Sofía estaba en el suelo, con las rodillas clavadas en la alfombra de la fría sala, sus lágrimas corrían sin detenerse mientras miraba a su madre con ojos suplicantes. La noticia había caído sobre ella como un relámpago en una noche tranquila. La obligaban a casarse, y no con cualquier hombre, sino con alguien a quien ni siquiera conocía, alguien que para ella no era más que una sombra, un extraño en el que no tenía ningún interés.
Martha, de pie frente a ella, la observaba con una expresión impasible, sin una pizca de compasión en sus ojos fríos y calculadores. Su postura erguida y su mirada endurecida parecían ajenas al dolor de su propia hija. Para Martha, las lágrimas de Sofía no eran más que un obstáculo en su camino, una molestia que debía superar para cumplir con sus planes.
—¿Por qué me haces esto? —gimió Sofía, entre sollozos, mirándola con desesperación—. ¿No puedes ver que estoy sufriendo? No quiero casarme con alguien que no amo. Por favor, mamá, no me obligues a hacer esto.
Pero Martha apenas parpadeó ante las palabras de su hija. Su voz salió seca y firme, sin rastro de ternura ni remordimiento.
—Es por el bien de la familia, Sofía —dijo en un tono gélido—. ¿Acaso no puedes entender eso?
Sofía negó con la cabeza, incapaz de comprender cómo su propia madre podía ser tan fría, tan insensible. En su mente, las palabras resonaban con amargura. ¿Por el bien de la familia? ¿Acaso eso justificaba sacrificar su felicidad?
—¿El bien de la familia? —repitió Sofía, casi en un susurro—. ¿De qué sirve todo esto si yo pierdo la libertad, mamá? ¿No te importa lo que yo sienta, lo que yo quiero para mi vida?
Martha la miró como si hubiera hecho la pregunta más absurda del mundo. Y en cierto modo, para Martha, lo era. Para ella, las emociones y deseos de Sofía no eran más que detalles insignificantes, obstáculos menores en el camino hacia su propósito mayor.
—No tienes que entenderlo, Sofía —dijo Martha, con una frialdad que hizo estremecer a su hija—. Solo debes obedecer. Es tu deber como parte de esta familia.
Pero Sofía no podía aceptarlo. El amor que sentía por Hugo, el joven amable y apasionado que la había hecho soñar con una vida distinta, era demasiado profundo para ser ignorado. Estaba dispuesta a pelear por su amor, a enfrentarse a su madre si era necesario, pero en ese momento, Martha pronunció las palabras que hicieron tambalear las defensas de Sofía.
—Piensa en tu padre, Sofía. Él ha dado todo por esta familia. Nos ha sacrificado años de su vida, y ahora, cuando más nos necesita, tú prefieres rechazar la única oportunidad de salvar lo que él construyó.
La mención de su padre hizo que el corazón de Sofía se encogiera de angustia. Héctor, su padre, siempre había sido su protector, su apoyo en los momentos más difíciles. Había sido el único que la entendía y la defendía de las estrictas normas y la frialdad de su madre. Ahora estaba enfermo, débil, y Sofía sabía que cualquier conflicto en la familia podría empeorar su salud.
—Papá… —murmuró Sofía, con la voz quebrada.
Martha asintió, viendo el impacto que sus palabras causaban en su hija.
—Así es, Sofía. Tu padre podría sufrir otro infarto, y esta vez… —Martha dejó la frase en el aire, pero la insinuación era clara, y sus ojos reflejaban una extraña mezcla de control y triunfo—. Todo depende de ti. Si lo rechazas, podrías estar poniendo en riesgo su vida.
El golpe fue brutal. Martha sabía perfectamente cómo manipular los sentimientos de Sofía, cómo sembrar la culpa y el miedo en su corazón. Sofía sabía que su madre estaba utilizando la enfermedad de su padre como una estrategia, que lo hacía todo a escondidas para que Héctor no pudiera intervenir. Sabía que su padre nunca le pediría un sacrificio como este, que jamás pondría su felicidad en juego por algo tan frío como una alianza de negocios.
Sin embargo, las palabras de Martha habían dejado una profunda herida en el corazón de Sofía. Si rechazaba el matrimonio, si se rebelaba… ¿podría soportar la idea de causar el sufrimiento de su padre? Su madre se había asegurado de que la decisión pareciera una elección entre su propia felicidad y la salud de su padre.
La mente de Sofía se nubló, y sus lágrimas se desbordaron aún más. Era una lucha imposible, un dilema sin salida. Y ahí, en el suelo, agotada por la tristeza y la impotencia, se dio cuenta de que Martha había ganado.
Finalmente, levantó la vista hacia su madre y, con la voz rota, pronunció las palabras que Martha había esperado escuchar:
—Está bien… —susurró Sofía—. Acepto. Haré lo que me pides.
Martha, al escucharla, se permitió una pequeña sonrisa de satisfacción. Su victoria era completa, y sin una palabra de consuelo para su hija, se dio media vuelta y salió de la habitación, dejando a Sofía sola con su tristeza.
Sofía, rota y vacía, se quedó en el suelo, sintiendo que su mundo se desmoronaba. Su amor por Hugo, sus sueños, su libertad… todo se había desvanecido en un instante. Su vida ya no le pertenecía, y en su corazón solo quedaba un anhelo silencioso y casi imposible: la esperanza de que algún día las cosas fueran diferentes.
Pero ¿lo serían? Sofía sabía que esto solo era el inicio de su sufrimiento, de una vida que no buscaba a lado de un hombre que seguramente era tan despiadado y egoísta como su madre. ¿Quién podría obligar a otra persona a estar a su lado?
Sofía lloró por el resto de la tarde, esperando que así al menos pudiera desahogar un poco del dolor que sentía en su pecho, quería a Hugo, quería que la consolara en este instante y como si lo hubiera llamado con la mente, el teléfono de la casa comenzó a sonar.