CAPÍTULO 1.

2266 Palabras
Lo primero que veo al abrir los ojos es la luz del día filtrándose por una pequeña ventana. Me siento confundida y algo mareada. Mi mirada se desliza al frente para encontrarme con una cara que no reconozco. Intento incorporarme solo para volver a recostarme porque mi cuerpo se siente débil. —Necesitas mantenerte en la cama —dice el extraño. —Iré por el doctor. No respondo porque estoy luchando contra la confusión. Me mantengo con los ojos cerrados, concentrándome en respirar profundo. No sé cómo llegue aquí, menos que sucedió. «Lo último que recuerdo es estar en la cocina del restaurante donde trabajo como Sous chef en el centro de Houston…». La puerta se abre llamando mi atención y entra el desconocido con un doctor. —Es bueno verte despierta, Keira. ¿Cómo te sientes? —Mareada, confundida… y no sé qué sucedió —murmuro dándome cuenta de la vía que tengo en el brazo. — Lo siento, pero, ¿qué ocurrió? —Tuviste un accidente de tránsito, alguien se pasó el alto impactando tu auto, ¿no lo recuerdas? —Niego. —Has estado incontinente un par de días. —El doctor se acerca mientras el hombre desconocido de ojos oscuros se detiene al final de la cama con los brazos cruzados y expresión inescrutable. Una mirada que me hace remover. Así que, desvío la mira hacia el doctor. —No. Lo último que recuerdo es estar en la cocina del Merlot, el restaurante donde trabajo —murmuro antes de mirar fijamente al hombre. — ¿Fuiste tú quien me chocó? Por eso está aquí, ¿cierto? —Entrecierra los ojos antes de ver al doctor. —¿Doctor? —murmura el hombre hacia el otro hombre en la habitación. —Voy a hacerte una revisión, después te haremos unos exámenes para descartar cualquier posible secuela. —Se apresura. —Pero puede que tengas una contusión cerebral y por eso te sientes de esa forma. —Comenta mientras sigo la luz de la pequeña linterna que el doctor pone frente a mí. Empieza a hacerme preguntas que respondo sin problema y cada respuesta que doy hace que me sienta más observada. «Perfecto, ahora me ven como demente». —Al parecer, el accidente te ha provocado una amnesia retrógrada, ¿no recuerdas a este hombre? —Señala el doctor al hombre alto de ojos oscuros. —¿Por qué debería? —Frunzo el ceño sin comprender lo que sucede. —Porque soy tu esposo. —Anuncia. Abro la boca solo para volver a cerrarla. Niego con vehemencia y le doy una sonrisa divertida al doctor. —No. Es una broma, ¿cierto? —Mi risa es casi histérica. —Yo no tengo esposo, ¡no tengo siquiera novio! Créanme, el encontrar a mi último novio con la lengua en la garganta de mi mejor amiga no deja mucho espacio para que quiera uno ahora mismo. No puede decirme que he olvidado los últimos años de mi vida. El doctor se aclara la garganta. —Creo que debería descansar… —¡Por supuesto que no! Ahora necesito alguna explicación. —La puerta se abre y aparece una enfermera, al tiempo que el doctor le pide al hombre que deje la habitación. —¡Vuelve aquí! —Exijo, pero no voltea; en cambio, me deja con la enfermera y el doctor. La primera me suministra algo a través de la vía que me hace relajar y quedarme dormida. Cuando vuelvo a abrir los ojos, me quedo viendo el techo de la habitación. Intento recordar el accidente, pero no encuentro nada. Mi mente está hecha un caos y bufo de frustración. La puerta se abre llamando mi atención y el hombre que afirma ser mi esposo, pero que es un completo extraño para mí, entra a la habitación. —Veo que te sientes mejor. —Sí, bueno. No quiero que me vuelvan a sedar; así que, voy a volverme loca cuando salga de aquí. —Espeto en tono ácido. —Keira… —¿De verdad estamos casados? Porque para ser franca nunca me han gustado los hombres estirados como tú que visten como si fueran a dar una maldita conferencia sobre cómo invertir el dinero. —Mi tono desborda ironía. Arquea la ceja, avanza con pasos ligeros y se detiene al pie de la cama. —Para matar tu curiosidad, tenemos tres años casados. Y, por cierto, no soy conferencista. —¡¿Tres años?! —Mi tono sube unos decibeles y hace una mueca irritable. —No te creo, necesito a mi madre. Sí, ella me dirá la verdad. —Asiento viendo la nada unos segundos. —Entiendo que no me creas —se acerca, suspira, pero mantiene una expresión severa. —Nos casamos poco después de conocernos. —Lo veo titubear —en cuanto a tu madre… hace un tiempo que están alejadas. «Eso es imposible». Mamá y yo somos muy unidas. Siempre me ha apoyado en todo lo que he hecho. «Cuando decidí tomar clases para convertirme en chef, ella fue a la tienda y gastó parte de sus ahorros para comprarme unos cuchillos profesionales…». Siempre hemos sido ella y yo. No entiendo. —Keira, respira porque estás pálida —dice el hombre del que ni siquiera se su nombre. —Perdóname, si me preocupo, pero no recuerdo nada de lo que he hecho los últimos tres años de mi vida. —Lo fulminó con la mirada. — ¡Ni siquiera sé cuál es tu nombre! —Raphael. Me llamo Raphael Sullivan y tú eres Keira Sullivan. —Por inercia miro mi mano desnuda y él lo nota. —Perdiste tu anillo. —Al parecer he perdido más que mi alianza. —Niego. —Necesito un momento a solas, —murmuro saliendo de las sabanas y notando el hematoma en mi muslo. Tiro de la solución que está pegada a la vía. Raphael intenta detenerme, pero bajo de todas formas y mis piernas fallan. —¡Joder, Keira! ¿Puedes tener un poco de sentido de autopreservación? Tuviste un accidente —espeta entre dientes mientras me sostiene por la cintura. —Solo quiero ir al baño —farfullo algo sorprendida por su arrebato. —Vamos, yo te llevo —su tono no deja espacio para una discusión, con su ayuda avanzo y al llegar a la puerta me detengo. —Estoy mejor, quiero entrar sola —va a replicar, pero pongo mi mano en su pecho sin detenerme a pensar mucho. —Si me conoces sabes que soy algo terca. —Sus labios se tuercen en una media sonrisa. —Créeme se dé primera mano lo terca que eres. —No sé cómo debo interpretar eso; así que, abro la puerta y entro al baño después de encender la luz. Mis ojos se recienten un poco con la brillante luz antes de ver mi pálido rostro con un golpe que va desde arriba de mí cien hasta el pómulo. Mis brazos están llenos de algunos rasguños. Me observo en silencio y noto que mis ojos azules se ven enormes en mi rostro ahora mismo, mientras mi cabello rojo está algo enmarañado. Lo que también noto es que mis pómulos se ven más afinados de lo que recuerdo, y es como si estuviera viendo a una Keira que no reconozco. Abro la llave, me lavo las manos antes de echarme un poco en el rostro, tomo una toalla de mano y me seco el rostro. Respiro profundo antes de salir del baño donde Raphael me espera. Regreso a la cama y noto que cerró el paso de la solución y la conecto a mi vía nuevamente antes de reclinarme en la cama. El móvil de Raphael suena, lo saca del interior de su americana y se acerca a la ventana para responder. Aprovecho el momento para estudiarlo. Ojos y cabello oscuro, alto, hombros anchos y debo admitir que se ve bien metido en ese traje de tres piezas a medida. La mayoría del tiempo tiene una expresión seria, pero no quita que sea atractivo. Lo cierto es que sí es un poco mayor que yo. Siempre me han gustado los hombres de mi edad. Y evidentemente, Raphael no tiene veinticinco años. Termina su llamada y regresa hacia mí. —¿Cuántos años tienes? —Me encuentro preguntando antes de sentir cómo me sonrojó hasta la raíz bajo su mirada. —Digo, no me malinterpretes. Yo… —Treinta y cinco. —Suelta en tono seco —sé que no acostumbrabas a salir con hombres que no fueran de tu edad —parpadeo sorprendida. —Pero créeme, cuando me conociste cambiaste de opinión. —¿No entiendo por qué? —Tuerce el gesto y una cínica sonrisa brota de sus labios. —Tal vez te enseñe el motivo. —«Idiota». Guarda su móvil y avanza hasta la salida —debo irme. Pero no te preocupes, te daré un par de días para que proceses un poco todo y vendré a llevarte a casa. —Ni lo sueñes. No pienso irme contigo. No te conozco. ¿Quién me dice que estás diciendo la verdad sobre que somos esposos? —Asevero—. Que me dice que no eres un lunático que trafica órganos y quiere los míos. La carcajada que atraviesa el lugar envía escalofríos a través de mi cuerpo. —Había olvidado lo hilarante que puedes ser —lo dice con un toque de nostalgia que enmascara con una mirada seria. Algo que llama mi atención. —No te preocupes. Voy a traer un par de pruebas para que te quedes tranquila de que no quiero tus órganos. Con eso sale de la habitación dejándome sola y con muchas preguntas en la cabeza. Cuando estoy a punto de volverme intentando encontrar los recuerdos en mi cabeza, el doctor me indica que puedo irme a casa. «El problema es que no sé dónde está mi casa». Sí, es una completa porquería, me siento como en el limbo. «Necesito salir de aquí y descubrir qué carajos ha sucedido estos tres últimos años de mi vida». Raphael llega pasado el mediodía con un pequeño bolso de mano. El hombre me pone los nervios de punta con su presencia. —Te traje algo de ropa para que te cambies. —¡Yupi! —Ruedo los ojos—. No sabes lo que me alegra salir de aquí contigo. —Miro mis uñas y ruedo los ojos. —Por cierto, traficante de órganos, ¿dónde estás las famosas pruebas que dejan claro que en realidad estamos casados? —Murmura entre dientes mientras pone el bolso a mi lado en la cama. De su americana saca un documento y una fotografía que me tiende. Lo primero que veo es la fotografía. Parpadeo ante la imagen donde aparecemos Raphael y yo el día de la supuesta boda. Él me sostiene mientras estoy inclinada, levantando mi ramo de novia mientras nos besamos. Una punzada de algo extraño golpea mi pecho y la dejo a un lado rápidamente. Abro el documento para encontrarme con el certificado de matrimonio. Dejo a un lado el mismo, como si quemara, y me aclaro la garganta. —Sí, qué bueno que no quieres mis riñones. —Sin más que decir, me voy al baño. Una vez dentro, abro el bolso para encontrar un conjunto de ropa interior. «Es oficial, quiero que me entierren en el primer hoyo que encuentren». Azorada, decido vestirme rápidamente. Me pongo un vestido de día color verde, corto a la altura de mis muslos, cuello redondo, manga corta. Lo raro es que aún tiene una de las etiquetas interiores. «¿No se supone que es mi ropa?». Algo que añadir a mi lista de cosas que averiguar. También hay unas delicadas bailarinas en color n***o que me ajustan a la perfección. Ya he trenzado el cabello de lado dejando algunos mechones sueltos y siento que me veo un poco como yo. Una vez lista, salgo del baño donde me espera Raphael con el doctor. —Señora Sullivan, estoy dejando a su esposo las indicaciones. Descanse y no se esfuerce mucho. «No creo poder acostumbrarme a que me llamen de esa manera». —Es fácil decirlo para usted porque tiene sus recuerdos. —El hombre se remueve porque sabe que tengo razón y me da una sonrisa amable. —Le dejo la silla de ruedas. —No he olvidado como mover mis pies. —Mis palabras salen como vomito verbal y no puedo retenerlas. Me siento enojada con la situación, pero más que enojada, me siento indefensa. El hombre se aclara la garganta llamando mi atención. —Son políticas del hospital, señora. Permiso. —Con eso sale dejándonos a solas. —¿Era necesario esa respuesta tan de mal gusto? —Necesito que me lleves con mi madre, eso sí es necesario —murmuro sentándome de mala gana en la silla de ruedas. Debo saber, ¿por qué ni siquiera ha venido a verme al hospital? —El doctor fue claro. Debes ir a casa y descansar. —Pero… —Prometo que llamaré a tu madre y le diré que quieres verla. —Y, ¿crees que voy a confiar en ti? —No tienes más opción. Legalmente, estas bajo mi cuidado y no estás en condiciones de tomar tus propias decisiones. —¿Por qué siento que estabas esperando lanzarme toda esa charla a la cara? —Espeto al tiempo que entrecierro los ojos. Me sostiene la mirada unos segundos antes de empujar la silla y sacarnos de la habitación. —No tienes ni idea.
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