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Al Marqués no se le escapó el tono de celos que encerraban aquellas palabras. Para entonces él ya había llegado junto a la chimenea. Miró a Hester sentada en el sofá y se preguntó qué pasaría si le pusiera las manos alrededor del cuello y la estrangulara. Por la expresión de sus ojos, él advirtió que la mujer no estaba tan tranquila como quería aparentar, pero su hermosa boca se abrió para decir: —Me perteneces, Virgil, como siempre me has pertenecido y ahora ya no tienes escapatoria. Haciendo un esfuerzo, el Marqués se sentó a su lado. —Escúchame, Hester —dijo—, no creerás ni por un momento que yo voy a aceptar esa absurda idea tuya. —Ya te he dicho, Virgil, que no tienes salida. —Ese hombre del cual has hablado y cuyo nombre no puedo recordar, no está casado sugirió el Marqués. —