Prefacio

1320 Words
«Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo... ». —Gabriel García Márquez. Había una niña pequeña que se escabullía dentro de su habitación, caminaba en puntillas y se detenía cada vez que producía un sonido. Cuando nada pasaba después, continuaba su camino. Le gustaba su habitación, le gustaba que pudiera llamarla “suya”. Desde que nació no había tenido nada para llamar así y esto, aunque fuera poco y feo y mal oliente, al menos era ahora suyo. Cada vez que cerraba aquella puerta, sus emociones detonaban, fuesen las que fuesen. Tristeza, ira, decepción y miedo eran las que se abalanzaron sobre ella en aquella ocasión. La niña colapsó sobre sus rodillas y un llanto silencioso broto de ella, sacando la angustia y el sufrimiento de su corazón en forma de lágrimas. Las personas eran malvadas. En especial dos, que sin razón aparente decidían maltratarla. Ella los odiaba, pero debía llamarlos “padres”. No lo eran, solo la habían adoptado para recibir el dinero del gobierno. Sus padres biológicos la habían desechado como basura cuando se dieron cuenta de que ella no era del todo normal, veía cosas, no podía evitarlo y siendo una pequeña solo lo mencionaba. Con un poco más de once años comprendía que eso era una equivocación, no podía decir lo que veía o lo que algunas veces escuchaba. A veces tenían formas sólidas, como ojos de colores extraños, alas demasiado grandes para ser de los pájaros que conocía, a veces tenían plumas, a veces eran membranosas. Lo que escuchaba era como susurros, algunos la calmaban, otras veces escuchaba risas que hacían que sus vellos se erizaran. A la mala se dio cuenta de que eso no era normal y aprendió a cerrar la boca. Cerró los ojos en la oscuridad y musitó una corta oración que le habían enseñado las monjas del convento. —Ángel mío que me ampara…—comenzó—. Quédate conmigo así en la noche como en el día. No sueltes mi mano, porque sin tu luz me perdería. Esa noche la oración no la hizo quedarse dormida, tuvo que repetirla varias veces hasta que logró tranquilizarse, fue hasta su cama y se aferró a una vieja manta que era su favorita. Se atrevió a mirar hacia la oscuridad que evitaba en las noches, pensó que vería sombras o sonrisas macabras, pero lo que había en su lugar la paralizó. Había un niño de cabellos dorados y rostro celestial emergiendo de una luz suave, el ligero viento cálido que producían sus alas al batirse le acarició el rostro. Nunca había visto nada igual, siempre habían sido destellos. Los ojos marrones del niño la observaron, parecía confundido porque ella pudiera mirarlo, pero entonces se acercó con curiosidad y sonrió. —¿Cuál es tu nombre? —preguntó él con voz dulce. «Es lo más hermoso que he visto», pensó la niña. —Jena —logró susurrar la niña. Jena no le quitó los ojos de encima al niño precioso mientras él se acercaba todavía más. Cuando una de sus manos fue tomada, tuvo el impulso de contener la respiración. La sensación que le producía era…indescriptible. —Si los ángeles existieran —dijo, sin aliento—, estoy segura de que lucirían como tú. El niño parpadeó sorprendido. —Soy un ángel —aseguró—. Un guardián. —¿Estoy muerta? Preguntarlo no la hizo sentir angustiada, al contrario, se sentía tan…cálida y recibida, como si toda su vida todo lo que había esperado fuera eso. El ángel apretó su mano con una expresión conmovida. —No estás muerta, estoy aquí para asegurarme de que eso no suceda, pero tú…no deberías verme, tendré que averiguar si hay algo mal contigo. Jena se rió. —Todo está mal conmigo. —No lo creo así —objetó el ángel, observando sus manos unidas—. Tampoco debería sentir esto, en la tierra de los hombres no debería sentir nada, salvo si…algo malo te sucediera. La luz que emanaba de él comenzaba a quemarle los ojos, pero ella siguió mirándolo con fijeza, no quería perderse nada de él. El ángel limpió las lágrimas que corrieron por su rostro. —No llores, Jena —dijo, tratando de calmar su llanto. Se escuchaba miserable, como si su sufrimiento lo afectara. —Dime tu nombre —urgió—. Tengo miedo de que desaparezcas, y sé que lo harás, las cosas que veo nunca…se quedan. Por favor, solo dime tu nombre. —Sebastián —contestó el pequeño—. Y no tienes nada que temer, yo no voy a irme. Tampoco les diré a mis maestros sobre que puedes verme, escucharme o…tocarme. No diré nada y te aseguró que me quedaré contigo. Sus ojos brillaron en la penumbra de su habitación. Por primera vez en ese día ella sonrió. —Gracias. Jena levantó sus manos tomadas y besó el dorso de la de él. —Mis maestros nunca mencionaron nada como esto —comentó Sebastián impresionado—. Está prohibido que tengamos contacto con los humanos, no deben saber sobre nuestra presencia. Me dijeron que podía ser peligroso —confesó—. Pero esto no parece peligroso…Tu piel está muy fría —le sonrió—. Deberías cubrirte con las mantas e intentar dormir un poco. —¿Vas a marcharte? —No, me quedaré contigo. Estaré allí para recogerte antes de caer, para sostener tu mano en la oscuridad y para que nunca dudes que le importas a alguien. Los labios de Jena se fruncieron en un puchero, pero no lloró. —Mi pequeño ángel de cabellos dorados —murmuró, él la estaba cubriendo con cuidado—. Gracias. —Es un honor para mí, Jena. Cerró sus ojos y no dejó de sentir su presencia. ***** Muchos, muchos años después. Un ángel de cabellos dorado, alto y fornido caminaba al borde del risco más alto, estaba abatido, dolorido, atormentado. Miraba con aquellos trozos de chocolate a lo que podría ser una muerte segura. La vida le había quitado lo que él más amaba en el mundo, lo que había sido su razón de existir desde que la tuvo entre sus brazos. «¿Por qué? ¿Por qué?». Pensó. —Porque retaste la sabiduría del ser más poderoso —le respondía su conciencia, aunque estaba errada. No podía tratarse de eso. Tuvo que haber sido algo más, algo que él se negó a mirar para evitar sentir celos. Porque cuando ella conoció a ese hombre humano de cabello oscuro, él dejó de mirar. Siempre la había creído suya, nunca pensó que ella se entregaría a alguien más. Pero ni siquiera eso hizo que dejara de amarla. La quería. La anhelaba. Y ella siempre fue de él. Nada hizo que eso cambiara. La muerte de su preciado tesoro había sido un accidente causado por la ira de una persona despreciable, tan despreciable. Él estaba consciente de su existencia, pero desconocía aquel detalle devastador. Su vida ya no tenía sentido, su gran y único amor se había ido… sin él. «Es mi culpa —siguió torturándose—. Si la hubiese cuidado mejor, aún seguiría en mis brazos». Lágrimas de dolor puro caían por su rostro celestial que carecía de cualquier brillo o esperanza. Su memoria le traía los recuerdos más dulces de su precioso tesoro, la primera vez que la vio, el reencuentro, sus labios, su piel, su hermosa sonrisa… Ella. Un grito desgarrador escapó de su garganta, era suficiente para él, nunca podría vivir sin su precioso amor. Nunca podría, no sin ella. El vacío ángel deseó ser humano en ese momento. Él deseó no tener su fuerza, ni su rápida curación, ni sus alas. Él estaba listo para morir.
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