Ignora los signos de precaución

3784 Words
Of Monsters And Men - Yellow Light 1.- Ignora los signos de precaución La habitación estaba completamente a obscuras a pesar de que afuera el sol aún no se escondía. Una Jaden somnolienta dejaba su mente pesimista navegar en la frontera con Morfeo mientras mecía sus piernas fuera de la cama en la que estaba desparramada de la forma menos grácil posible. Palmeaba su abdomen desnudo con la punta de los dedos de su mano derecha al compás de una melodía desconocida incluso por ella misma. Se sentía ausente, sola y extraña. Y no había nada nuevo en ello. Con la mano izquierda acariciaba su cabello que estaba tan largo que probablemente llegaba al suelo. Lo cortaría pronto para darle un susto a su madre. Se dejó pensar en ella misma solo por unos minutos, ya que estar consciente de sí misma no era su cosa favorita en el mundo, pero era un mal necesario, le había dicho su terapeuta la última vez. “Tienes que dejar que tu mente descanse de vez en cuando, Jaden. No puedes controlarte de forma tan severa siempre. Relájate”. Se había reído cuando había escuchado ese consejo la primera vez, hacía un tiempo. Y se había reído todas las veces siguientes. Pero la última vez, con su nuevo terapeuta, se había sentido distinto. Quizás si se esforzaba, ella podría verdaderamente relajarse. Si el doctor lo decía, era posible. Tenía semanas esforzándose por creer que sí. Dejó que los pensamientos siguieran su propio curso, ya cansada de horas de pensamientos forzados o “plantados”, como los llamaba ella. Pero lo que vino a su mente no hizo más que sumirla mucho más en la obscuridad y no hablo de la obscuridad absoluta de su habitación. Como siempre, el primer rostro que hizo su aparición fue el de unos ojos grandes de color verde obscuro como los de Jaden, una nariz masculina pero infantil, larga y recta, y una sonrisa tonta e inocente que prometía más que solo diversión sin sentido. Jaden observó con admiración esos ojos y esa chispa alegre que siempre había en ellos y deseó, no por primera vez, poder ser así. Ser como Jeffrey era todo lo que Jaden siempre quiso. Lo deseaba tanto que prácticamente le dolía. Pero sabía que era solo un ítem más en la interminable lista de cosas que sabía jamás iba a poder lograr. Tragó duro y golpeó su abdomen más fuerte, esta vez con el nudillo, mientras sentía aumentar el dolor en su pecho. Lo segundo que le vino a la mente fue su voz, y Jaden abrió los ojos velozmente como si eso pudiera hacerle despertar de la visión de alguna manera. Como si abrir los ojos en medio de la obscuridad pudiera hacer alguna diferencia, como si así pudiera huir de la voz infantil y calmada de su hermano mayor. No fue así, por supuesto. Abrir los ojos no evitó que Jeffrey se riera en su mente y recitara el artículo de fe número diez con orgullo. Eso había sido demasiado tiempo atrás, pero por alguna razón era lo primero que Jaden recordaba cuando pensaba en su hermano. Un Jeffrey de catorce años se retorcía las manos mientras miraba hacia arriba como método personal para recordar lo que había estado leyendo por semanas. —Creemos en la congregación literal del pueblo de Israel y en la restauración de las Diez Tribus; que Sión (La Nueva Jerusalén) será edificada… edificada, ¡mamá! ¿Dónde será edificada…? —Sobre el continente americano —le había interrumpido una Jaden incluso más joven, un poco menos pesimista y desanimada que ahora, era dos años menor que él. Había escuchado a su hermano repetir el artículo tantas veces que se lo había aprendido sin querer. —Ah, ¡gracias, Jay! Bueno, sobre el continente americano; que Cristo reinará personalmente sobre la tierra, y que la tierra será renovada y recibirá su gloria paradisíaca —soltó una carcajada al terminar, feliz y orgulloso de sí mismo por el gran logro. Eso era lo que tenía Jeffrey: el ánimo. Jaden nunca lo había entendido. Suspiró de alivio cuando el recuerdo hubo terminado. Pensar en Jeffrey siempre le dejaba incluso más nudos de los que ya tenía de por sí, y eso solo la llevaba al desánimo y bueno, estar desanimada no era nada nuevo para Jaden, pero sí era algo que todos tachaban como “malo”. Y lo malo debía ser evitado, ¿no? Las líneas de lo bueno y lo malo siempre fueron difusas para Jaden. Y eso siempre la hizo sentir excluida del resto del mundo. Era como si todos jugaran al baloncesto y a ella le hubiesen dado un bate para que participara: no tenía oportunidad alguna de intervenir y no tenía sentido intentarlo. Incluso cuando había entrado a aquel grupo de ayuda por primera vez, donde se suponía que iba a sentirse un poco más a gusto por estar con personas con un “problema” en común… incluso allí Jaden tuvo que cuidar lo que decía, lo que preguntaba. No podía leer a los demás. No era capaz de deducir sus emociones, no era capaz de mezclarse, no era capaz de dejar de sentir como si estuviera derritiéndose silenciosamente. Y allí notaron que no era solo una adolescente “problema”, ella era una neurótica. Habían pasado unos veinte minutos y la habitación seguía a obscuras. Su terapeuta le había preguntado a Jaden quizá cientos de veces porqué siempre estaba a obscuras, que si acaso ocultaba algo. Jaden nunca respondía. Lo cierto es que lo había estado desde hacía ya un buen tiempo: Jaden no encendía las luces por nada. Cualquiera pensaría que no había electricidad pero no era así, es solo que para Jaden era importante no poder ver nada mientras estuviera allí dentro. Le hacía sentir segura. Le hacía sentir como que estaba sola, aunque no fuera así en realidad. Por supuesto, su madre hacía inspecciones todo el tiempo (a la luz del día, haciendo a un lado las pesadas y gruesas cortinas que cubrían las ventanas) para verificar que no se hubiese robado algún cuchillo de la cocina o cualquier cosa con la que Jaden pudiera hacerse daño y que lo estuviera escondiendo allí, lo cual a Jaden le parecía una tontería, considerando que cada objeto corto-punzante había sido guardado bajo llave. Además, tiempo atrás había sopesado sus opciones y estaba convencida de que no tenía ni la posibilidad ni de ahorcarse en su habitación, así que para ella las inspecciones de su madre eran basura. —Jaden, ya es hora de salir —se escuchó al otro lado de la puerta. Era la voz aburrida y nerviosa de su madre. Su voz consiguió sobresaltarla un poco, por un momento había conseguido perderse en serio en sus pensamientos—. Sal ya o entraré a buscarte. Jaden rodó los ojos en la obscuridad mientras respondía un “ya voy” ronco y desanimado. Se puso de pie con fastidio y se dirigió a su armario, donde todo estaba perfectamente organizado por tamaño y textura. Tomó una camiseta limpia (que solía ser de su hermano mayor) para cubrir su semi-desnudez y estirándose, caminó hacia donde sabía estaba la puerta. Se sentía bastante cómoda con la escasez de ropa (de alguna manera le hacía sentir que podía formar parte del “todo” que supone el mundo exterior), pero su familia no lo entendía y enloquecían cada vez que le veían siquiera en top deportivo porque se veían algunas cicatrices en sus hombros y abdomen. Esto para Jaden era ridículo. Tenía tanto tiempo usando la luz apagada que podía moverse en la habitación como si pudiera ver algo, aunque no fuese así. “Justo como un invidente”, había dicho su padre la primera vez que notó el hábito adquirido de su hija, lo cual fue casi un año entero después de la primera vez que Jaden decidió no encender más la luz. Y entonces sus padres habían elogiado la organización maniática y perfecta que tenía en la habitación “gracias” a su neurosis. No, no es broma. La vida es mejor cuando tus padres le dan crédito a tu neurosis en lugar de a ti, ¿no? Jaden respiró hondo, como cada vez que tenía que salir de su habitación. Pegó su frente a la puerta de madera y sintió presión en el pecho. Bueno, no. Esa presión estaba siempre allí; la sintió aumentar, eso era. Uno pensaría que con el tiempo acabaría por acostumbrarse. Pero lo cierto era que no. Habían pasado tres años y aún le temblaban las manos, aún se mordía los labios, aún se descontrolaba. Suspiró y abrió la puerta. Su madre se dio la vuelta y se marchó por el pasillo a penas la vio salir, no le gustaba ver a su hija de frente desde que ésta se tiñó el cabello de, en sus propias palabras, “el tono de verde más horrible y desagradable de la historia”. Jaden rodó los ojos y saludó con un gesto a la niña del vestido turquesa en el pasillo, ella sostuvo su oso de peluche en alto mientras sonreía, desfigurando un poco más su rostro. Jaden se sentía un poco harta de todo mientras caminaba encorvada y arrastrando los pies hacia la cocina. Siempre se sentía harta de todo, de hecho. Tenía muchísima hambre, pero le gustaba sentir hambre. Casi sonreía cada vez que sentía el estómago vacío, pensaba “oye, esto es algo que todos tenemos en común, es maravilloso”. Por supuesto, le gustaba mucho más comer. Aunque ese día en particular no se estaba emocionando ni por tener hambre. Pasó por la sala de estar hacia la cocina, esquivando a propósito los espejos (que estaban por doquier), donde estaba Sheila, la cocinera que llevaba trabajando para la familia Marmel desde prácticamente toda la vida de Jaden. La mujer estaba ya en sus cincuenta, y los mechones blancos entre sus rizos castaños daban fe de ello, aunque no tanto como las arrugas que ya adornaban su rostro y que ella afirmaba con humor, eran culpa de Jeffrey. En realidad, Sheila era la persona a la que Jaden sentía más cercana: fue la única que la siguió tratando de igual forma siempre. Incluso después de “todo”. Para el momento en que Jaden cruzó el umbral de la cocina rascándose el trasero, Sheila aún no decidía qué hacer. La peliverde frunció el ceño al ver la expresión extraña en el rostro de Sheila y se puso irritable. —Suéltalo ya —le pidió con un suspiro mientras se sentaba sobre el mostrador. Sheila se mordisqueó una uña como adolescente y la muchacha tuvo que esforzarse por aguantar las ganas de estrangularla (o a sí misma) cada segundo que pasó en silencio. —Tendremos visitas esta noche —dijo al fin, mirando el suelo. —¿Quién? Levanta la mirada.  —Un amigo de tu papá y su… No hizo falta que terminara de hablar para que la furia se abriera paso dentro de la muchacha. Era demasiado fácil hacerla encolerizar. Soltó un grito y llamó a su madre, quién apareció en la cocina en menos de un minuto. “Ser una s*****a demente tiene sus ventajas”, pensó. “Solo debo gritar y todos vienen a mí”. —¿Quién rayos viene hoy? Ella se encogió de hombros, intentando parecer indiferente. —Roger y su hijo. Jaden no tuvo que hacer demasiado esfuerzo para recordar a Roger. Alto, gordo como un cerdo sobrealimentado, rosado, sudoroso, grosero y molesto. Ah, y era el dueño de la clínica psiquiátrica en la que estuvo internada por meses. Casi amaba a ese hombre, casi. No sabía que tenía un hijo, eso sí. Resultaba difícil de creer que alguien hubiera tenido un hijo con él. Era prácticamente imposible. Jaden estaba segura que nadie podría mirar en su dirección y resistirse a las náuseas. Era simplemente antinatural. Para Jaden, Roger era basura también. —¿Por qué? —¿Por qué, qué? Jaden siempre afirmaba que nada le molestaba más que su madre haciéndose la tonta, lo cual no era del todo cierto: había demasiadas cosas en esa lista como para hacer posible el decidirse por un solo punto. —¡¿Por qué lo invitaron?! —gritó, sin poder evitarlo. Sheila se sobresaltó pero su madre ni parpadeó; en cambio, soltó una risita nerviosa y se marchó sin responder. Y eso fue respuesta suficiente. La presencia de Roger no era casualidad, en absoluto. Así que, o estaba allí para evaluar su actual estado psicológico o todo tenía que ver más con su hijo y el hecho de que el último muchacho que se había acercado a Jaden con intensiones románticas había acabado con marcas profundas de dientes en el antebrazo. Já. Casi esperaba verlo entrar con una pelotita anti estrés y una dosis de calmantes bajo el brazo. Suspiró con desánimo, tomó un pedazo de queso semiduro de la nevera junto a su jarra con agua temperatura ambiente que siempre dejaba al lado del refrigerador, y se encaminó a la sala de estar arrastrando los pies. La casa de los Marmel no era exactamente lujosa, aunque bien podría serlo. Era espaciosa y Judit Marmel era excelente como Diseñadora de Interiores, por lo que contaban con cosas como pisos de mármol, un tope de cocina envidiable de porcelanato n***o y tres esculturas a las que Jaden no les veía ni pies ni cabeza. Las propiedades de los Marmel iban desde una granja a las afueras de la ciudad hasta un edificio de oficinas de cinco pisos que quedaba más hacia el centro, lo cual era un gran indicador del capital de la familia. A pesar de esto, Harold, el padre de Jaden, se negaba a vivir en una casa que sobrepasara el tamaño de la antigua casa de su familia, en la que había crecido. Jaden se dejó caer en los cojines del sofá y encendió el televisor. Había un partido de Hockey de la temporada pasada, uno que ya había visto, pero no cambió de canal.  Apenas podía esperar a que llegara octubre para empezar la temporada, pero aún faltaban dos meses. Si había algo que merecía la pena en este mundo era el hockey. Era lo único que hacía que Jaden se sintiera superior de alguna manera, su aptitud física se había convertido en su norte. Y es que no había nada mejor que ejercitarse golpeando a muchachos que le superaban en tamaño y fuerza, rodeada de hielo y frío, alejada de cualquier tipo de sensación-miedo-terror-ansiedad recurrente. Para ella no había nada mejor. No había nada como no sentir nada más que ira y desgaste físico. El hockey era la terapia personal de Jaden. La casa estaba ridículamente silenciosa, dejando como fondo las voces de los comentaristas del partido. Su madre estaba seguramente en su estudio, fijando algunas metas para su oficina, y su padre estaba fuera, en el trabajo. El silencio era encantador y relajante para Jaden solo cuando estaba a salvo en la obscuridad de su habitación, cuando no podía ver nada y nadie podía verla a ella. Pero a plena luz del día el silencio incomodaba a Jaden, la ponía a la expectativa, la hacía sentir ansiosa y su doctor le había asegurado que debía evitar la ansiedad tanto como le fuera posible. Por eso cuando escuchó el llanto fantasmal se hundió entre los cojines acolchados del sofá y cerró los ojos. Rara vez “veía” algo, solo lo sentía y escuchaba. Lograba ver algunas cosas, pero no parecían completamente sólidas, eran más bien un borrón. La niña del pasillo de su habitación era prácticamente una mancha en el aire, pero su voz era fuerte y clara. Sin embargo, las veces que “veía” algo era aterrador. Músculos visibles, carnes rostizadas, estómagos sangrantes, gargantas rajadas y no-ojos.   Escuchó pasos a sus espaldas, en la escalera que daba al dormitorio de sus padres y al estudio. Abrió los ojos y se enderezó, pensando en que sería buena la compañía. Se recostó otra vez, y ahora más de prisa al no ver nada en las escaleras, pero siguió oyendo los pasos. Algo estaba bajando por las escaleras, algo grande y pesado, pero no veía nada. Y eso no le hacía nada de gracia, por lo que optó por cerrar los ojos e ignorar la sensación de cosquilleo incontrolable que le causaban esas situaciones. Respiró lentamente y relajó los músculos, obligando a su corazón a calmarse. Había muchas flores por todos lados.  Jaden odiaba las flores, pero pronto notó que eran flores de papel y eso pareció complacerla porque sonrió. Tomó su propia cara con sus manos, desconociendo la mueca que se había formado en ella y frunció el ceño mientras la sonrisa se desvanecía. Miró a su alrededor. Estaba en su habitación. La luz estaba encendida y el suelo estaba colmado de flores pintadas con acuarelas de colores fríos, desde el azul más claro, pasando por los grises, llegando a los verdes. Estaban esparcidas por toda la habitación, incluso bajo la cama. Extrañamente, esto no molestó a Jaden, lo cual era raro porque ella era muy cuidadosa con la limpieza. En cambio, se recostó entre ellas. Las flores olían a chocolate y canela.   “Qué delicioso”. Era, en efecto, el primer sueño agradable que tenía en demasiado tiempo. No podía recordar dormir y no tener una pesadilla. Así que solo disfrutó de su sueño ilógico y se abrigó con las flores de papel. Hizo una montañita con ellas y allí descansó la cabeza, mientras sonreía. Se sentía tan extraña, tan animada, tan… “feliz” que casi pasó por alto ese calorcito extraño en el costado, casi. La palma de una mano le acariciaba la piel que cubría sus costillas. Se despertó de un sobresalto, rodó sobre sí misma y casi cayó al suelo, pero consiguió ponerse de pie rápidamente, lista para atacar. Se apartó el cabello que le tapaba los ojos y le lanzó una mirada asesina al intruso. Frente a ella había un muchacho desconocido. Parecía alto —aunque apenas se alzaba un par de centímetros por encima del metro setenta de Jaden—, ojos ojerosos color café, cabello castaño despeinado. Estaba sonriendo, marcas como apóstrofes se punteaban en sus mejillas. Jaden rodó los ojos ante su sonrisa. —¿Quién rayos eres tú? —le preguntó, mitad hablando, mitad gruñendo. El muchacho levantó en alto una caja de pizza y entonces Jaden se dio cuenta del uniforme verde y n***o: era un repartidor de la pizzería D’Alessandro. Suspiró un poco aliviada. Al menos no era el hijo de Roger. —Soy Onex —dijo el muchacho ofreciendo una mano, pero Jaden ignoró el gesto por completo. En cambio, se cruzó de brazos. Él sonrió otra vez y dejó caer su mano a un costado—. Me alegra que estés bien, pensé que estabas desmayada. —Dime, “Onex”, ¿por qué me acariciabas? Tengo curiosidad. La voz de Jaden era ronca y afilada, estaba desconcertada y molesta al extremo, a punto de saltarle encima y arrancarle la cara. El muchacho se encogió de hombros. —No lo sé —respondió simplemente, y Jaden no entendió bien la expresión en su rostro—. Entro, y hay una chica dormida en el sofá, parece desmayada por la posición en la que está acostada. Y, además, veo que tiene una cicatriz prominente en el costado. Supongo que tuve curiosidad, ¿estás bien? El calor se extendió por el rostro de Jaden, sentía la sangre hervir bajo su piel por la cólera que le causaba tan humillante situación. ¡Él había visto una de sus cicatrices y se había atrevido a tocarla! Avanzó un paso hacia el desconocido que acababa de tomarse confianzas que no le correspondían, pero pronto se dio cuenta del error y no siguió avanzando: no podía permitirse volverse una demente. No otra vez.  Apretó los brazos cruzados sobre su pecho. —¿Y quién demonios te dejó pasar? —No le hables así, Jaden —interrumpió su madre, apareciendo de la nada y ofreciéndole unos billetes al muchacho—. Él solo hace su trabajo. Deberías salir más, así aprenderías a actuar en presencia de otro ser humano. “Si matar no fuese ilegal…” —¿Qué deporte practicas? —preguntó el muchacho, mientras guardaba el dinero en su bolsillo y le entregaba la pizza a la señora. Jaden no despegaba la vista de sus movimientos. Parecía estar divirtiéndose con la situación. “Pedazo de imbécil”, pensó. —¿Por qué asumes que practico algún deporte? —preguntó ella a la defensiva. —Practica Hockey —respondió su madre mientras le propinaba un ligero codazo en las costillas—. Sé amable, Jaden, las preguntas no se responden con más preguntas. “Fantástico, el primer contacto físico que recibo de mi madre en semanas resulta ser un codazo”, pensó. —Lo asumo por tus piernas, son musculosas —continuó él, mirándola. La señora soltó una risita mientras que Jaden solo rodó los ojos con fastidio. —Ajá, ¿estás disfrutando de la vista? La señora Marmel volvió a darle un codazo y murmuró algo sobre que el sarcasmo no era atractivo y que aprendiera a aceptar los halagos.  “Claro, pero yo soy la loca, ¿no?” Jaden caminó hacia el muchacho y lo tomó de la manga de su camisa, cuidando de no tocar su piel, lo llevó hasta la puerta, la abrió y lo empujó hacia afuera. Su madre refunfuñó algo y se fue a la cocina, Jaden la ignoró por completo, el ruido repentino de todo lo que ocurría afuera la distrajo por un momento. Hacía días que no veía hacia afuera (o que se asomaba siquiera) y se sentía extraña. Una carcajada la hizo pisar tierra. El muchacho al que ella estaba echando de su casa se estaba riendo ¡riendo! —Yo también practico Hockey—dijo de pronto el muchacho castaño, al que Jaden ya había calificado como “idiota” en su mente—, juego para el equipo de la ciudad. De hecho, creo que ya nos conocemos, ¿no es así? No olvidaría ese cabello verde. Lo tienes tan largo que mi papá siempre te está regañando porque en algún punto siempre se te suelta. Jaden frunció el ceño. Su mente dio un par de vueltas y entonces cayó. Gruñó de fastidio. —Eres Onex Vera, ¿no? El hijo del entrenador —dijo, y rodó los ojos—. Eres un idiota. El muchacho seguía riéndose cuando se dio la vuelta y se subió a la moto que estaba estacionada allí mismo, metro y medio frente a Jaden.  —Así que no sales mucho —reflexionó, poniéndose el caso—, ¿quieres salir a dar una vuelta otro día? —No salgo con… —se interrumpió a sí misma al ver el auto n***o de su padre llegando y estacionándose justo detrás de Onex. Hacía tres días que no lo veía, aunque vivían en la misma casa. Esperó a que bajara del auto y le cuestionara porqué estaba en esas fachas en público y con un hombre. Pero eso no pasó. En cambio, se quedó dentro, como esperando a que el intruso se marchara. O quizá solo quería monitorear el comportamiento de “la chica demente” frente a extraños. —¿Decías? —insistió el muchacho. Jaden se había quedado en blanco. Lo miró y torció el gesto. “Sé humana”, se dijo. —Quizá otro día. El muchacho sonrió de oreja a oreja.  —De acuerdo. Pero Jaden, aunque me gusta lo que veo, creo que deberías ponerte pantalones para nuestra cita. Finalmente puso en marcha la moto y se fue, dejándole de pie en el porche, de brazos cruzados, sin pantalones, descalza y dándose cuenta que el primer sueño feliz y despreocupado que tenía había sido gracias a su tacto, gracias al contacto directo con otro ser humano.
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