. Lo que ella decía era lógico, pero todo lo que sentía me decía lo contrario. —Si eso te trae paz, entonces debes seguirlo—respondí, tragando con fuerza para no mostrar lo que realmente pensaba—. Lo más importante es que encuentres lo que te haga sentir bien, lo que te aleje de todo lo que te ha hecho daño. —Gracias, padre—susurró, y aunque no podía verla, sentí el alivio en su voz—. Espero que... algún día entiendas por qué tuve que hacer esto. Quería decirle que ya lo entendía, pero no podía. No podía mentirle. Porque en el fondo, no lo entendía. Y lo peor de todo es que sabía que, por mucho que intentara ayudarla, había una parte de mí que quería que no encontrara esa paz... al menos no con Eric. El silencio se instaló entre nosotros nuevamente. Sabía que esta conversación había cambiado algo, había puesto un límite que ahora parecía más insalvable que nunca. Y aunque me dolía reconocerlo, entendí en ese momento que las cosas ya no serían iguales. —Que Dios te guíe, Mary—dije finalmente, con la voz ahogada por mis propios sentimientos. Ella no respondió. Solo escuché el suave crujido de la puerta del confesionario al abrirse, y luego, el vacío.
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