PRÓLOGO
PRÓLOGO
Con los pies apoyados en el mostrador, Christine inclinó la cabeza hacia atrás y miró el reloj de pared que tenía encima.
5:32 p.m.
Giró su silla y sacó su teléfono para corroborar la hora.
«Uf ―pensó―. Estoy segura de que ese reloj no se ha movido en una hora».
Había sido un día poco memorable, en un pueblo poco memorable. Ya hacía un buen tiempo que Christine Hartwell sabía que la mayoría de los viernes por la noche eran poco memorables cuando una se acercaba a la mediana edad, pero jamás soñó que llegaría al punto de mantener su tienda abierta hasta bien entrada la tarde por si alguien necesitaba material de bricolaje.
Se levantó y fue hacia el primer pasillo. Del otro lado de los vitrales de la tienda, Christine observó cómo el sol carmesí descendía bajo un conjunto de árboles al otro lado del pantano. La última luz natural del día se desvanecía poco a poco, arrojando un profundo tono gris sobre el pequeño pueblo.
El pequeño pueblo de Christine en Luisiana no tenía mucho que ofrecer, pero le permitía vivir una vida sencilla con un paisaje magnífico como escenario. Cuando su tienda estaba vacía, a veces podía oír el suave murmullo del pantano al otro lado de su ventana, serenamente rítmico y reconfortante.
Era una vida y era todo lo que ella quería.
Empezó a ordenar un pequeño expositor de sierras de arco en la vitrina y luego volvió a mirar la hora. No había ni un alma a la vista, ni tampoco la había habido en las últimas dos horas en la tienda.
«Es hora de cerrar ―pensó―. Tengo una vida que vivir».
Se dirigió a la parte trasera de la tienda hasta el interruptor que cerraba las persianas exteriores, ya que saldría por la salida de incendios que estaba detrás de ella. Pulsó hacia abajo y contó hasta diez. Oyó el zumbido mecánico al otro lado de la pared del depósito y comenzó a pensar en lo que le depararía en el resto de la noche.
«¿Televisión? ¿Cena? ¿Vino? ¿Buscar vacaciones que no puedo pagar?».
Pero cuando Christine llegó a la cuenta de seis, algo la sacó de su ensoñación provocada por el aburrimiento.
Pum.
Escuchó un ruido sordo al otro lado de la pared.
―Oh, mierda.
¿Se había caído algo en el suelo de la tienda? ¿Las persianas habían aplastado algo accidentalmente?
Se apresuró hacia el mostrador y examinó la sala. No había nada fuera de lo normal. Vacilante, se dio la vuelta y su visión periférica detectó algo en la esquina más alejada.
En el exterior, observó la silueta de alguien de pie junto a la puerta de la tienda. Las persianas semicerradas ocultaban el rostro del desconocido, pero sin duda era un hombre. Pantalones vaqueros negros, zapatos desgastados, la mitad inferior de un abrigo de lana.
―¿Hola? ―gritó ella―. ¿Quién está ahí?
No hubo respuesta. La silueta no se movió ni un centímetro.
«Típico ―pensó―. Alguien quiere algo justo cuando estoy cerrando».
Christine suspiró y regresó al depósito caminando a gran velocidad. Volvió a abrir las persianas y, cuando encajaron en su sitio, oyó que el hombre de la silueta abría la puerta. Ella volvió a asomar la cabeza junto a la puerta del depósito.
No había nada extraordinario en el hombre, salvo su pura normalidad. La mayoría de los hombres de la región del pantano hacían gala de un aura inconfundible de vida rural: manos ásperas de toda una vida de trabajo manual, o el olor del estiércol arraigado en sus ropas. Pero este hombre podría presentarse diciendo que era camarero en el bar local o un banquero que gana seis cifras y Christine le habría creído en ambos casos.
No podía precisar cuál era su edad, tal vez apenas tenía cuarenta o era un treintañero que había tenido una crianza complicada. En otras circunstancias, Christine incluso lo habría encontrado atractivo, pero el hecho de que hubiera interrumpido bruscamente sus planes anulaba todo su atractivo.
Él caminó despreocupadamente y sin cuidado por el pasillo tres, antes de fijarse en el expositor de sierras que Christine había pasado tanto tiempo preparando ese mismo día.
―¿Puedo ayudarlo en algo? ―le preguntó detrás del mostrador―. Estaba a punto de cerrar la tienda. Ha llegado en el momento justo.
No hubo respuesta. Ni siquiera hizo una señal como que la había escuchado.
«Qué grosero», pensó.
Finalmente, después de lo que pareció un interminable silencio, habló.
―Anticongelante ―dijo. Su voz era suave, pero tenía un tono áspero, como la de un exfumador cuyas cuerdas vocales se estuvieran recuperando.
―No hay problema. Está aquí arriba.
Christine sacó un recipiente n***o y lo depositó sobre el mostrador. El caballero se acercó y fijó su mirada en el objeto que había entre ellos. Sacó un billete de veinte dólares y se lo acercó a Christine.
―De alto rendimiento, cincuenta por ciento ―dijo Christine―. ¿Esto le servirá?
De repente, dos manos agarraron el contenedor. Christine se estremeció y retrocedió. Su corazón empezó a latir con fuerza y, de repente, una inexplicable sensación de temor se apoderó de ella. En el exterior, la puesta de sol se convirtió en un anochecer. No había luces encendidas en ninguna de las otras tiendas de su calle. Una niebla fantasmal bailaba en la ventana, trayendo consigo la angustiosa percepción de lo sola que estaba.
―¿Eso será todo? ―preguntó.
Pero de nuevo, el hombre no le ofreció ninguna respuesta. Se retiró por donde había venido sin recoger sus cinco centavos de cambio, dejando a Christine con la mano extendida como un maniquí.
El hombre salió de la tienda, miró en ambas direcciones y luego se perdió en la oscuridad.
Christine siguió con la mirada fija en él mientras desaparecía. Antes de que su silueta se desvaneciera por completo, él se dio la vuelta, manteniendo la cabeza gacha y echó una última mirada a la Ferretería 101 de Christine.
Ella se sacudió los hombros, tratando de quitarse de encima una sensación de entumecimiento. Se recompuso para correr hacia el depósito y cerró las persianas. Llegó a la cuenta de diez, pero mantuvo el dedo en el interruptor hasta que estuvo segura de que estaban bien cerradas.
Sin luz natural, la tienda emanaba un resplandor naranja oscuro de las luces superiores. Christine retiró la caja registradora y la colocó dentro de la caja fuerte. Justo cuando pulsó el último dígito de la combinación de seis números para cerrarla, oyó un ruido extraño.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Miró hacia el suelo, rezando para ver un ratón curioso, una rata o un grillo.
Nada.
Luego escuchó el sonido de nuevo. Era como si algo estuviera rayando el suelo de madera. Tal vez unos zapatos ásperos, o un tornillo caído rodando entre los pies.
Pum.
Una gota de sudor recorrió su frente. Le empezó a arder la cara. Se quedó en su sitio, inmóvil. El sonido provenía del depósito.
«Debo haber tirado algo cuando estuve allí», se dijo a sí misma.
Pero entonces oyó un ruido seco, el tono reconocible del metal contra el metal.
Saltó del otro lado del mostrador y cogió el modelo de exposición más cercano que pudiera servir de arma. Se encontró con un cincel y lo agarró con una fuerza que no sabía que tenía.
Lentamente, se acercó con recelo a la sala trasera. La luz era mínima, pero todo parecía estar en su sitio. Más adelante, en la zona de la cocina, el sistema de calderas funcionaba correctamente, impulsando el agua a través del sistema de calefacción de la tienda.
«¿Habrá sido solo el sistema de calderas? », se preguntó.
Una ligera sensación de alivio la invadió, pero entonces Christine dirigió su mirada hacia algo que estaba junto a la salida de incendios.
Un recipiente de anticongelante. De alto rendimiento, cincuenta por ciento.
Se esforzó por comprender lo que estaba viendo. No tuvo la voluntad de gritar, llorar o correr; simplemente se quedó quieta, sin decir nada.
La misma ropa, el mismo aspecto anodino. Pero esta vez, había algo más. Él sostenía un rifle, con el cañón del arma apuntando directamente a ella.
El terror la envolvió de pies a cabeza. Lanzó el cincel contra el intruso, pero el objeto apenas se había separado de la mano cuando un disparo ensordecedor la hizo caer al suelo. Sintió cómo se le rompían las costillas. No pudo ver, pero de repente sintió en la cara la familiar sensación de la madera.
Luchando por respirar, finalmente abrió los ojos y se dio cuenta de que se había desplomado contra el mostrador de su tienda.
Christine se arrastró deslizándose por el suelo, cada movimiento era una agonía, la sangre le teñía las manos.
Un pie le presionó la muñeca, casi aplastándola.
Levantó la vista y finalmente estableció contacto visual con el extraño hombre que había visto por primera vez cinco minutos antes. Su mirada se desvió hacia el arma que tenía en las manos. Ya no sostenía un rifle. En su lugar tenía un hacha de tala, levantada por encima de la cabeza del hombre, con su hoja afilada de color plata brillante.
Christine levantó la cabeza y gritó, sus gritos rebotaron en las piezas metálicas de la estantería que tenía al lado. Le corrían las lágrimas por el rostro cuando el hacha cayó sobre ella.
Y todo se oscureció.