CANTO XIII
[ El bosque estéril. El nido de las arpías. Los árboles doloridos. Segunda zona de los violentos contra sí mismos y su castigo. Diálogo con Pietro della Vigna. Dos almas perseguidas por perros hambrientos. Castigo de los suicidas y de los destructores de bienes. Estado futuro y tormento perpetuo de los suicidas después del juicio final. ]
No bien el río repasara Neso,
a un bosque entramos en la riba opuesta,
al que ningún sendero daba acceso.
Fosco, sin el verdor de la floresta,
ni sus frutos, en ramas anudadas,
la ponzoñosa espina todo infesta.
No más ásperas son ni enmarañadas,
de Cecina a Corneto, las sombrías
guaridas de las fieras ahuyentadas.
Allí forman su nido las arpías,
que echaron de Estrofade a los Troyanos,
con amagos de tristes profecías.
Tienen alas, con cuello y rostro humanos;
vientre plumoso, pies con garras duras,
y se quejan con gritos deshumanos.
«Antes de penetrar a otras honduras,
debes saber», comienza el buen maestro,
«que, del segundo cerco, las tristuras
»te han de seguir hasta arenal siniestro;
que, si bien ves, te servirán de guía,
para dar fe de la verdad de mi estro.»
Doquier, hondos lamentos percibía,
sin ver a nadie en torno, de manera
que desmarrido el paso detenía.
Yo creo que él creyó que yo creyera
que las voces las daban las gargantas
de gente que a la vista se escondiera,
y así me habló: «Si de una de esas plantas
tronchas un gajo, tú verás cuán vanos
son los presentimientos que adelantas.»
Rompí una frágil rama con mis manos:
en negra sangre las miré bañadas,
y el tronco nos gritó: «¿Por qué, inhumanos.
»me destrozáis?» Y en voces desoladas,
vertiendo sangre, repitió lloroso:
«¿Por qué me herís con manos despiadadas?
»Hombres fuimos en tiempo más dichoso;
lo debieras saber, más apiadado,
aun del alma de un áspid venenoso.»
Tal como leño verde arde de un lado,
y llora por el otro, y juntamente
chirrea por el aire dilatado,
de tal manera, el vástago doliente,
sangre y palabras a la vez vertía,
y lo solté como quien miedo siente.
Y mi guía le dijo: «El no creía
que laceraba tu alma, despiadado,
porque acaso olvidara lección mía.
»Si su mano inconsciente yo he guiado,
fué para hacerle creer en lo increíble:
perdona por haberte lastimado,
»y dile quien tú fuiste, alma sensible,
para que pueda hacer, en desagravio,
en el mundo tu fama revertible.»
Y el tronco dijo: «Tú hablas como sabio,
tan dulcemente con palabras graves,
que aun dolorido se desata el labio;
»yo soy aquel que tuvo las dos llaves
del corazón de Federico, en ansa,
que abrían y cerraban manos suaves.
»A todos alejé de su confianza,
y mi oficio cumplí con tal desvelo
que la vida gasté con la privanza.
»La meretriz, que impúdica en su anhelo,
en los palacios, clava la mirada,
vicio de cortes y de todos duelo,
»inflamó contra mí la turba airada,
y del favor del César despojado,
en luto mi fortuna fué trocada.
»Y en mi despecho, al verme despreciado,
yo, pensando rehuir mi suerte triste,
injusto, contra mí, me he castigado.
»Por la raíz del árbol que me viste,
juro fuí siempre fiel a los favores
del César, que de honor todo reviste.
»Y si vuelves a ver los esplendores
del mundo, desagravia mi memoria,
que la envidia manchó con sus negrores.»
«Pues que te habla con voz conciliatoria,
pregunta a tu sabor», dijo mi guía,
«aprovechando la hora transitoria.»
Y yo a él: «Pregunta todavía
lo que debo saber, pues, persuasivo,
en mi congoja hacerlo no podría.»
Y díjole: «Espíritu cautivo,
éste, por mi intermedio, te pregunta,
al acoger tu ruego, compasivo,
»que, pues que tu alma doble ser asunta,
¿si, libre de nudosas a******s,
puede volar del tronco a que se junta?»
El árbol suspiró con ansias duras,
y convirtióse en voz aquel resoplo,
clamando: «Te diré mis amarguras.
»Cuando un alma feroz lanza su soplo,
y abandona su cuerpo, Minos fiero
la echa al séptimo grado en que me acoplo:
»cae en la selva, sin lugar certero,
allí, donde el acaso la derrama,
como grano de trigo tardatero.
»Surge un arbusto de silvestre rama;
las arpías, que se hartan con su hoja,
abren ventanas al dolor que clama.
»Como el alma del cuerpo se despoja,
la sombra buscará su vestidura,
que no es justo revista el que la arroja.
»Aquí la arrastrará, y en la espesura
de la selva infernal será colgada
a la sombra del árbol de tortura.»
A la espera que el alma atormentada
prosiguiese, rumor estrepitoso
sentimos con sorpresa en la enramada,
como el que escucha cazador celoso,
cuando siente los perros y la fiera
y el ramaje crujir del bosque umbroso;
que rompiendo a la izquierda la barrera,
vimos venir, desnudos y sangrientos,
dos condenados en veloz carrera.
«¡Ven, oh muerte!», con lúgubres acentos
grita el uno, y el otro grita ansioso:
«Lano, tus pies no fueron tan violentos
»de Toppo en el combate desastroso.»
Y exánime, la sombra retardada
confúndese con un arbusto hojoso.
A la espalda, la selva vi poblada
de perras negras, flacas, deshambridas,
cual de lebreles, jauría desatada.
que al mísero escondido, enfurecidas,
clavan el diente, y parten en pedazos,
y arrastran sus reliquias doloridas.
Mi guía entonces me ofreció sus brazos,
y me mostró el arbusto, que vertía
llanto de sangre por sus hondos trazos.
Jacobo Sant'Andrea le decía
a la sombra: «¿Por qué te has amparado
de mi tronco, si culpa no tenía?»
Habló el maestro, y se paró a su lado:
«¿Quién fuiste tú, que por tus llagas lloras
con la sangre que sopla tu costado?»
Y él respondió: «¡Oh! almas bienhechoras,
que contempláis este doliente estrago
y miráis esas hojas voladoras,
»¡volvedlas al redor del tronco aciago!
Yo fuí de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón, quien con su amago,
»por eso, siempre, en guerra, la contrista;
y a no ser que del Arno sobre el puente
aun quedan sus vestigios a la vista,
»al refundarla su patricia gente,
sobre cenizas -que de Atila es traza-
habría trabajado vanamente.
»Yo en horca mía convertí mi casa.»