En medio de los gemidos angustiados de la muchacha, la lengua se deslizó hacia el leve promontorio del meato y lo fustigó con saña ante los reclamos desesperados de Mariana. Abrazado a los muslos, dejó que la lengua se enfrascara flameante en los bordes de la v****a para luego penetrar con su punta afilada el agujero que ahora lucía dilatado. Las carnes se negaban a esa intrusión pero la lengua escarceó nerviosa sobre ellos, llevando los jugos a su boca y, muy lentamente, fue penetrando entre los tejidos.
Mariana había asido instintivamente entre sus manos las corvas de las piernas encogiéndolas casi hasta su cabeza y el sexo se alzaba casi horizontalmente, ofreciéndose palpitante a su boca mientras con voz acongojada le suplicaba que no cesara en tan maravillosa excitación.
Entonces Miguel unió sus dedos índice y mayor, introduciéndolos con cuidado en la v****a ante los ayes doloridos de la muchacha. Cuando la penetraron en toda su extensión, rascó suavemente todo el interior a la búsqueda de aquella prominencia que sabía enloquecería a Mariana. Encontrándola con facilidad en la cara anterior, fue estimulándola con las yemas de los dedos en lentos círculos y cuando Mariana dio evidencias de responder a la excitación por la forma en que su cuerpo iba arqueándose, aceleró el vaivén de la mano convirtiendo a los gemidos en broncos bramidos de deseo insatisfecho.
La muchacha sacudía frenéticamente su pelvis en un imaginario e instintivo coito y entonces Miguel empujó sus nalgas hacia arriba. Cuando el torso estuvo casi vertical con las rodillas junto a las orejas, comenzó a intercalar el vaivén de la penetración de tres dedos ahusados con un movimiento giratorio y la punta de la lengua excitó tremolante al ano, entrando decididamente en él.
Junto con grititos de jubilosa satisfacción, la muchacha estiró bruscamente las piernas para encerrar entre sus fuertes muslos la cabeza del muchacho, quien recibió en los dedos la descarga líquida de su alivio. Mientras Mariana se relajaba luego del orgasmo tan anhelado como desconocido, la lengua de Miguel realizó un goloso periplo desde el ano hasta el clítoris, recogiendo el agridulce contento de sus entrañas.
Calmando los jadeos que sacudían sus flancos, se estrecharon en un apretado abrazo, las piernas enredadas en las piernas y Mariana sintió en los besos húmedos de Miguel el sabor de sus propios jugos vaginales. Mimosamente se acurrucó entre sus brazos y mientras él bajaba la boca y lambeteaba sus pezones, ella dejó que su mano se deslizara instintivamente hacia la entrepierna. Abriendo el pantalón, la introdujo hasta tomar contacto con el m*****o que, aun húmedo y fláccido, se escurría entre sus dedos.
La lengua había sido reemplazada por los labios que ceñían al pezón mientras él lo succionaba apretadamente en tanto que los dedos de la mano se apoderaban del otro y estregándolo suavemente entre los dedos, lo retorcían tiernamente. El pene había devenido en un rígido falo de regulares dimensiones que mediante la lenta masturbación a que ella lo sometía, engrosaba ostensiblemente.
Un leve escozor comenzaba a martirizar el fondo de su v****a y acelerando el vaivén de la mano se revolvió en la loneta. Sabia de toda la atávica sabiduría femenina, con ese conocimiento innato que nadie enseña a los seres humanos pero que llevan grabado atávicamente en sus mentes, comenzó a lamer con angurria el tronco de la v***a subiendo a lo largo de ella hasta que su lengua tremolante se introdujo debajo del recogido prepucio y fustigó al surco del grande.
Mientras él acariciaba sus pechos, Mariana introdujo la punta de la cabeza ovalada entre sus labios, sorbiéndola lentamente en un suave vaivén que preparaba a la boca para su dilatación total. En tanto los músculos de su quijada se acostumbraban a la insólita expansión a que la obligaba el pene, fue metiéndolo hasta que los labios rozaron su vello púbico y un atisbo de arcada la asustó.
Retirándolo lentamente mientras lo succionaba con las mejillas hundidas, volvió a masturbarlo rudamente con la mano y finalmente, su boca se adaptó al grosor que los pequeños dedos no alcanzaban a abarcar, comenzando con un vaivén que los enloqueció a los dos. Fuera de sí, chupaba con unas ansias locas mientras lo masturbaba velozmente resbalando en la saliva que se deslizaba de su boca hasta que, sintiendo en la lengua el sabor a almendras dulces del esperma, lo aferró prietamente mientras la lechosa cremosidad se derramaba en su boca.
Con los ojos y la boca entrecerrados, jadeaba quedamente con el cuerpo arqueado por la angustia del deseo insatisfecho cuando él posó levemente sus labios sobre los suyos que aun lucían restos del pringue seminal. Un gran suspiro de alivio y el relajamiento total de su cuerpo fue la respuesta a tan maravilloso toque y, cuando la lengua de él de deslizó tremolante dentro de la boca, la suya acudió presurosa a su encuentro.
Mezclando las salivas, se sumieron en una sesión interminable de besos, quejidos, murmullos de aceptación y jadeos hasta que él posó una de sus manos sobre los pechos, sobando primero y estrujando después. Sus dedos se cerraron alrededor del ahora erguido pezón y comenzó un leve restregar que se intensificó al tiempo que el cuerpo de ella respondía voluntariamente endureciendo las carnes.
La fricción se le hacía insoportablemente deliciosa y sus piernas se abrían y cerraban sin poderlas controlar. Miguel bajó un fragmento de la falda sobre el mojado sexo, envolviendo dos dedos con la tela para restregar vigorosamente las carnes de la vulva y aumentar con su aspereza el ardor de la irritación.
Entretanto, su boca picoteaba sobre las aureolas hasta que bramando como un toro, ciñó con los labios un pezón succionándolo con tanto fervor que la hizo prorrumpir en doloridos lamentos y entonces, acelerando el estregar de los dedos enfundados sobre el clítoris, encerró entre los dientes la carnosidad de la mama. Tirando de ella como si quisiera arrancarla, fue elevando su excitación hasta niveles indescriptibles mientras ella le pedía a los gritos que no cesara de hacérselo y, sintiendo el río de los jugos arrastrando en avalancha sus entrañas, una nueva eyaculación la invadió.
Como si la expulsión de esos líquidos hubiera incrementado su sensibilidad s****l, revolviéndose debajo de Miguel se abalanzó sobre su cuerpo. Nunca había estado con un hombre y arrancándole la camisa, la sola vista de su poderoso torso desnudo la alucinó. Sus manos no daban abasto acariciando las prominencias de sus músculos y la boca golosa acudió a chupar sus tetillas mientras una mano descendía hacia las espesuras del vello púbico buscando la fuerte rigidez de la v***a. Aventurándose aun más allá, acarició cuidadosamente la rugosa textura de los testículos y subiendo otra vez por el falo, lo masturbó lentamente en procura de la erección total.
Su boca fue recorriendo los meandros que las venas dibujaban en el músculo y así, lamiendo y succionando la piel del tronco, llegó hasta la fragante selva de su pelambre enmarañada y, después de un momento, hundirse en ella para succionar la base del pene. Luego bajó hasta los testículos y, atrapándolos entre los labios, fue chupeteando y sorbiendo el acre sabor de la piel en tanto que la mano estregaba la monda cabeza deslizándose por el tronco con sañuda presión.
Al comprobar que había alcanzado el máximo de su rigidez y volumen, labios y lengua recorrieron lentamente el camino que los llevaría hasta el glande, lamiendo y chupeteando la venosa superficie. Corrió con los dedos el frágil prepucio y la lengua socavó el surco con aviesa premura para luego trepar, ágil y vibrante por la tersa superficie y mojándola con su saliva, fue metiéndola entre los labios que la sorbieron con delicadeza e introduciéndola en la boca, ciñó entre ellos al surco.
Sus mejillas se hundían por la fuerza de la succión y, mientras la lengua acariciaba la testa, ambas manos rodearon al falo e iniciaron un movimiento giratorio encontrado, masturbándolo fuertemente. Como si el hecho de estar con un hombre hubiera sublimado todas sus necesidades sexuales reprimidas, se sentía capaz de encarar las situaciones más críticas para satisfacerlas. Metiendo poco a poco la rígida v***a entre sus labios que se dilataban complacientes a la desmesura del tronco, la sintió rozando el fondo de la garganta y, cuando el ahogo se insinuaba, fue retirándola en tanto que los dedos clavaban sus uñas en la carne acompañando el vaivén.
Miguel no había permanecido ocioso y al ver el denodado entusiasmo de la núbil muchacha, fue acomodando su cuerpo y giró hasta quedar debajo de ella en forma invertida. Lamiendo la suave piel de sus muslos interiores, fue haciéndola abrir de piernas y luego su lengua tremolante recorrió la hendedura profunda que formaban las nalgas poderosas: Separándolas con sus manos, dejó al descubierto el fruncido y oscuro ano e inmediatamente debajo la apertura de la v****a levemente dilatada, dejando entrever el interior rosado entre los hinchados labios de la vulva por los cuales escurrían abundantes fluidos glandulares. El sexo de la muchacha era realmente grande y toda la zona adyacente a la vulva estaba oscuramente inflamada, destacando los oscurecidos labios y la presencia de tiernas carnosidades que como arabescos carnosos, pugnaban por salir al exterior.
En tanto que la joven se afanaba con su m*****o y tras despojarla de la inútil bombacha, él fue deslizando la lengua tremolante a todo lo largo de la hendedura, escarbando en la entrada al recto y escurriendo sobre los labios ennegrecidos por la afluencia de sangre hasta donde comenzaba a hacerse evidente la hinchazón del delicado clítoris. Los dedos separaron los labios y el sexo se le ofreció en todo su esplendor. Las aletas abiertas, dejaban libre el camino hacía el delicioso óvalo nacarado donde se destacaban las crestas carnosas que orlaban la entrada a la v****a, el agujero de la uretra y la naciente cabeza del clítoris asomando debajo de la caperuza de pliegues que lo protegía.
Labios y lengua iniciaron un lento recorrido por todo aquel ámbito excitando las carnes y sorbiendo los jugos que exudaba el sexo. En un redundante movimiento ascendente y descendente, se fueron ensañando en la succión conforme la niña lo hacía con el falo. Ambos bramaban y rugían ante la inminencia de ese algo que los elevaría a la gloria del goce, ondulando los cuerpos unidos por la fortaleza de sus manos. Mientras él introducía la larga punta de su lengua envarada en la v****a incorrupta, ella le hacía sentir el roce del filo de sus dientes que acompañaban el vaivén enloquecido de la cabeza alternándolo con los hondos gemidos que la proximidad de una tercera eyaculación le hacía proferir.
El tomó entre sus labios la carnosidad erecta del clítoris y mientras lo chupaba y mordisqueaba apretadamente, dejó que la punta de su dedo pulgar llevara hasta el ano los jugos que rezumaba la v****a y excitándolo suavemente, fue introduciéndola suave y profundamente en él en tanto que su boca sorbía las mucosas que expulsara el útero. Ella meneaba con desesperación sus caderas y entonces, cuando Miguel presintió que estaba cercana a su satisfacción, presionó fuertemente su boca como una ventosa contra el sexo de Mariana que descargó en ella la abundancia de su alivio. Los dos estaban tan conmovidos que siguieron por algunos momentos prodigándose al otro, degustando con deleite los líquidos genitales entre amorosas caricias y rumorosas exclamaciones de placer.
Transcurrido un tiempo son tiempo, Mariana aun seguía estremecida por los espasmos y contracciones de su vientre cuando percibió como Miguel se incorporaba. Quitándole la falda arrollada en la cintura, se colocó entre sus piernas, las abrió y encogiéndolas contra su pecho, estregó la punta de la v***a contra el sexo saturado de líquidos. Mariana todavía espiraba afanosamente tratando de recuperar el aliento y poder inhalar libremente a través de su boca abierta. Esa punta no del todo dura escarbando la vulva le hizo recuperar parte de su cordura e insinuó un brusco movimiento de rechazo pero la profundidad de la excitación le hizo comprender que el momento por el que había estado esperando todos esos años había llegado.
Sabia de todo instinto y hembra primigenia al fin, aferrando sus muslos, abrió aun más las piernas encogiéndolas enganchadas debajo de sus brazos hasta que las rodillas rozaron sus orejas, ofreciéndose voluntariamente a la penetración mientras él continuaba por un momento más hasta que consideró que la v***a tenía la rigidez y el tamaño adecuado.
Apoyando la cabeza ovalada sobre la húmeda entrada a la v****a, fue presionando lenta e inexorablemente, introduciéndola centímetro a centímetro. Tal vez por su delicada tersura, la entrada del glande no la molestó y, como ella no sabía dónde se encontraba el ubicuo símbolo de su virginidad, esperó tensa el momento de su desgarro pero; o nunca había existido y si era así lo había perdido de manera casual en la práctica de algún deporte o era tan débil que ni había notado su ruptura.