La Desahuciada

Existe una delgada línea entre la felicidad y todo lo demás. Como seres humanos, tratamos de mantenernos del lado de la felicidad, pero la realidad es que la mayor parte del tiempo caminamos sobre esa línea divisoria, como si fuese una cuerda floja, tratando de mantener el equilibro para no caer del lado equivocado. Pero yo tengo lo pies entumecidos y los brazos cansados por el esfuerzo que tengo que hacer para no perder el balance. No he podido soportar más y finalmente me dejé caer. Por supuesto terminé en el lado equivocado. Está bien. Ya hice las paces con esa realidad, mi realidad. Decidí dejar de pelear contra ella. La verdad es que todos lo hicimos, pero cada uno de una manera diferente. Mamá dejó de trabajar, se fundió con la mecedora de su habitación y resignó a sus ojos a observar el paisaje de la pared de ladrillos que se puede ver a través de la ventana. Papá finge que todo está bien, no me sorprendería que su engaño ya haya envuelto su mente al punto en el que realmente crea que todo es color de rosa; llega del trabajo con una sonrisa insanamente grande y mantiene el gesto hasta que se va a dormir. Snoopy, nuestro perro, escapó y no lo volvimos a ver. Y luego está Gina, a quien no puedo juzgar porque no la he visto desde unos cuantos días después del 06 de junio. Pero yo... para mí el dejar de pelear significa dejar de hacer cualquier otra cosa. Detenerme, de una vez por todas. Tengo esta imagen en mi mente, en la que soy un reloj cuyos engranes siguen trabándose y oxidándose cada vez más. Ya no soy un reloj útil, porque pierdo la noción de la hora cada vez que mi mecanismo se traba, pero sigo emitiendo un molesto tik tak, así que alguien simplemente retira la batería y me silencia de una vez por todas. Me parece una idea realmente pacífica. Jean-Paul Sartre decía que la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace. Ninguna de las dos aplica para mí, no puedo darme el lujo de hacer lo que quiero, pero tampoco de querer lo que hago. Todos los días me levanto con pesadez y de alguna manera me arrastro hasta la escuela. Después de las clases, camino hasta el café Frida Kahlo, en el que trabajo como mesera. Aún no sé qué escenario es más caótico, si la escuela o el café, pero sé que paso por ambos lugares día a día como un zombie, y lo que ocurre a mi alrededor me es tan ajeno que si los clientes del Frida Kahlo no me gritaran con tanta frecuencia dudaría de mi propia existencia. Me pregunto si Jean-Paul alguna vez se sintió tan externo a su mundo, o incluso a su propia vida, como yo. Es 03 de noviembre. Llego al café prácticamente corriendo, en parte porque ya voy tarde y en parte porque el viento de otoño se cuela entre el tejido de mi suéter y me congela hasta los huesos. Entro por la puerta trasera y me pongo el mandil de forma experta gracias a los meses de práctica. Paso por la cocina, donde recibo un comentario desagradable de Jun, el supervisor, y me dispongo a atender mis mesas. Unas horas y muy poca propina después, me marcho a casa. El camino de vuelta es oscuro y un poco tenebroso, pero mi abstracción en la rutina me hace ignorar esos detalles. Cuando me encuentro finalmente en mi habitación, vuelvo a tomar este cuaderno, y mi mente regresa a ese pensamiento que tuve más temprano en el día. Esa idea que sin querer se ha estado añejando en mi cerebro desde hace tanto tiempo. Ya la desenterré, le di las vueltas que le tuve que dar y tomé mi decisión. Voy a terminar con mi vida. Lo he pensado mucho. Tal vez me espere un final horrible, locura y desesperación en mis últimos días, como si fuera un personaje dentro de El Muro, de Sartre. O tal vez logre tener un final silencioso, como quitarle la batería a un reloj. No lo he pensado mucho. Lo único que tengo claro es que ansío ese final. Que el mundo se detenga con mi corazón, y el dolor también. Aunque ya no estoy segura de que sea dolor. Estoy en ese punto en el que ha dolido por tanto, que finalmente se ha adormecido y ya no siento nada. Ya no me queda más que soledad, un horrible sentimiento de vacío y ausencia. Y sé lo diría Jean-Paul Sartre, él diría: "si estás solo cuando estás solo, estás en mala compañía". Jódete Jean-Paul. Pero tiene razón. Y lo que se debe hacer con la mala compañía es deshacerse de ella, como la hierba mala. Decidí quitarme la vida. Supongo que la primera pregunta que surge es ¿por qué? Quisiera tener una razón en específico que pudiera ayudarme a excusarme, pero en realidad mi motivo es la falta de motivos. Falta de motivos para vivir. Mi familia se ha convertido en un grupo de lobotomizados, mientras que yo no soy mucho más que eso. Y no tengo mucho más que eso. Mi familia siempre había sido mi todo. Nunca tuvimos mucho, pero nos teníamos entre nosotros. Ahora no tengo nada. No quiero nombrarme víctima de las circunstancias. No quiero decir que no tuve otra opción, que no había otra salida. Tal vez sí las hay, pero no soy capaz de verlas. Por más que busco, no las encuentro. Mi día a día se ha convertido en algo... yo me he convertido en alguien... de quien deseo escapar. "Cada persona es lo que hace con lo que hicieron de él". El destino, si osas llamarlo así, hizo de mí una persona sin vida, sin corazón, sin nada que aportar al mundo. Y lo que haré con eso es simplemente... hacer que termine.