Capítulo 1

1447 Words
Leah Stewart Miro mi cartera y suspiro. Los últimos billetes son el recordatorio de que estoy en problemas. «No es que pudiera olvidarlo, tampoco». En una mano llevo lo último que puedo comprar por esta semana y me digo que el temblor que siento por dentro es solo el cambio de temperatura. Pero, ¿a quién engaño?, ¿a mí misma? Pestañeo varias veces para que las lágrimas que últimamente son más recurrentes se vayan. No puedo llorar en medio de una tienda de segunda mano, con mis dos hijos en su cochecito doble y desgastado a solo unos centímetros de distancia a mi lado, ajenos a mi dolor y a los motivos por los que su madre no tiene paz. Miro el juego de pantalón y abrigo que tengo en la mano. Mateo y Matías están creciendo demasiado rápido, el invierno se acerca; justo ahora las temperaturas no son las más soportables. No tengo idea qué haré cuando pase un mes más y estemos en plena estación invernal. Podría dejar esta compra, pero quizás a mi regreso no encuentre algo en este precio y me toque dar más dinero por algo similar. Me frustra el solo pensamiento. —¡Dios mío! Ya no sé qué hacer —susurro, intentando que el nudo en mi garganta se deshaga y yo pueda respirar, para pensar con claridad. Arrugo los billetes y también la ropita. Mis niños cumplen un año en solo unas semanas y es tan doloroso para mí no poder darles todo lo que ellos merecen, ni siquiera lo mínimo. Me siento decepcionada de mí misma, de la madre que soy o que intento ser. Por más que trato de convencerme de que puedo con esto, no lo hago. Mis hijos me están quedando grandes. Pero los amo tanto, son mi vida, mi única razón para sonreír en medio de la tempestad. Tomo la decisión. Llevo conmigo a la caja las dos piezas que elegí en la cesta de ropa de segunda mano y empujo el cochecito donde mis pequeños se han quedado, sorpresivamente, tranquilos. Al parecer, todo lo que ven a su alrededor logra entretenerlos. La mujer que está detrás de la caja me mira con algo de pena. Odio esas miradas, aunque estoy acostumbrada. Más que mi orgullo se quiebra cada vez que recibo miradas compasivas, de lástima, pero nada puedo hacer más que bajar mi cabeza y seguir adelante. Le doy los billetes y mi mano tiembla. Aprieto mis dientes para darme las fuerzas y no seguir quedando en ridículo, ya tengo suficiente con mis propios pensamientos, no necesito que más opiniones de desconocidos pesen sobre mis hombros. Por más que la mujer no haya dicho una palabra, puedo ver el juicio en sus ojos. Soy veterana en esto, por más que quisiera convencerme de lo contrario. De regreso a casa intento mantenerme en pie. Mis hijos me necesitan y la tristeza o la angustia no resolverán mis problemas. Levanto la cabeza y finjo que recupero parte de esa energía que solía recorrerme el cuerpo. Antes del embarazo, antes de tener a mis bebés. Antes de ser madre soltera con mil problemas que acarrear tratando de no desfallecer. Evito mirarme en los escaparates de las tiendas que voy dejando a mi paso, la imagen que me devuelve el reflejo no es la que quiero ver justo ahora, no necesito más autocompasión. Ya demasiado tengo con mirar a mi alrededor y sentirme menos. Observar a chicas de mi edad, felices, sonrientes y bien arregladas, mientras yo me hundo un poco más en la miseria emocional cada vez que me veo a un espejo, no es lo que debo hacer. Tengo una prioridad, solo una. Y no soy yo. El edificio donde vivo aparece frente a mí. El corazón comienza a latirme fuerte en el pecho con solo acercarme, los últimos días han sido complicados y mis hijos comienzan a removerse incómodos de solo asomar en el vecindario. Puede que sean pequeños, pero saben más de lo que yo misma podría creer posible. «Son inteligentes como su padre», me recuerdo, pero saco esa idea de mi cabeza. No es momento de recordar a su padre, porque ya estoy demasiado emocional por hoy. Un pensamiento en la dirección equivocada podría hacerme terminar en depresión. No puedo darle más poder del que ya tuvo ese cabrón desconsiderado. Sacudo mi cabeza y entro del todo a la residencia. El lugar no está mal y el barrio es seguro, lo más que puede serlo un barrio de las afueras de la ciudad. Pagué a duras penas la renta del mes hace unos días y solo eso me da un poco de alivio. Después de la advertencia que me dio el señor March la semana pasada, pensé que no aceptaría mi dinero. Pero el alivio me dura poco, porque en cuanto pongo un pie en la puerta de mi minúsculo apartamento en el primer piso, aparece el mentado dueño. Su expresión no es agradable, aunque no es que alguna vez lleve una de esas. El casero les da una mirada desdeñosa a mis hijos y todo mi cuerpo entra en tensión. Me coloco entre ellos y los ojos incisivos del señor March, protegiéndolos. No le voy a permitir una mala acción, son solo dos niños inocentes, dos bebés que no tienen culpa de nada. —Esta mañana recibí dos quejas más por el ruido que hacen tus chiquillos en la noche —dice, con su tono ronco y desagradable, cruzado de brazos y mirándome como si fuera una mosca molestando a su alrededor—. Lo siento mucho, pero vas a tener que largarte. —¿¡Qué!? Pero si acabo de pagarle la semana anterior todo un mes de renta, creí que… —exclamo desesperada, sintiendo que el terror me sube por la garganta, pero me interrumpo cuando me doy cuenta que no puedo decirle eso al casero; no necesita otro motivo para odiar mi presencia—. Todos los bebés lloran de noche. Por favor… Rueda los ojos al escuchar mi débil explicación. Un escalofrío me atraviesa al sentir la antipatía saliendo de él sin problemas. —Pues los tuyos hacen el doble de ruido —replica con su tono absurdamente aburrido. «No, no, esto no puede estar pasando». Me digo interiormente, necesito calmarme. Las manos me tiemblan y siento que todo mi cuerpo se sacude con un espasmo. El sudor frío me recorre la espalda y la boca se me seca. Tengo que pensar, qué decir, qué hacer, pero no puedo aceptar lo que me dice. No puedo irme de aquí. —Por favor, le prometo que haré todo lo posible por… —ruego, con mis ojos llenos de lágrimas. Odio llorar también delante de personas crueles, que solo ven en el sufrimiento de los demás su propia diversión. Pero no puedo evitarlo. Mi vida se reduce a mis hijos, a darles comida y un techo donde estar seguros. ¿Qué se supone que haga con esa advertencia suya? —Eso mismo dijiste antes y esta semana he recibido el doble de quejas —me interrumpe, hosco. No tiene intención alguna de darme una oportunidad—. Tienes solo tres días para buscarte un lugar. Si no te vas tú misma, te voy a echar. Me da la espalda, dando por terminada la conversación. Yo no encuentro las fuerzas para detenerlo, para tratar de convencerle de lo contrario. El tiempo que ocuparé en eso, bien puedo usarlo yendo donde los servicios sociales e intentar que me den alguna ayuda urgente. No tengo ninguna duda de que, cuando acaben los tres días y yo siga aquí, mis cosas aparecerán en la acera si me atrevo a salir de esas cuatro descascaradas paredes. Me volteo, mordiendo el interior de mi mejilla para aguantar las ganas de llorar. Es rabia lo que siento, desesperación y una angustia tan fuerte que soy incapaz de contenerla. Un sollozo se me escapa cuando veo a mis pequeños mirándome con sus grandes ojos claros. Tan tranquilos, como si supieran el maremoto de problemas que debo resolver antes de que se me vengan encima. Me agacho ante ellos. Todavía en el pasillo donde la puerta de nuestro apartamento está. No me importa quién me vea ahora. Necesito sentir que mi vida sigue por más oscuro que se aviste el camino. Y cuando mis pequeños sonríen, estirando sus manitas para tomar un mechón de mi cabello, mi pecho se calienta de amor y me digo que todo estará bien. Aunque sé, muy en el fondo, que estoy yendo cuesta abajo y sin frenos. Caminando por el filo de una navaja que puede hacerme mucho, pero mucho, daño.
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