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Era una habitación oscura, que alguna vez fue cálida, un pequeño refugio para una jovencita de doce años. Pero esta vez, como tantas otras, se sentía fría y solitaria. Su única compañía era la penumbra y su propio tormento mental, el cual debía enfrentar a diario al regresar de la escuela.
Se encontraba sentada en la esquina de su cama, abrazando sus piernas. La puerta estaba cerrada con seguro; no podía salir y ni siquiera había tomado su almuerzo. ¿Qué podría estar pensando? Se cuestionaba qué había hecho mal, por qué el cariño de su madre siempre parecía fuera de su alcance.
De repente, la puerta se abrió con un chirrido brusco y aterrador, haciendo que se sobresaltara. Cerró los ojos con fuerza, sin atreverse a levantar la cabeza. Sabía quién era. Una figura alta y corpulenta se
